Ahí está la pringue colorá de Santa Coloma. Y el caso Millet. Y lo que queda por venir. El fin del oasis catalán, dicen algunos.
Cuando lo del Orfeó, la lógica comunicativa de los medios nos hablaba de la corrupción en la burguesía catalana. Y ahora, con las últimas noticias, habrá que hablar de la corrupción de determinados estratos de la burguesía catalana (Prenafeta y, especialmente, Alavedra) y determinadas instancias socialistas (incluso, de algún sector menos proclive a la tendencia mayoritaria del PSC, más en consonancia con el PSOE, pero, a la postre, amigo de aquella burguesía nacionalista, puesto que, al fin B2B, o sea, “Business is Business” o, en español cañí, “Todo por la pasta”)
Sin embargo, hay algo en el fondo de todo esto que me preocupa. Y es el modelo de la sociedad catalana. ¿Está la sociedad catalana enferma, como afirmaba ese valiente adalid del neoliberalismo, neoconservadurismo y la más rancia tradición centralista española que es Pepe Mari Aznar?. Pues sí. Me explico: mis reflexiones nada tiene que ver con determinadas lecturas que contemplan la actual situación aquí frotándose las manos desde un modelo español excluyente, por único, que les sirve, además, para echar humo sobre sus brotes de corrupción en Madrid, Valencia y otros feudos. Es más, estoy convencido que mi país, Cataluña, es una nación (con independencia ahora del concepto diverso que cada cual tenga al respecto) o, si se prefiere, un hecho diferenciado respecto al resto de España. Y esa afirmación no quiere decir que uno sea nacionalista, de la misma manera –que como decía un viejo maestro mío- constatar que comer verduras es sano no quiere decir ser vegetariano. Odio el nacionalismo, sea español o catalán. Sigo reivindicando el internacionalismo, en unos tiempos que –como afirmaba el camarada Trotsky, en relación con el período inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial- “los internacionalistas cabemos en un taxi”. O, como los viejos anarquistas, una servidora sólo tiene una patria, que es la humanidad.
Pero eso, repito, no impide constatar una realidad, que es el hecho diferenciado del lugar donde vivo –y donde he nacido, aunque eso sea, a la postre, anecdótico-. Esa constatación diferencial se ha conocido desde, al menos, las postrimerías del siglo XIX como catalanismo (lo de nacionalismo es muy posterior, como aún lo es más lo de independentismo, que, como fenómeno social más o menos de masas, apenas tiene tres lustros de vida) Y pongo esa fecha por no remontarme más lejos: si se quiere, a las propias Cortes de Cádiz o antes. O incluso ab urbe condita Parapanda.
Pues bien, se me antoja –aunque no tengo estudios demoscópicos o sociológicos que lo pongan en evidencia- que ese catalanismo es diverso. O, mejor dicho, que ha sido siempre diverso. Mi intuición epicena me lleva a la conclusión de que en el catalanismo han existido siempre tres corrientes diferenciadas. Una, que podríamos caracterizar como rural, propia de la Cataluña interior, que hunde sus raíces en el carlismo (mi amigo y ex amante Ramon Plandiura, como originario de Osona nos puede ilustrar mucho al respecto); se trata de una tendencia siempre minoritaria, meapilas, cerril y conservadora, que se basaba en la institución de l’hereu [heredero], siempre blasfemando (y válgame el cielo que las blasfemias agrarias, pese a que los que los emiten van cada domingo a misa, son legendarios y dignos de ateos febriles), porque el hereu, pese a quedarse con la propiedad está currando en el campo cada día, mientras los fadristerns [o cabaler, hermano menor del hereu] acaban en Barcelona, a la postre, viviendo mejor-. La otra tendencia es la que podríamos calificar como la mesocracia barcelonesa –en el sentido amplio-: la de la burguesía de toda la vida de la ciudad condal –y sus áreas de influencia-, de origen burgués, ilustrado y aparentemente liberal (aunque cuando había que llamar al ejército español para poner orden, se llamaba) Y, por fin, había eso del catalanismo popular, el de las clases laboriosas, que cualquier lector de la literatura obrera del siglo XIX puede encontrar, el catalanismo que parte del republicanismo federal, sigue con el anarcosindicalismo catalán –Salvador Seguí, Joan Peiró, etc- y prosigue con el republicanismo de los años 30, en el PSUC de la guerra y la postguerra –sin olvidar a Andreu Nin y otras tendencias de la rica experiencia de las izquierdas republicanas- y desemboca en CC.OO. en los años sesenta y setenta (no en vano, la CONC es la CONC –o lo era hasta hace poco, tras los cambios en la dirección electrónica- gracias, entre otros, a personalidades como el Cipri)
Descartada la capacidad de intervención social de la Cataluña profunda –el catalanismo rural-, que no ha pasado nunca de mirarse el ombligo en su microcosmos, en el último siglo largo el gran debate social en Cataluña se ha producido entre la mesocracia barcelonesa y el catalanismo popular. Y aunque pueda parecer contradictorio, el hecho cierto es que la singularidad catalana se ha ido incrementado precisamente por ese debate. No en vano ese conflicto a dos bandas es apreciable en la Semana Trágica, en el pistolerismo de los años veinte, en la Dictadura de Primo de Rivera –con Cambó-, en la República y –salvado el escollo del franquismo, con políticas más o menos unitarias- en la transición. Pero es más, de ese debate han surgido también muchas de las ideas y propuestas de modernidad y democracia en España en el último siglo y medio. La España moderna y democrática no puede entenderse sin él.
