Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado del
Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
1. El denominado “factor de sostenibilidad”
de la Seguridad
Social hace tiempo que campa por sus fueros. Como siempre en
los últimos tiempos, la palabreja nos viene de Europa. Entre otros países
septentrionales, apareció primero en Alemania
–cómo no-, aquella especie de harakiri al que en el 2004 se sometió el SPD (siempre
culpamos a la Merkel
de nuestras desgracias, pero a menudo se olvida que el ideólogo de las
políticas de austeridad fue Schroeder: ahora, que vienen elecciones, aquélla se
ha comprometido a subir las pensiones y las retribuciones de los empleados
públicos y la socialdemocracia no levanta cabeza) El ya tradicional mimetismo
de lo teutón –quien paga, manda- comportó que la eurocracia aprobara en fecha
reciente el denominado Libro Blanco “Agenda
para unas pensiones adecuadas, seguras y sostenibles”, con el
precedente del Libro Verde “En
pos de unos sistemas de pensiones europeos adecuados, sostenibles y seguros”.
De esta manera, la exigencia de sostenibilidad del sistema de Seguridad Social
se ha convertido en otro mantra reiterado para la salida de la crisis. No en vano, los
famosos mercados (siempre tan asépticos y exentos de ideología, preocupados
sólo de la ley de la oferta y la demanda, como es público y notorio) exigen la
hoguera pública, previo empalamiento, del Estado del Bienestar. Y así, el
factor de sostenibilidad se ha acabado imponiendo. Ocurrió claramente en
Portugal, pero es ésa una tendencia más o menos expresa en muchos de los países
de la Unión.
También, en España. Ya el Informe
de Evaluación del Pacto de Toledo de principios del 2011 se refería en
forma reiterada a la sostenibilidad del sistema. Como también lo hizo el Acuerdo Social y
Económico para el crecimiento, el empleo y la garantía de las pensiones, de
2 de febrero de 2011, que recogía ya en forma expresa el dichoso “factor de sostenibilidad” en los
siguientes términos: “Con el objetivo de
mantener la proporcionalidad entre las contribuciones al sistema y las
prestaciones esperadas del mismo y garantizar su sostenibilidad, a partir de
2027 los parámetros fundamentales del sistema se revisarán por las diferencias
entre la evolución de la esperanza de vida a los 67 años de la población en el
año en que se efectúe la revisión y la esperanza de vida a los 67 años en 2027.
Dichas revisiones se efectuarán cada cinco años utilizando a este fin las
previsiones realizadas por los organismos oficiales”. Y, posteriormente, la Ley 27/2011,
de 1 de agosto, sobre actualización, adecuación y modernización del sistema de
Seguridad Social introducía en su artículo 8 una nueva Disposición adicional
quincuagésima novena en la
Ley General de la Seguridad que, bajo el epígrafe “Factor de sostenibilidad del sistema de la Seguridad Social”,
que venía regular un redactado prácticamente idéntico al de aquel Acuerdo
tripartito, en los términos transcritos.
Asimismo, el artículo 18.3 de la Ley
Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y
Sostenibilidad Financiera contempla en forma expresa que “El Gobierno, en caso de proyectar un déficit en el largo plazo del
sistema de pensiones, revisará el sistema aplicando de forma automática el
factor de sostenibilidad en los términos y condiciones previstos en la Ley 27/2011, de 1 de agosto, sobre
actualización, adecuación y modernización del sistema de Seguridad Social”.
2. Por su parte, el reciente R Decreto
Ley 5/2013, de 15 de marzo, de medidas para favorecer la continuidad de la
vida laboral de los trabajadores de mayor edad y promover el envejecimiento
activo (BOE de 16 de marzo) contiene una Disposición Adicional Novena, conforme
a la cual “El Gobierno, en el plazo de un
mes desde la entrada en vigor de este real decreto-ley, creará un comité de
expertos independientes a fin de que elabore un informe sobre el factor de
sostenibilidad del sistema de Seguridad Social, para su remisión a la Comisión del Pacto de
Toledo, en línea con lo previsto en la disposición adicional quincuagésima
novena del texto refundido de la
Ley General de la Seguridad Social, introducido por la Ley 27/2011, de 1 de agosto, sobre actualización,
adecuación y modernización del sistema de la Seguridad Social”.
Aunque en la técnica legislativa española es
muy frecuente esto de crear comisiones, realizar encargos al Gobierno, abrir
procesos de concertación con los agentes sociales, etc. el hecho cierto es que
la inmensa mayoría de ocasiones esas delegaciones quedan en nada. De esta
manera, aunque el legislador es consciente que hay un problema que la Ley no aborda, delega su solución de futuro… a un
futuro que prácticamente nunca llega (o lo hace muchos años más tarde). Que
nadie se escandalice ni empiece a tirar piedras: también es ésa una inercia muy
frecuente en nuestra negociación colectiva.
Sin embargo, en este caso el Gobierno ha
cumplido los deberes impuestos. Y la pasada semana constituyó el legalmente
reclamado Comité
de Expertos. Eso sí, con una composición que mi amigo Joan
Coscubiela acaba de criticar en términos muy duros, al considerar que está
fuertemente mediatizada por la presencia de representantes de empresas
bancarias y aseguradoras, afirmando, incluso: “La ministra ha encargado a los expertos de la Pepsi que le planteen la
reconversión de la Coca-Cola”.
