El lema de este blog es: "Nada curo llorando y nada empeoraré si gozo de la alegría" (Arquíloco).
jueves, 28 de febrero de 2013
INSISTIENDO EN LA «REFUNDACIÓN DEL SINDICATO»
El otro día iniciamos el primer artículo de una
serie sobre lo que Ignacio Fernández Toxo denomina la «refundación
del sindicato». En un principio intentaré, incluso asumiendo el
riesgo de desorden expositivo, abordar los temas de manera fragmentaria con la
idea de que finalmente todo ello pueda converger en algo orgánico. Pero también hay en esta forma expositiva una cierta
picardía: recordar a los amigos, conocidos y saludados que la importante
propuesta del primer dirigente de Comisiones Obreras no es (sobre todo, no
puede ser) un concepto mediático desprovisto de chicha. En esta ocasión
abordaré la relación entre «refundación del sindicato» e «independencia
sindical».
Es un hecho que históricamente (en concreto en la mayor parte de la
biografía del sindicalismo) se ha dado una supeditación de éste con relación al
partido político, de ahí que la autonomía sindical estuviera reducida a unas
cuantas parcelas que, aunque importantes, no negaban la premisa mayor. Más
adelante (no es cuestión aquí de poner fechas) se fue abriendo el camino de la
búsqueda, siempre fatigosa, de la independencia. Los sindicalistas de mi generación
fuimos abriendo una brecha en ese sentido con un proyecto (incompleto) de
investigación de ruptura de amarras que comprendía incluso ciertas normas
estatutarias como, por ejemplo, la incompatibilidad de que recayeran en la
misma persona determinadas responsabilidades políticas, institucionales y
sindicales. Esta norma, que en un principio no fue muy popular y que fue
desigualmente seguida, está ya –según mis referencias-- plenamente asumida y aplicada. En todo caso,
la fase que vivimos los sindicalistas de mi quinta en lo que denominábamos la
relación entre «partido» y «sindicato» fue de tensión creativa y de
coexistencia o, en otros casos, de conllevancia entre prácticas independientes
o de supeditación a la vieja escuela. Sin embargo, la tendencia estaba marcada
en la práctica hasta llegar a la plena asunción de la independencia del sujeto
sindical. Más todavía, el sindicato fue asumiendo toda una serie de
intervenciones (con prácticas negociales propias) en materias anteriormente
reservadas en exclusiva a los partidos políticos, tales como una serie de
materias en el escenario del Estado de bienestar.
Ahora bien, como no hubo un momento concreto (un día D y una hora H) de
proclamación de la independencia del sindicato –cosa lógica, por otra parte—
aquello no concitó una reflexión. No se trataba, ciertamente, de un debate
metafísico, pero sí de algo de esta guisa: ya que esto (la independencia
sindical) es una parcial, aunque relevante, «refundación», ¿cómo actuar en este
nuevo eje de coordenadas? Para el sindicato, en la nueva situación, lo
importante no fue el verbo sino la práctica. Bien hecho, me digo.
Ahora, por otra parte, el desafío que ha lanzado Toxo es el momento de
recordar que la «refundación del sindicato» se plantea en el contexto de la
mayoría de edad del sujeto sindical: la criatura, aunque tarde, se ha
emancipado de la casa paterna (o materna).
Una emancipación que, además, debería propiciar una mayor acumulación de
prácticas participativas, un mayor carácter de sujeto extrovertido: una
democracia próxima. Con normas y reglas obligatorias y obligantes.
martes, 26 de febrero de 2013
LA «REFUNDACIÓN DEL SINDICATO»
Hace meses
que Fernández Toxo planteó la necesidad de «refundar el sindicato». Y
precisamente ayer publicábamos en este mismo blog un artículo del amigo
Riccardo Terzi, dirigente del Sindicato de Pensionistas de la CGIL , orientado en la misma
dirección: La representación
sindical como conflicto en el espacio democrático, donde nos hablaba
que este era un proyecto de Antonio Pizzinato durante su breve mandato como
secretario general de la confederación italiana. La necesidad de un proyecto
tan ambicioso se explicaría, a mi entender, por los siguientes motivos: 1) el
paradigma ha cambiado radicalmente desde mediados de los años ochenta del siglo
pasado donde el viejo fordismo ha ido derrumbándose; 2) la incesante
reestructuración-innovación de los aparatos productivos; 3) la acelerada
globalización… Todo ello ha generado una serie de novedades en el trabajo (o
más bien los trabajos), en la
condición asalariada y en las necesidades del conjunto asalariado. Más todavía,
los ataques sistemáticos contra el universo de los derechos sociales y la
ofensiva contra el Estado de bienestar exigen, además y sobre todo, la
«refundación del sindicato» que en su día reclamara Pizzinato y que, en estos
momentos, demandan Toxo y Terzi.