Pero ocurre que ahora el debate del catalanismo ha mutado. O al menos, ésa es mi impresión. La mesocracia barcelonesa ha acabado, con la prosperidad económica, engullendo el catalanismo popular. No hablo de CiU o ERC –una mezcla extraña e interesada entre catalanismo mesocrático y rural-, hablo de las izquierdas. El PSUC y su discurso catalanista han desaparecido en la práctica. Una parte de ese discurso fue metabolizada por el PSC, pero ya se ha visto dónde ha acabado: en manos de la mesocracia barcelonesa. Prueba de lo que digo: la reforma del Estatut –con toda la carga y efectos que ello comportó en el resto de España- fue la prioridad de los gobiernos de Maragall… pero ¿era ésa la prioridad del primer gobierno de izquierdas en Cataluña tras la Segunda República? Ciertamente, no. Ésa era la prioridad de las clases mesocráticas catalanas, preocupadas por los tremendos efectos negativos que para la economía de aquí habían tenido las dos legislaturas centralizantes de Aznar. No en vano la reclamación de un nuevo marco autonómico tenía como adalides organizaciones patronales, círculos de economía y demás thing tanks económicos. La prioridad de las izquierdas debiera haber sido demostrar, en esos momentos, que era posible hacer una política alternativa, más sensible a la igualdad en aspectos como la educación, la sanidad o la cobertura de necesidades sociales, entre otros muchos aspectos. Nada de eso se hizo –ni se ha hecho luego con Montilla-: se continuó con el modelo convergente. Una prueba de ese “no-hacer-nada” la hallaremos en la reciente Ley de Educación o las políticas de dependencia. Y luego, claro está, ahí tenemos a Iniciativa, más preocupada por el verde que por el rojo, sin una deriva clara, riéndole en definitiva las gracias a la mesocracia barcelonesa (si la Ley de Educación, que rompe la columna vertebral del principio de igualdad no era para plantarse, no sé cuándo piensan hacerlo, claro que eso de hacer de palmeros del PSC llevan haciéndolo en la ciudad de Barcelona hace decenios)
La tragedia de mi país –de mi nación, si es que tengo una nación- es que el catalanismo mesocrático no tiene ya adversario. Los intereses de esa mesocracia se han acabado convirtiendo en los intereses de Cataluña. El debate entre catalanismo mesocrático y catalanismo popular –sobre el que se sustentó el hecho diferencial- se ha acabado dilapidando. Y ha acabado, a la postre, sustituido por un absurdo debate sobre la independencia y esos ridículos plebiscitos locales, exasperando el españolismo cañí y reaccionario, lo que retroalimenta a ambos adversarios nacionalistas (español y catalán) Esos jóvenes altermundistas que pueblan barrios y pueblos de Cataluña con pintadas sitúan el debate en el absurdo independentismo. Y, desde luego, difícilmente puede aspirarse a que las nuevas clases menesterosas –la povertà laboriosa- que hoy son los inmigrantes se erijan en defensores de ningún catalanismo, huérfanos de un discurso que aúne –como antaño- sus legítimas aspiraciones sociales con las del país en el que viven.
¿Se extraña alguien que ese imperio de la mesocracia reine la corrupción? Quién así lo haga en un ingenuo. Con todo, lo que me preocupa no esa corrupción –que también-, sino que mi país (o mi nación, si es que tengo nación) se ha acabado inmolando como tal. Que la izquierda catalana haya vendido por un plato de lentejas su alternatividad. Ése es el problema de Cataluña y no tanto la gestión, pongo por ejemplo, del aeropuerto del Prat. Y se me antoja que ése también es el problema de la España progresista.
Sole Barberà i Salvadors, letrada por parte de la acusación particular en el caso Jurel.
