Miquel A. Falguera
i Baró. Magistrado de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
Pocas dudas quedan
ya --después del desconcierto inicial-- sobre los motivos últimos del R
Decreto-Ley 3/2012. Y, obviamente, no se trata del empleo: la ineficacia de esa
norma a dichos efectos la comprende hasta un impúber. La ocupación, en
realidad, se ha usado como la gran excusa para acabar de imponer un sistema de
relaciones laborales que desarbola -¿definitivamente?- el modelo surgido en la
configuración del Estado del Bienestar y consagrado en las Constituciones
europeas.
Se trata,
claramente, de favorecer en forma descarada la capacidad de decisión unilateral
del empresario en el contrato de trabajo, en detrimento de la negociación
colectiva y del poder del sindicato (disposición del contenido del convenio a
través de un arbitraje forzoso –de dudosa constitucionalidad-, nuevo régimen de
las modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo, menor capacidad de
los jueces de control de los despidos, desaparición de la autorización
administrativa en los ERES, etc.). Y, se trata, además, de proseguir en la
tendencia hacia la redistribución negativa de rentas (menores costes de
despido, desaparición de la ultractividad, posibilidad de convenios de empresa
no controlados por los ámbitos sectoriales, nueva regulación de los contratos
de aprendizaje, etc) En definitiva, lo que se pretende es disminuir
sensiblemente las exigencias constitucionales de igualdad sustantiva -–y de los
agentes sociales y los instrumentos jurídicos necesarios para ello--, que
aparecieron en las constituciones modernas por el temor al “peligro rojo” en la postguerra. Por
tanto, el fin último de la nueva norma es nítidamente ideológico –el neoliberalismo-
y nada tiene que ver con el empleo.
No deja de ser
significativo, en ese sentido, que cuando estalló la crisis –y va para cuatro
años- todo el mundo comprendió que su origen se hallaba, precisamente, en esas
políticas neoliberales de desigualdad. Se alzaron entonces algunas voces
reclamando la “refundación del capitalismo” y mayores regulaciones. ¡Qué poco
duraron esas reflexiones!. Los poderosos siguieron exigiendo más que nunca que
les devolvieran el trozo del pastel (junto con los intereses correspondientes)
que habían tenido que soltar en su día por el peligro revolucionario. “Cautivo
y desarmado el ejército rojo”, ningún sentido tenía ya para ellos seguir
pagando prestaciones sociales para los menos favorecidos y seguir manteniendo
el pacto welfariano de distribución de rentas, de poderes y de participación
casi codecisoria en la fijación de las condiciones de trabajo. La nueva
regulación laboral obedece nítidamente a esta tendencia.
Por eso he
calificado al RDL 3/2012 en otro artículo coetáneo a estas líneas como un
“golpe de estado constitucional”. Ya sé, como me indica José Luís López Bulla,
que eso suena como un oxímoron. Pero cabrá recordar que con esa expresión
política se intenta definir el punch legal de determinados sectores que muta
sensiblemente los valores y el ordenamiento social, sin cambiar aparentemente
el marco constitucional.
De esta forma,
tras la reforma laboral, el papel central de la negociación colectiva y su
eficacia vinculante decae (art. 37.1 CE). El juego de fuerzas en la empresa se
ve muy sensiblemente alterado a favor de los poderosos –lo que parece ir en
contra del mandato constitucional de avance hacia la igualdad efectiva del art.
9.2 CE-. Y, lo que es más significativo, el papel privilegiado del sindicato (artículo
7 CE) en la configuración del modelo social se atenúa, si no, desaparece. No ha
hecho falta modificar la
Carta Magna (al menos, de momento), pero es obvio que el
panorama que aparece ahora dista mucho del mapa en su día diseñado por aquélla
y votado por los ciudadanos y aplicado por jueces y tribunales hasta la fecha. Y, como dije en
una entrada anterior de este blog, EFECTIVAMENTE, UNA AGRESIÓN ESTA REFORMA
LABORAL, lo peor es que de aquí a poco tiempo querrán
más – ya están reclamando una Ley de Huelga, mientras día sí, día también se
desprestigia pública y alevemente al sindicato-. De nuevo se impondrá el
chantaje al ciudadano: “la reforma del 2012 no ha sido útil para crear empleo”,
nos dirán: “hay que seguir aún más por ese camino”. No será la última, ha dicho
el presidente de la CEOE.
En esa tesitura me
parece que un evidente efecto de la nueva regulación –junto con la tendencia de
recortes sociales, otra cara de la misma moneda- va a ser en plazo
relativamente breve un notorio impacto sobre la paz social. Cabrá recordar que,
a diferencia de las convulsas dos medias centurias de fines del siglo XIX y
principios del XX, el pacto social welfariano comportó una (relativa) “Pax augusta” en la exteriorización
del conflicto social, que, lógicamente, se basaba en una más justa
redistribución de rentas y de poderes. El retorno de propietarismo y la
implantación del neodarwinismo social neoliberales van a tener efectos aún más
devastadores en la igualdad y ello generará un obvio incremento del conflicto.