Al menos para nosotros, españoles, esa gran
operación nos coge en un momento adecuado: una envidiable unidad de acción
sindical, una considerable estabilidad en las estructuras sindicales y los
importantes procesos de movilización en curso. Es, pues, un momento oportuno
para empezar los pespuntes de ese proyecto. En lo atinente a CC.OO. la cosa
parece, también, de lo más oportuna: se trataría de ver qué indicios y apuntes
existen en lo aprobado en el reciente congreso para ir, gradualmente, refundando el sindicato.
En todo caso, y como golpes de brocha gorda,
me planteo los siguientes interrogantes.
n
¿Es posible un
proyecto de esta envergadura que no contemple, a su vez, la «refundación» de
las estructuras sindicales supranacionales?
n
¿La refundación
implica unas nuevas formas de representación dentro y fuera de los centros de
trabajo?
n
¿La refundación
exigiría un golpe de timón en los objetivos y características de la negociación
colectiva y las políticas de concertación?
n
¿Esta ambiciosa
operación debería reflexionar y proponer nuevas formas del ejercicio del
conflicto social, no alternativas a las tradicionales sino complementarias?
Y, por último, en estos golpes de brocha
gorda: ¿no sería de obligada referencia un debate a calzón quitado sobre las
características del dirigente sindical? Esto es, de qué manera accede a los
puestos de responsabilidad. Reconozco que este es un tema que no concita muchas
amistades, pero resulta que la propuesta es «refundar» el sindicato, y esto –parece
claro— son palabras mayores. Y palabras mayores son, de igual modo, que todas
las variables que compongan la función del refundar sean compatibles
entre sí. Porque, como alguien ha dicho, un proyecto no es un zurcido de
retales.
Doy por sentado que la refundación de la
ciudad confederal no es coser y cantar, ni tampoco se hace en un plis plas. Es
un proceso no lineal, con sus avances y tartamudeos, que siempre debería contar
con la correspondiente verificación en su itinerario, aplicando el viejo método
de acierto y (corrección del) error.
lunes, 25 de febrero de 2013
LA REPRESENTACIÓN SINDICAL COMO CONFLICTO EN EL ESPACIO DEMOCRÁTICO
Nota editorial. Hace días el
maestro Umberto Romagnoli nos hacía una serie de planteamientos en LA LEY SOBRE LAS DOS CIUDADANÍAS. UN
TEXTO DE UMBERTO ROMAGNOLI....
Riccardo Terzi, a su vez, dice la suya.
Riccardo Terzi
Uno de los
efectos más inquietantes del gran transtorno político de este cruce de siglos
está en que todo nuestro vocabulario está subvertido y que cada palabra debe
ser redefinida, reconquistada, restituida a su significado. Incluso las
palabras más simples, en apariencia más obvias, se han convertido en un campo
de batalla y se arriesgan a deslizarse hacia la retórica o a la irrelevancia.
El esquema
clásico que ve contrapuestos los dos campos de los progresistas y los
conservadores no tiene ya utilidad alguna, ya sea porque la derecha actual no
es tradicionalista sino que se propone como fuerza motriz de la innovación, ya
sea porque no está claro que puede significar la palabra «progreso» al haberse
desvanecido la ilusión de un camino ascendente y progresivo de la historia. Lo
que parece evidente es sólo la fuerza de la técnica, su incremento como
potencia que se mantiene totalmente opaco e indiferente a cualquier objetivo
político.
En esta
confusión general de la lengua se abre camino la maniobra más agresiva. Con
ella se quiere ajustar definitivamente
las cuentas con el pasado, a saber, que la misma distinción entre derecha e
izquierda ha perdido todo su significado y están fuera de la realidad todas las
representaciones ideológicas en las que se basaba aquella diferencia. La
verdadera derercha de hoy es ésta: la del pensamiento que niega las
diferencias, la que todo lo aplasta sin mantener abierta una brecha entre lo real
y lo posible. Es la ideología más extrema y absoluta porque dice ser la
realidad, es la rendición del pensamiento a la desnuda materialidad de los
datos. Toda la complejidad de lo real
acaba siendo reducida y lo que se mantiene en pie sólamente es la
gobernabilidad del sistema, su eficiencia. No hay problemas a resolver, sino
técnicas que adoptar. Es la llegada del hombre unidimensional, como había
intuido Marcuse. Quien dice «ni derecha, ni izquierda» es la encarnación de
esta lógica, de esta metafísica de la resignación y la adaptación. Con ella se
quiere quitar incluso el derecho de existir a la izquierda.