Radio Parapanda. Raimon Obiols en Un editorial de Nou Cicle: Contra la corrupció lliberticida
Cuando lo del Orfeó, la lógica comunicativa de los medios nos hablaba de la corrupción en la burguesía catalana. Y ahora, con las últimas noticias, habrá que hablar de la corrupción de determinados estratos de la burguesía catalana (Prenafeta y, especialmente, Alavedra) y determinadas instancias socialistas (incluso, de algún sector menos proclive a la tendencia mayoritaria del PSC, más en consonancia con el PSOE, pero, a la postre, amigo de aquella burguesía nacionalista, puesto que, al fin B2B, o sea, “Business is Business” o, en español cañí, “Todo por la pasta”)
Sin embargo, hay algo en el fondo de todo esto que me preocupa. Y es el modelo de la sociedad catalana. ¿Está la sociedad catalana enferma, como afirmaba ese valiente adalid del neoliberalismo, neoconservadurismo y la más rancia tradición centralista española que es Pepe Mari Aznar?. Pues sí. Me explico: mis reflexiones nada tiene que ver con determinadas lecturas que contemplan la actual situación aquí frotándose las manos desde un modelo español excluyente, por único, que les sirve, además, para echar humo sobre sus brotes de corrupción en Madrid, Valencia y otros feudos. Es más, estoy convencido que mi país, Cataluña, es una nación (con independencia ahora del concepto diverso que cada cual tenga al respecto) o, si se prefiere, un hecho diferenciado respecto al resto de España. Y esa afirmación no quiere decir que uno sea nacionalista, de la misma manera –que como decía un viejo maestro mío- constatar que comer verduras es sano no quiere decir ser vegetariano. Odio el nacionalismo, sea español o catalán. Sigo reivindicando el internacionalismo, en unos tiempos que –como afirmaba el camarada Trotsky, en relación con el período inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial- “los internacionalistas cabemos en un taxi”. O, como los viejos anarquistas, una servidora sólo tiene una patria, que es la humanidad.
Pero eso, repito, no impide constatar una realidad, que es el hecho diferenciado del lugar donde vivo –y donde he nacido, aunque eso sea, a la postre, anecdótico-. Esa constatación diferencial se ha conocido desde, al menos, las postrimerías del siglo XIX como catalanismo (lo de nacionalismo es muy posterior, como aún lo es más lo de independentismo, que, como fenómeno social más o menos de masas, apenas tiene tres lustros de vida) Y pongo esa fecha por no remontarme más lejos: si se quiere, a las propias Cortes de Cádiz o antes. O incluso ab urbe condita Parapanda.
Pues bien, se me antoja –aunque no tengo estudios demoscópicos o sociológicos que lo pongan en evidencia- que ese catalanismo es diverso. O, mejor dicho, que ha sido siempre diverso. Mi intuición epicena me lleva a la conclusión de que en el catalanismo han existido siempre tres corrientes diferenciadas. Una, que podríamos caracterizar como rural, propia de la Cataluña interior, que hunde sus raíces en el carlismo (mi amigo y ex amante Ramon Plandiura, como originario de Osona nos puede ilustrar mucho al respecto); se trata de una tendencia siempre minoritaria, meapilas, cerril y conservadora, que se basaba en la institución de l’hereu [heredero], siempre blasfemando (y válgame el cielo que las blasfemias agrarias, pese a que los que los emiten van cada domingo a misa, son legendarios y dignos de ateos febriles), porque el hereu, pese a quedarse con la propiedad está currando en el campo cada día, mientras los fadristerns [o cabaler, hermano menor del hereu] acaban en Barcelona, a la postre, viviendo mejor-. La otra tendencia es la que podríamos calificar como la mesocracia barcelonesa –en el sentido amplio-: la de la burguesía de toda la vida de la ciudad condal –y sus áreas de influencia-, de origen burgués, ilustrado y aparentemente liberal (aunque cuando había que llamar al ejército español para poner orden, se llamaba) Y, por fin, había eso del catalanismo popular, el de las clases laboriosas, que cualquier lector de la literatura obrera del siglo XIX puede encontrar, el catalanismo que parte del republicanismo federal, sigue con el anarcosindicalismo catalán –Salvador Seguí, Joan Peiró, etc- y prosigue con el republicanismo de los años 30, en el PSUC de la guerra y la postguerra –sin olvidar a Andreu Nin y otras tendencias de la rica experiencia de las izquierdas republicanas- y desemboca en CC.OO. en los años sesenta y setenta (no en vano, la CONC es la CONC –o lo era hasta hace poco, tras los cambios en la dirección electrónica- gracias, entre otros, a personalidades como el Cipri)
Descartada la capacidad de intervención social de la Cataluña profunda –el catalanismo rural-, que no ha pasado nunca de mirarse el ombligo en su microcosmos, en el último siglo largo el gran debate social en Cataluña se ha producido entre la mesocracia barcelonesa y el catalanismo popular. Y aunque pueda parecer contradictorio, el hecho cierto es que la singularidad catalana se ha ido incrementado precisamente por ese debate. No en vano ese conflicto a dos bandas es apreciable en la Semana Trágica, en el pistolerismo de los años veinte, en la Dictadura de Primo de Rivera –con Cambó-, en la República y –salvado el escollo del franquismo, con políticas más o menos unitarias- en la transición. Pero es más, de ese debate han surgido también muchas de las ideas y propuestas de modernidad y democracia en España en el último siglo y medio. La España moderna y democrática no puede entenderse sin él.