Y ése es un
escenario previsible tras el RDL 3/2012. Así, por ejemplo, se afirma sin recato
en su Exposición de Motivos (Exposición de Motivos que es el discurso
político neoliberal más obsceno jamás publicado en el BOE… algunos dicen
que porque esa es la parte que leerán los “mercados”) que se suprime la
autorización administrativa de los expedientes de regulación de empleo porque
por esa vía se conseguían por los trabajadores indemnizaciones “por encima de la legalmente prevista para
este despido“. A lo que cabe añadir que en una parte muy significativa las
amortizaciones por la actual crisis se han efectuado hasta ahora a través del
denominado “despido exprés”, es decir, sin salarios de tramitación pero con la
indemnización máxima, que ahora desaparece, mientras se suprimen salarios de
tramitación y se reduce significativamente la indemnización por despido.
Pues bien, me
parece razonable llegar a la conclusión que hasta ahora la relativa paz en la
tramitación de un expediente de regulación de empleo y en los procesos de
reestructuración de empresas en general se obtenía a cambio de mayores
indemnizaciones. La famosa frase: “vale, yo me voy pero con el máximo de
pasta”. Ahora eso no será así. Item más: desaparece la presión de la Administración a
fin de que la empresa opte por medidas no tan traumáticas como las extinciones
de contratos (reducciones de jornada, suspensiones contractuales,
modificaciones contractuales o traslados), lo que presumiblemente comportará
más despidos. El modelo “pasta por paz social” parece haber pasado a la
historia, si se tienen en cuenta tanto la referida desaparición de la
intervención administrativa, como el menor coste del despido y las amplias
competencias decisorias de los empleadores. Es, por tanto, altamente previsible
que los despidos colectivos vayan ahora acompañados de fuertes conflictos.
A conclusiones
similares cabrá llegar en relación a otros aspectos, como la capacidad del
empleador de descolgarse de prácticamente todas las condiciones contractuales
del convenio, la mayor facilidad para suscribir convenios de empresa, el
incremento de la posibilidad de modificar
condiciones establecidas en acuerdos y pactos de empresa, etc. La
indignación y el malestar de las personas asalariadas se va a incrementar.
Ese aumento de la
conflictividad va a significar un presumible colapso de la jurisdicción social,
con el agravante de que hace apenas unos meses el ámbito de competencias de la
misma se ha visto notablemente incrementado tras la nueva Ley Reguladora
de la Jurisdicción
Social, sin que en paralelo se haya incrementado el número de
magistrados de dicho orden jurisdiccional. Si hasta ahora –aún y con la crisis-
la rapidez solutoria de los conflictos sociales era realmente razonable en
España, parece lógico colegir que un futuro inmediato el número de asuntos se
va a incrementar exponencialmente, lo que causará inevitables demoras y
dilaciones –que no harán otra cosa que enturbiar más la situación conflictiva-.
Y, aunque ese escenario tiene obvias consecuencias económicas y de
productividad –amén de afectación al ejercicio del derecho a la tutela judicial
efectiva- ello no parece afectar en demasía a los teóricos economicistas
neoliberales, más preocupados, como siempre, en el coste de los salarios.
Sin embargo, lo
que realmente me azora en ese negro futuro no ése aspecto jurisdiccional,
aunque me afecte directamente. Lo que me preocupa es la posición del sindicato
en ese nuevo y previsible paradigma. En efecto, cabrá recordar que el sindicato
era, en el modelo welfariano, también un agente de paz social. El modelo del
sindicalismo-conflicto (por su alternatividad en el poder de la empresa) pasó
hace años a la historia, al ser sustituido por el sindicato como agente de
negociación y participación en la empresa y del sindicato como agente de
concertación frente al Gobierno. La cultura del sindicalismo en los últimos
sesenta años --un poco menos aquí, por la anomalía del franquismo-- ha sido la
de la intermediación entre los poderes públicos y empresariales y los
trabajadores. Ciertamente, representaba a éstos y se constituía en su voz,
pero, a la vez, el sindicato era también un dique ante el conflicto latente de
la situación de dependencia y un freno al movimientismo desestructurado. El
sindicato, por tanto, mediaba en el conflicto social, a fin de obtener
ganancias –-o soluciones menos malas, en función de doña Correlación de Fuerzas--
para sus representados. Por tanto, su fin último, su lógica, su cultura, era la
de la negociación, de tal forma que el conflicto no era más que un instrumento
para dichos fines. Una forma de presión para mantener el estatus quo de fuerzas
imperante.