Para
soportar este impacto, que se despliega con la violencia terrorífica del
sentido común, debemos reinventar nuestro lenguaje y, así, hacer nuevamente
visibles los rechaces, las diferencias, las alternativas, los conflictos. De
hecho, la palabra tiene sentido sólo si su afirmación es también, al mismo
tiempo, una negación; si ella señala un límite, una discriminación, una
oposición.
¿Por qué he
situado esta premisa? Se me ha pedido
que hable de la representación, pero no es posible hacerlo si la palabra misma
no es investigada a fondo en su significado; si no viene liberada de todo la
trama de las distorsiones y de las banalidades del discurso
político-periodístico al uso. La
representación tiene sentido en su relación con otros dos conceptos
fundamentales: el conflicto y la democracia. Siempre es una buena regla la
búsqueda de las aproximaciones, de los nexos que ligan uno y otro concepto. Por
ello, se puede decir que la representación es la práctica del conflicto en el
interior de un espacio democrático organizado. Y ella puede existir sólo si
está dentro de esas coordenadas, sólamente en el cuadro de una sociedad
pluralista que reconoce las diferencias y las deja actuar líbremente en su
recíproco movimiento y en su conflicto. Está ahí, en esa visión abierta y
dinámica de la sociedad, el gran alcance histórico de la modernidad que liquida
el antiguo ordenamiento jerárquico y autoritario, entendiendo el orden como el
resultado de la libre relación de las fuerzas en campo, como un punto de
equilibrio que siempre es móvil y abierto a diversas combinaciones. Ahora bien, este marco teórico y conceptual es
el que hoy está en discusión, porque al pluralismo de las ideas y de los
intereses se le sustituye por la univocidad y la presunta objetividad del
paradigma económico dominante que no
admite alternativas, por lo que la democracia misma queda confinada en el
interior de un perímetro rígidamente trazado, más allá del cual solo hay
espejismos o, peor aun, subversión. Así, la democracia está puesta bajo
vigilancia y una nueva casta de custodios de la ortodoxia tiene la obligación
de garantizar la capacidad y coherencia del sistema. Hemos sido aplastados a
este cepo, político e ideológico del poder, no sólo por la virulancia del
ataque sino también porque muchos, demasiados, en la izquierda han tenido la
ilusión de poder cabalgar por la senda de la modernización, de guiarla y
plegarla a sus propios fines. Si no nos decidimos a hablar también de nuestras
responsabiliades, todo el discurso queda incompleto y privado de toda eficacia.
Ahora bien,
en este universo cerrado y compacto que no deja espacio para ninguna
alternativa, no hay nada que representar. Sólo puede haber una lógica de tipo
corporativo y poder cultuvar algún resquicio de poder. Decisionismo político,
de un lado, y corporativización del cuerpo social, por otro lado, es la salida
lógica de todos los procesos políticos e ideológicos en curso. La agenda
política es una, una sola, y ella está referida sólo a los instrumentos de
manutención del sistma, se refiere sólo a los medios, estando excluído todo
discurso sobre los fines. Todos los cuerpos sociales, en este contexto, son
sólamente segmentos parciales, y su espacio posible no es el del proyecto sino
la enmienda; su vocación no puede ser el conflicto sino la participación pasiva
en un juego que otros han decidido.
La negación
del conflicto, puesto abiertamente a la luz, no es otro que el de la esencia
misma del pensamiento autoritario tal como nos enseña toda nuestra historia
pasada, donde siempre el poder despótico se rige bajo los valores de la
jerarquía, el orden, unidad nacional, contra las turbulencias y las
incertidumbres de la democracia, contra su relativismo, contra toda forma de
pluralismo organizado. Es ahí donde el tema de la representación aparece en
toda su pregnancia, no como un detalle marginal sino como una posible fuerza de
choque que pone en entredicho el sistema de poder.
Pero, ¿cuál
puede ser el espacio, el horizonte para un sujeto social que no se resigne a la
lógica de la enmienda corporativa? Todas las palabras de nuestra tradición se
han cubierto de polvo y suenan a falso, a retórica, a nostalgia. ¿Cómo podemos
llamar a lo que somos, a lo que queremos ser?