Pero ocurre que ahora el debate del catalanismo ha mutado. O al menos, ésa es mi impresión. La mesocracia barcelonesa ha acabado, con la prosperidad económica, engullendo el catalanismo popular. No hablo de CiU o ERC –una mezcla extraña e interesada entre catalanismo mesocrático y rural-, hablo de las izquierdas. El PSUC y su discurso catalanista han desaparecido en la práctica. Una parte de ese discurso fue metabolizada por el PSC, pero ya se ha visto dónde ha acabado: en manos de la mesocracia barcelonesa. Prueba de lo que digo: la reforma del Estatut –con toda la carga y efectos que ello comportó en el resto de España- fue la prioridad de los gobiernos de Maragall… pero ¿era ésa la prioridad del primer gobierno de izquierdas en Cataluña tras la Segunda República? Ciertamente, no. Ésa era la prioridad de las clases mesocráticas catalanas, preocupadas por los tremendos efectos negativos que para la economía de aquí habían tenido las dos legislaturas centralizantes de Aznar. No en vano la reclamación de un nuevo marco autonómico tenía como adalides organizaciones patronales, círculos de economía y demás thing tanks económicos. La prioridad de las izquierdas debiera haber sido demostrar, en esos momentos, que era posible hacer una política alternativa, más sensible a la igualdad en aspectos como la educación, la sanidad o la cobertura de necesidades sociales, entre otros muchos aspectos. Nada de eso se hizo –ni se ha hecho luego con Montilla-: se continuó con el modelo convergente. Una prueba de ese “no-hacer-nada” la hallaremos en la reciente Ley de Educación o las políticas de dependencia. Y luego, claro está, ahí tenemos a Iniciativa, más preocupada por el verde que por el rojo, sin una deriva clara, riéndole en definitiva las gracias a la mesocracia barcelonesa (si la Ley de Educación, que rompe la columna vertebral del principio de igualdad no era para plantarse, no sé cuándo piensan hacerlo, claro que eso de hacer de palmeros del PSC llevan haciéndolo en la ciudad de Barcelona hace decenios)
La tragedia de mi país –de mi nación, si es que tengo una nación- es que el catalanismo mesocrático no tiene ya adversario. Los intereses de esa mesocracia se han acabado convirtiendo en los intereses de Cataluña. El debate entre catalanismo mesocrático y catalanismo popular –sobre el que se sustentó el hecho diferencial- se ha acabado dilapidando. Y ha acabado, a la postre, sustituido por un absurdo debate sobre la independencia y esos ridículos plebiscitos locales, exasperando el españolismo cañí y reaccionario, lo que retroalimenta a ambos adversarios nacionalistas (español y catalán) Esos jóvenes altermundistas que pueblan barrios y pueblos de Cataluña con pintadas sitúan el debate en el absurdo independentismo. Y, desde luego, difícilmente puede aspirarse a que las nuevas clases menesterosas –la povertà laboriosa- que hoy son los inmigrantes se erijan en defensores de ningún catalanismo, huérfanos de un discurso que aúne –como antaño- sus legítimas aspiraciones sociales con las del país en el que viven.
¿Se extraña alguien que ese imperio de la mesocracia reine la corrupción? Quién así lo haga en un ingenuo. Con todo, lo que me preocupa no esa corrupción –que también-, sino que mi país (o mi nación, si es que tengo nación) se ha acabado inmolando como tal. Que la izquierda catalana haya vendido por un plato de lentejas su alternatividad. Ése es el problema de Cataluña y no tanto la gestión, pongo por ejemplo, del aeropuerto del Prat. Y se me antoja que ése también es el problema de la España progresista.
Sole Barberà i Salvadors, letrada por parte de la acusación particular en el caso Jurel.
Radio Parapanda. Raimon Obiols en Un editorial de Nou Cicle: Contra la corrupció lliberticida