Sin embargo, ese
elemento de contención del conflicto tenía una clara contrapartida: el
sindicato era un sujeto constitucional altamente legitimado, con una fuerza
significativa, con capacidades legales de canalización del conflicto. Así, en
la empresa, como en las mesas de negociación de convenios y de concertación con
los poderes públicos. Y sobre ese papel, sin duda relevante y eje central de
los modelos constitucionales post-Weimar, se ha construido buena parte de la
cultura del sindicato en los últimos decenios (es decir, su forma de pensar, su
estructura, sus valores y sus cuadros dirigentes)
Aunque yo era muy
joven aún recuerdo el cambio –y las divergencias- que supuso en su día el pase
del sindicato-conflicto forjado en las Comisiones Obreras del franquismo al
sindicato-negociación del modelo constitucional. Sin embargo, en esa tesitura
la novación cultural fue relativamente simple, por un obvio motivo: las
conquistas obtenidas por los trabajadores en general. Aunque existieran
sectores que quedaran fuera de esa tendencia positiva, resultó evidente que los
asalariados, como colectivo, fueron los grandes beneficiados del nuevo modelo
de fuerzas que el originario diseño constitucional comportó. Y aunque
ciertamente existieron movimientos al margen del sindicato, su importancia en
términos temporales- –más allá de alguna situación puntual o algún sector- ha
sido irrelevante. El interés colectivo prevaleció sobre el de las minorías. Y
era lógico que así fuese.
Sin embargo, esta
cultura compositiva se sustentaba, como he dicho, en el “quid pro quo” de las
competencias que el Estado reconocía al sindicato, especialmente a los llamados
“más representativos”. Pero es aquí donde incide el RDL 3/2012: en la medida en
que “degrada” el papel del sindicato en la empresa frente al empleador, le
encorseta su capacidad de control de las condiciones contractuales y de la
igualdad en el colectivo asalariado a través de la negociación colectiva y le
niega su capacidad de concertación frente al poder público (el propio RDL se
pasa por el forro el Acuerdo Interconfederal para la Negociación Colectiva
y el Empleo y es publicado en el BOE sin la más mínima consulta previa a los
agentes sociales, todo ello acompañado de una fuerte presión mediática de
deslegitimación de las organizaciones de trabajadores)
Por tanto, mucho
me temo que buena parte de la lógica cultural del sindicato-negociador se puede
ver gravemente alterada en forma inmediata. El descontento de muchos
asalariados por la pérdida de derechos y tutelas generará conflicto. Y su
organización, el sindicato, ya no tiene las capacidades legales y de
composición anteriores.
Haría bien el
sindicato en no olvidar que el conflicto es previo a la propia organización.
Así lo demuestra la
historia. El conflicto social –-la lucha de clases-- se
deriva de la situación de dependencia y de ajenidad en el trabajo de los
asalariados. Y el sindicato no es nada más que el instrumento de articulación
colectiva de los intereses de éstos en el conflicto. No es el protagonista
principal del conflicto, sino su mero gestor.
Cada vez hay más
luces rojas encendidas, que ponen en evidencia la aparición de agentes, aún
poco definidos, de canalización del malestar social ante el nuevo paradigma
neoliberal. Agentes que ven al sindicato como una pieza más del sistema. Y no
les falta razón: el sindicato era una pieza del sistema, porque en dicha
condición salían beneficiados los trabajadores. Pero lo era con su alteridad
propositiva, con sus valores propios y con unos objetivos específicos, como la
defensa de sus representados. No deja de ser sintomático que, ante ese fenómeno
emergente, el sindicato no ha respondido con comprensión, razonamiento y
diálogo, sino –aunque no siempre- con la cierta altivez, del que va sobrado.
En esa tesitura me
parece imprescindible y urgente el cambio de chip en el sindicato. No digo que
se tenga que volver a la lógica del sindicato-conflicto; sin embargo, habrá que
reconocer que la cultura hasta ahora imperante del sindicato-negociador se ha
visto fuertemente socavada. Que las reglas del juego han cambiado bruscamente y
que las armas de las que antes disponía el son ahora menos y menos eficientes.
Ello debe
comportar -–aunque me meta en camisa de once varas: acepto que es una
intromisión ilegítima por mi parte-- un profundo debate sobre cómo resituar la
cultura de la organización en la nueva situación, su estructura y sus
instrumentos de intervención en el conflicto. Y, especialmente, los mecanismos
de participación y de representación.
Y, por otra parte,
quizás ha llegado el momento de plantearse los ejes centrales de los valores
alternativos que el sindicato representa. Porque éste ya no puede seguir
invocando el principio “pacta punt servanda” respecto al acuerdo social
welfariano. Guste o no, ese pacto ya no está en vigor, porque su contraparte ya
no lo cumple. Y quizás sería bueno imitar a los neoliberales, es decir, volver a los orígenes. Empezar a revindicar los valores del trabajo frente al
propietarismo. Empezar a discutir el poder en la empresa más allá de simples
mecanismos de participación “light”, “responsabilidades sociales” y demás
zarandajas. Empezar a diseñar un nuevo modelo de articulación entre la empresa
–qué produce y cómo produce- y la sociedad y sus necesidades. Y empezar a
pensar en nuevas formas de internacionalismo moderno. Sí, las “plumas” que el
sindicalismo se dejó abandonadas en el pacto welfariano. Y dónde digo sindicato
puede leer ustedes, si gustan, también Izquierda.