Tal vez sea necesario hacer hablar no a las palabras sino a los hechos,
y las palabras vendrán de por sí, como la forma donde está un nuevo contenido.
Ante todo, hablo ahora del sindicato, pero se trata de un discurso que tiene
una validez más general porque la sociedad tiene una necesidad de
representación. Una sociedad sin
representación, sin sujetos colectivos organizados se convierte en el terreno
de conquista para toda clase de aventureros y demoagogos.
El sindicato
Para el sindicato el punto esencial
es si consigue plenamente dar forma a la autonoma subjetividad del mundo del
trabajo. Lo que quiere decir representar una alteridad, un elemento de tensión,
no en nombre de una ideología alternativa sino con una relación inmediata y
viva con las demandas, individuales y colectivas, de la experencia de vida
concreta de las personas. No se trata de organizar la «izquierda» sindical», de
forzar en sentido político el campo de acción del sindicato sino, ante todo, de
hacer emerger la fuerza de su autonomía, de su naturaleza de sujeto social que
tiene una lógica diversa con respecto a la política.
Lo que hoy aparece es una situación
de incertidubmre y ambigüidad con un sindicato dividido y oscilante, y estas
mismas divisiones parecen estar producidas por el juego de las diferentes
pertenencias políticas, con una caída general del nivel de autonomía. Es también un efecto de la forzada
«bipolarización» de todo el sistema político, por lo que toda la complejidad
social aparece simplificada y encuadrada en el mecanismo de la competición
bipolar; y todos los espacios son ocupados, colonizados, drenando cualquier
forma de autonomía. Es una trampa de la que debe salir rápidamente el sindicato
con el objetivo de hacer visible su autónoma función social. Y la autonomía
tiene en sí, necesariamente, el momento del conflicto porque aquella expresa un
punto de vista que es, sin embargo, «otro» con respecto a los equilibrios
político-institucionales.
¿De qué conflicto hablamos? No se
trata, en absoluto, de imaginar el acontecimiento mítico de una revuelta
general contra el sistema. Más bien, en la espera siempre frustada de ese
acontecimiento, acabamos por ser paralizados e impotentes. El conflicto es aprehendido no sobre el
terreno de una filosofía de la historia sino en los infinitos pliegues de la
vida cotidiana, como un dato de la realidad, como una tensión permanente que
está en la naturaleza de las cosas, como un fermento sobre el que hay que
construir, sucesivamente, nuevos niveles de consciencia y organización. A pesar
de toda la violenta ofensiva ideológica desplegada, la realidad social no está,
en absoluto, pacificada, normalizada sino que es un campo de inestabilidad e inquietud
atravesado por las más variadas contradicciones. En la sociedad se encuentra el
impulso hacia un nuevo orden, la exigencia de una estructura, de una forma
solidaria, contra los efectos desagregadores del mercado libre.
Se trata, pues, de meterle mano a
un trabajo no excepcional sino cotidiano, en el interior de las cosas, en medio
de las contradicciones reales, con una obra paciente de organización y
selecciones de los objetivos posibles. Podríamos hablar de práctica reformista,
si esta palabra no estuviese tan vergonzosamente lisiada. Sobre estas premisas
se puede dibujar, me parece, una línea de gran ductilidad y libertad sindical,
combinando e integrando entre ellas los dos momentos del conflicto y la
mediación con la capacidad de decir, de vez en cuando, nuestro sí o nuestro no,
fuera de las lógicas de la política y de sus chantajes sin que el sí o el no se
conviertan en un banderín ideológico.
Sobre el sindicato ha caído una
violenta ofensiva meditática, expresando
en substancia, que la prueba de su responsabilidad nacional consiste en una
declaración de dejación en nombre de los intereses superiores de la nación. Si
el sindicato resiste –si dice no--
entonces eso es la señal de que está preso de las viejas ideologías, o
sea, es conservador, corporativo, irresponsable. Es particularmente la CGIL , y todavía más la FIOM , el objeto privilegiado
de esta campaña antisindical. Es del todo evidente que hemos de mandar al
diablo toda esta congregación de comentaristas alquilados. Pero, una vez completada
esta sana operación de exorcismo espiritual, quedan los problemas y la urgencia
de un profundo repensamiento crítico de la situación sindical.
