Siguen
los cortes de carretera en Cataluña después de celebradas las elecciones
generales. Ahora lo más estridente sigue siendo el tapón de la frontera con
Francia. Convengamos, pues, que la capacidad de Puigdemont de hacer amigos es infinita.
A
simple vista se podría llegar a la siguiente conclusión: el independentismo ha
perdido la chaveta. Lo que no es totalmente descartable. Sin embargo, la
continuidad de las movilizaciones en esta fase post electoral tiene un sentido
clarísimo: mantener la tensión viva para recordarle a Esquerra Republicana de Catalunya que no debe
pactar nada que signifique desbloquear la situación ni –muchísimo menos-- facilitar la investidura de Pedro Sánchez. Este es el sentido de las zahúrdas
pacíficas, democráticas y peristálticas que dirige Tsunami democràtic, el comité clandestino en
manos del tándem Puigdemont –
Torra.
Sin
embargo, lo sorprendente es que Esquerra se deje apalear por el falansterio de
Waterloo. En todo caso es la resultante de la poquedad y falta de autoridad de
los republicanos. Junqueras ejerciendo de evanescente Reina madre;
el contable Aragonès cuadrando el debe y el haber de unas paupérrimas cuentas públicas; Torrent jugando al escondite inglés con el
Tribunal Constitucinal; y Rufián en busca de
respetabilidad como almogávar post moderno y hacer olvidar la acusación
irresponsable de charnego de diseño minimalista. Un grupo llamado dirigente que
recuerda el existencialista verso de Teresa de Ávila:
«Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero». O sea, todos chicoleando, mientras el señor Esteve, en el lecho de muerte, se pregunta quién se
cuida de la botigueta. Es decir, la
metáfora del señor Esteve es: mientras tanto, ¿quién hace política en la
Generalitat? Desde luego, Torra
–mitad monje, mitad soldado—constata que sus consignas del «apreteu, apreteu»-- están poniendo en
aprieto a los de Junqueras. Cataluña es, así las cosas, una pieza de teatro en
dos actos: el primero, pacífico, democrático, peristáltico; el segundo, las
llamas y el lanzamiento de adoquines. Una versión de Cançó d´ amor i de guerra, punto 2. Una zarzuela catalana que
–dijeron los comentaristas de la época--
pretendía tener ínfulas wagnerianas. Un Wagner extraño: calisay con almíbar por la mañana; cabalgata de las Walkirias cuando anochece.
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