Si hacemos una valoración de largo
recorrido, a partir de los años ochenta, son evidentes los atrasos, los
fracasos, y entonces no salen las cuentas. No podemos interpretar todo este
proceso como si se tratase de una conjura de la historia, ni podemos limitarnos
a exhibir el trofeso de nuestras gloriosas batallas. Lo que cuenta al final es
el resultado del todo el proceso histórico; y este resultado nos habla de una
derrota. Pero una derrota no puede remontarse si se evita el tema de la
responsabilidad, de los errores, si no nos decidimos a ejercer el espíritu
crítico con toda su necesaria dureza hacia nosotros mismos.
Situar la derrota, investigarla,
interpretarla en todos sus pasajes sería ya un paso extraordinario adelante.
Pero esta operación de verdad será posible sólo si se crean las condiciones de
una discusión libre, abierta, desprejuiciada; si representa un salto
cualitativo en la vida democrática de la organización. Ya he subrayado el nexo
inseparable entre representación y democracia, y eso vale tanto en relación a
la estructura política e institucional como a la relación entre representantes
y representados, que siempre debe ser abierta, de manera fluida, en las dos
direcciones de arriba hacia abajo. Hay democracia allí donde existe
circularidad del proceso sin impedimentos, sin barreras democráticas. Bajo este
perfil, en la historia de toda gran organización de masas, se alternan los
momentos ascendentes, creativos donde toma cuerpo el empuje participaptivo y
los momentos de estabilización, donde el orden burocrático frena el barlovento.
Siempre es un equilibrio inestable y toda esta dialéctica hay que verla con
realismo en sus diversas etapas, en su relación con las diversas situaciones
históricas.
Lo que intento decir es que, en las
condiciones actuales, donde se necesitaría el máximo de esfuerzo creativo para
salir de la crisis, la burocratización de la estructura es un mecanismo de
freno que impide todo tipo de desarrollo. El espíritu conservador tiene su
justificación cuando se trata de garantizar lo que funciona en un sistema, pero
es totalmente contraproducente en los momentos de crisis en los que se
precisa innovación, renovación,
esperimentación de nuevas formas. En estos momentos, no hay nada más imprudente
que la prudencia.
Por estas razones me parece de una gran madurez la exigencia de un
repensamiento profundo del modo de ser del sindicato y del funcionamiento de
sus estructuras organizativas. Es muy actual el lema de la «refundación» del
sindicato, que planteó Antonio Pizzinato en su breve experiencia de Secretario
general de la CGIL. Por
ello, no hay dudas de que debemos liberar, hoy, fuerzas, energías y espíritu
crítico. No tengo soluciones preciesas que proponer, pero advierto que, cada
vez más, del fuerte malestar por un sistema que premia la fidelidad y no la
autonomía, la observancia de las reglas y no la creatividad, la estabilidad de
la organización y no su renovación.
Para un sindicato que ponga en el
centro su autonomía y su enraizamiento social, es necesario promovier una nueva
figura de sindicalista que esté totalmente proyectada en la materialidad de las
condiciones sociales, en el análisis de los procesos y en la gestión de los
conflictos, sin estar esperando el primer tran político que pase Es la pirámide
jerárquica lo que está oxidado: hay que
valorizar quien está en primera línea, en contacto directo con la realidad y es
necesario redimensionar todas las superestructuras burocráticas que componen
una máquina demasiado peada, centralizada e a menudo ineficiente.
Con este mismo criterio hay
que repensar los procedimientos de
composición y selección de los grupos dirigentes en sus diversos niveles. Si
los partidos han inventado las primarias y esta innovación ha introducido un
poco de vitalidad en una estructura atrofiada, también las organizaciones
sindicales necesitan inventar formas de su propia democratización interna.
Enfin, frente a la presión para
enclaustrar el sindicato en un angosto espacio corporativo hay que responder
con un esfuerzo por ampliar el terreno de juego, ocupando nuevos espacios para
aprehender en toda su complejidad las demandas sociales, no sólo en el trabajo
sino en la vida civil y en el conjunto de las relaciones sociales. Cuando se habla de la «centralidad
estratégica del territorio», creo que se quiere decir un cambio hacia una
visión más amplia y sistémica de las necesidades sociales que intentamos
representar. Pero, hasta ahora, todo
ello se encuentra en un estado embrionario, con algunas genéricas afirmaciones
de principio y con experiencias concretas todavía demasiado fragmentarias y,
quizás, discutibles. El territorio no es la clausura localista, no es
fragmentación de los derechos de ciudadanía sino el campo en el que todos
nuestros objetivos (trabajo, welfare, calidad de vida) toman cuerpo y se abren
a posibles experimentos. El sindicato es, por su naturaleza, un sujeto de la
subsidiaridad en cuanto que –partiendo
de su parcialidad-- persigue objetivos
de interés general. En esta perspectiva se pueden explorar nuevos campos de
iniciativa sin el temor de aventurarse a nuevos territorios y sin quedar
bloqueados por un límite fijado demasiado rígidamente entre negociación y
gestión. Si el objetivo es la democratización del sistema, en todos los
sectores, sometiendo desde abajo el control de todas las estructuras de poder,
entonces debemos tomar muy en serio nuestra función e intervenir a cambo
abierto en la vida civil y económica del país.
[Traducido por José Luis López
Bulla. Este artículo saldrá publicado a finales de mes en la revista
Alternative per il socialismo]
domingo, 10 de febrero de 2013
LA DEMONIZACIÓN DE LA CLASE OBRERA
Owen Jones, "Chavs: La demonización de la clase
obrera", (Madrid, Capitán Swing, 2012)
Javier Tébar Hurtado. Historiador.
El joven periodista británico Owen Jones
publicó el año 2011 un documentado estudio sobre el estereotipo social
construido en torno a una supuesta “raza” de clase trabajadora blanca
británica, los denominados “Chavs”. Un hombre “animalizado”, como de manera muy
acertada muestra el diseño de la cubierta de libro. De hecho, mirándola uno
puede pensar si el adolescente fotografiado es un ser humano o un vampiro,
imagen tan de moda hoy, por otro lado.
“Chavs” es un término que podría traducirse al español como
“Chonis”, “Chandaleros” o “Quillos”. Es decir, jóvenes trabajadores sin oficio
ni beneficio, en paro, violentos, consumistas, que tratan con las drogas, sin
futuro, en la frontera de la marginalidad. Cabe preguntarse si una gran parte
de estos “Chonis” nutren las cifras de ese 55% de paro juvenil español. Esa
cifra ha provocado recientemente entre algunos representantes de la burocracia
europea declaraciones que sólo pueden considerarse propias del cinismo o bien
de la estupidez humana. Y las dos alternativas son igual de desalentadoras…
Algo que no evita el sonrojo, por decirlo con un eufemismo, que deberían
mostrar las autoridades españolas ante esta situación que apunta más allá de un
fenómeno coyuntural.
El libro de Jones constituyó un fenómeno editorial y tuvo un
importante impacto público, que coincidió con los episodios de violencia que se
produjeron especialmente en Inglaterra durante el verano de aquel mismo año. El
pasado 2012, la editorial madrileña “Capitán Swing” apostó por su traducción y
lo ha publicado en su colección “Entrelíneas”. Añadió el epílogo a la segunda
edición inglesa, en la que precisamente se examinan el trasfondo de aquellos
estallidos de violencia protagonizados por los jóvenes en diferentes ciudades
del otro lado del Canal de la
Mancha , cuando todos los analistas solían identificarlos como
propios de los disturbios en las banlieus de las ciudades francesas. Entonces
hacía poco más de un año que el bisoño David Cameron había sido nombrado primer
ministro tory gracias al apoyo crucial
del Partido Liberal de Nick Clegg. Formando esa extraña pareja, presentada en
un primer momento como una especie de remedo british
style de los hermanos Kennedy,
jóvenes e inteligentes, ambiciosos.
En Chavs se examina el proceso por el cual la
clase trabajadora, considerada hasta los años setenta poco menos que «la sal de
la tierra», ha pasado a ser retratada por la mayor parte de los medios de
comunicación y por los dirigentes de la clase política británicos como la
«escoria de la tierra». El itinerario de sus análisis recorre los últimos
treinta años de la historia británica. Arranca con la los prolegómenos de la
“revolución thatcheriana” (1979) y llega hasta nuestros días, pasando por el
extinto “Nuevo Laborismo” de los noventa y la nueva vuelta al poder de los toriescon su victoria electoral
en mayo de 2010.
A partir de la
“revolución neoconservadora” iniciada a finales de los años setenta, la
destrucción del tejido industrial por la que apostó Margaret Thatcher (durante
mucho tiempo presentada como la “hija de un tendero”, pero, en realidad,
producto de clase conservadora británica y estrechamente relacionada con su
élite también a través de su marido, un ejecutivo de empresas petroleras),
favoreció a la City
londinense. La opción llevaba implícita la desarticulación de las comunidades
de la clase trabajadora en las ciudades industriales. Asimismo, causó un
destrozo irreparable en las instituciones, de larga tradición, de la clase
trabajadora. Entre ellas, en los sindicatos, contra lo que se desató una
campaña feroz y descarnada, con el objetivo de aniquilarlos. Pero también de
sus condiciones materiales, formas de vida y de trabajo, y de su sociabilidad. Maggie Thatcher planteó desde el principio de
su gobierno desterrar el término “clase” –“la clase es un concepto comunista”,
dijo en algún momento en 1979. Se perseguía el objetivo de evitar que se
pensara en términos de “clase”.
Las razones y los momentos en los que se decidió llevar a cabo
la denominada “política de reformas” a partir de entonces son documentados y
diseccionados con claridad por Jones, así como las continuidades que tuvo a
partir de 1997, con el laborista
Tony Blair como primer ministro. Blair es una figura política que, por el
carácter zigzagueante de su trayectoria pública, también merece un comentario:
nada más terminar la carrera de derecho en Oxford, se afilió en 1975 al Partido
Laborista, convirtiéndose un año más tarde en abogado especializado en derecho
sindical y a partir de 1983 formó parte del radical "Sindicato del
Obrero" en Edimburgo, por supuesto, antes de descubrir la “Tercera Vía”.
La ensoñación blairiana de hacer copia del original del
“neoliberalismo” tuvo sus consecuencias no sólo sobre el final del “nuevo
laborismo” en un episodio de derribo, sino también sobre la sociedad británica.
La colusión de la
élite política y de la prensa afín estuvo servida durante estas tres décadas.
La desigualdad impulsada por el thatcherismo continuó ensanchándose a partir de
1997. La clase dirigente, con el apoyo de gran parte de los medios de
comunicación, legitimaron esta política. Se decretó, por tierra, mar y aire,
que todo el mundo era de “clase media”. En realidad, durante treinta años las
variaciones sobre los mismos temas fue predominante en el debate político
público: las madres solteras, “irresponsables y vagas”, fueron públicamente dilapidadas por losmass media; los
jóvenes trabajadores de los barrios obreros fueron demonizados, presentándolos
como “Chavs”, como “escoria”, sin trabajo, violentos; los alquileres sociales
fueron el blanco del ataque de políticos y periodistas, como espacios habitados
por estas figuras sociales; las prestaciones sociales fueron el blanco de la
crítica y derrumbe del sistema de protección social y el Welfare State; los trabajadores
de la Administración
pública fueron anatemizados como un gasto superfluo o un lujo asiático. El
xenófobo Partido Nacional Británico, encontró un filón electoral en la
oposición a la inmigración. No sé si la música, pero toda esta letra nos suena
mucho y es muy cercana...
En definitiva, el libro de Owen Jones ofrece serios argumentos
sobre la forma en las que la clase dirigente y los mass media en Gran Bretaña han legitimado a lo
largo de los años una política de clase, utilizando la manida falacia de
presentar la “parte” como el “todo”, demonizando a la clase trabajadora a
partir de la construcción de un estereotipo denominado “Chav”. Desde 1979 en la
política británica han proliferado aquellos que han negado permanentemente la
existencia de la “clase” como elemento fundamental de las fracturas sociales,
y, sin paradoja aparente, se han constituido al mismo tiempo en los principales
“luchadores de clase”, de la suya, por supuesto. De manera que, como sostiene
Jones, “la demonización de la clase trabajadora es el conquistador que se
burla del conquistado”. Ante ello, el autor plantea como necesaria la
alternativa de una nueva “política de clase” desde la izquierda social y
política británicas.
En las turbulentas y encenagadas aguas del Reino de España
también es fácil encontrar ecos de aquellos pasos dados en Gran Bretaña durante
las últimas décadas. Cuando Joan Rosell, presidente hoy de la CEOE , declaraba públicamente
hace dos días que a los funcionarios se les envíe a casa para no gastar papel y
teléfono, no hace más que repetir lo que un provinciano ha oído en alguna
reunión en el extranjero, tal vez haya leído alguna de las declaraciones de
conservadores como Norman Tebbit, Geoffrey Howe,… Cuando Soraya Sáenz de
Santamaría, hace tan solo unas semanas aparece en los medios, haciendo
pucheros, y ofrece la solemne y huera declaración según la cual las personas
“tienen derecho a fracasar”, al referirse a los miles de ciudadanos desahuciados
en nuestro país, lo que hace es repetir como un loro bien adiestrado algo que
en 1985 ya formuló el original de esta versión de “revolución
neo-conservadora”, cuando Thatcher hizo la cínica y fatídica declaración según
la cual: “No existe una cosa llamada sociedad. Hay hombres y mujeres
individuales, y hay familias”. Los males propios los provocan los
individuos, así mismos y a la sociedad. La sociedad, concebida como estanca y
jerarquizada, en el imaginario de la confortable “clase media”, recibe los
embates de unos miles de inútiles y, aunque sea contradictorio, astutos
gorrones que no saben ni quieren triunfar porque no aceptan vivir en y bajo el
capitalismo. La política consiste en defenderse de ellos.
Todo parece indicar que en nuestro país no sólo hay crisis
económica y financiera, social e institucional, si no que existe una evidente y
larga tradición de ausencia de ideólogos originales. Sigamos, pues, con las
copias, mejorar el desastre producido en otros lares no será difícil, se nos da
bien y entre algunos incluso despierta vocaciones ocultas…
* * *
La editorial Capitán
Swing merece un comentario aparte. Es meritoria la iniciativa que está llevando
a cabo y da muestras de un gran olfato editorial pensando en un público
determinado de lectores. Una virtud escasa entre las editoriales de gran
prestigio del país, convertidas en aquello que Julio Camba llamaba “mataderos
de Chicago” para referirse a la vida como fordismo en los EE.UU. de los años veinte y
treinta.
En 2013 ha
aparecido en la misma editorial Abraham Lincoln & Karl Marx, Guerra y emancipación (17 €), una recopilación de necesaria,
cuando no de imprescindible lectura para poner ojo avizor en otros debates
actuales, cuya presentación va a cargo de Andrés de Francisco con una introducción
de Robin Blackburn, y de la que Antonio Lastra, Javier Alcoriza y el mismo
Andrés de Francisco han hecho su traducción del original. Capitán Swing además
de “Entrelíneas”, ha abierto otras colecciones, como “Historia Profana”,
dedicada a obras clásicas de la historia (Maquiavelo a Engels, pasando por
Henri Pirenne), y a literatura y ensayo como las colecciones “Polifonías” e
“Inclasificables” (vale mucho la pena echarle una ojeada: http://www.capitanswinglibros.com/portada.php)
jueves, 7 de febrero de 2013
LA FASCINACIÓN DEL SINDICALISMO
Quim González ha escrito en El oficio de sindicalista una de las cosas más bellas sobre tan noble actividad. Y, a tenor de las lecturas en este mismo blog, de los comentarios en diversos medios (facebook y twitter) se percibe el grado de emoción que ha despertado. Más o menos el mismo que pudimos sentir en el acto del Círculo de Bellas Artes (Madrid) cuando Quim pronunció su discurso.
Ahora bien, el oficio de sindicalista [oficio
proviene del latín opificium, derivada de opificis ‘artesano’,
que se formó, a su vez, mediante la yuxtaposición de opus ‘obra’ y facere
‘hacer’] nos remite necesariamente a la obra, esto es, al sindicato. De donde
la relación entre el elogio al sindicalista es de cajón que se engarza con el hacer del sindicato. Quim González, así
pues, está hablando en su discurso de lo que podríamos llamar la fascinación
del sindicalismo.
¿Qué es la fascinación
del sindicalismo? Aproximadamente esto: una actividad cotidiana que no admite
espera; que te empuja a un ajetreo constante; que impulsa a que centenares de
miles de personas sean de otra pasta.
Solidarios y organizadores de la solidaridad: éste es el ethos de esas gentes que quieren transformar el trabajo asalariado
en una actividad cotidiana, que no admite espera ni dilación. Esta es una seña de identidad que la
distingue desde sus orígenes hace ya más de doscientos años.
Casi nada: más doscientos años. Han aparecido y
desaparecido formaciones políticas y determinados movimientos sociales, pero
ahí está –ahí está viendo pasar el tiempo como la calle de Alcalá— el
sindicalismo. Para entendernos: desde Beethoven a nuestros días pasando por
Thomas Mann y Einstein. Hasta donde mi
conocimiento me alcanza, poco se ha estudiado la razón de esta perdurabilidad
en el tiempo. De ahí que yo apunte a lo que denomino la fascinación del sindicalismo que contagia a las personas que
ejercen esa actividad, ese «oficio» al que se refiere Quim González.
Una entrega colectiva de millones de personas de todo el mundo, de la que es un pálido reflejo los 200 años de compromiso del sindicalismo europeo. Y, por supuesto, no olviden que la palabra sindicalismo viene del griego Συνδηκου, síndico: el término que empleaban los griegos para denominar al que defiende a alguien en un juicio, el que protege. Genio y figura.
Radio Parapanda. EL SINDICALISMO ESPAÑOL, HOY
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