3. Pero, ¿qué diablos es eso del “factor de sostenibilidad”? Si uno lee la Disposición adicional
quincuagésima novena de la LGSS
se sume en un mar de dudas: parece, esencialmente, que se trate de analizar la
edad de jubilación, en función de la evolución de la esperanza de vida de la
población española. Y ante ello cabría preguntarse si para ese fin hace falta
constituir una comisión de expertos.
Permítanme recordar que los famosos sesenta y
cinco años tradicionales se fijaron hace casi cien años, en unos momentos en
los que a esa edad el asalariado que llegaba estaba “hecho polvo”. Y no debe
olvidarse que el retiro no es por definición más que una invalidez presunta: es
decir, una hipótesis legal de que a partir de determinadas edades, por la
evolución cronofisiológica de las personas, ya no se puede trabajar más. Sin
duda que la evolución de la población, de las condiciones de trabajo y de vida
y la salud de los ciudadanos han evolucionado mucho desde entonces, con grandes
cambios a mejor. Ahora bien, les he de confesar que nunca he acabado de
entender ese argumento actuarial de la evolución de la esperanza de vida y su
impacto en el sistema de Seguridad Social: es obvio que un empleado de banca
puede en muchas ocasiones trabajar hasta los setenta o más años (de hecho, la
edad de jubilación de los jueces
es ésa… aunque ya prevén ampliarla hasta los sesenta y tres);
sin embargo, difícilmente un oficial de la construcción o un transportista
puede seguir trabajando a los sesenta y cinco.
Paradójicamente el empleado de banca se prejubila (o mejor dicho, lo
hacía hasta fecha reciente) poco después de los cincuenta, mientras que el
currante de la construcción ha de esperar a tener la edad legal… Pero eso no
parece que sean datos macroeconómicos valorables por los economistas.
Sin embargo, como sabe todo el mundo, detrás del
“factor de sostenibilidad” hay más
cosas. No se trata sólo de un progresivo retraso de la edad de jubilación, sino
de una auténtica readecuación del modelo. Los economistas neoliberales, como
los auténticos trileros que son, utilizan así en su jerga conceptos poco
comprensibles para los ciudadanos de a pié: reformas no paramétricas, cuentas
nocionales (han leído bien, no nacionales), etc. Lo que, si no me equivoco se
pretende (en virtud de la experiencia
europea comparada), es el establecimiento de mecanismos automáticos de
adaptación de las pensiones en función de la evolución de la esperanza de vida,
la situación económica y otros aspectos. Mecanismos automáticos que no requieran
de cambios legales, con su correspondiente tramitación parlamentaria, sino
únicamente de disposición gubernativa.
Una adaptación automática que afecte a dos
vertientes. Por un lado, a las expectativas futuras de los trabajadores activos
(esto es, la disponibilidad permanente de rango presumiblemente reglamentario de
la edad mínima, de los criterios de fijación de la base reguladora, de los años
requeridos para el acceso o del cómputo del período de cotización); por otro, un
cambio tan o más significativo, afectante a lo que podríamos calificar como el
“contrato de jubilación”, es decir, la certeza del beneficiario ya jubilado o
incapacitado que la pensión inicialmente fijada por el Estado deviene inmutable
y con unas concretas previsiones de incremento. Por tanto, una continua
mutación del sistema de pensiones en función de parámetros económicos o
actuariales que afecte tanto a las personas activas como a las beneficiarias de
las pensiones.
En definitiva que en función de datos que se pretenden
objetivos –tendencia poblacional, pirámide de población, situación económica, número
de cotizantes, etc- la ley reguladora prevea ya mecanismos de ajustes
automáticos de la futura pensión –edad mínima de retiro, período de carencia,
porcentaje final, etc-, así como la ruptura del antes denominado “contrato de
jubilación”: es decir, que el beneficiario conoce su pensión inicial, pero no
puede saber su evolución respecto a incrementos futuros, al determinarse estos
por elementos externos (no ya, el incremento del coste de la vida como ha sido
práctica habitual en España, sino por el aumento medio de salarios, elementos
actuariales de la población, evolución del PIB o de la productividad, etc) En
otras palabras: un endurecimiento de las condiciones futuras de acceso a las
prestaciones y de su cuantía y la posible afectación negativa sobre las que
actualmente perciben ya los pensionistas. En definitiva, el pase de un modelo
de Seguridad Social estático a otro en continuo cambio, en función de las
circunstancias sociales y económicas concurrentes.
4. ¿Es mala la propuesta así planteada? Como
sé que la primera conclusión que voy a exponer (y en relación a la hipótesis
“en blanco” que hoy consta en la Ley) no va a gustar a muchos lectores me van a
permitir que antes formule algunas reflexiones.
La Seguridad Social (así como el resto
de mecanismos que conforman el Estado del Bienestar) no es otra cosa que la
plasmación de la olvidada pata republicana de la “fraternidad”, que contra lo
que se suele pensar no es equiparable a la solidaridad, sino el reconocimiento del
derecho de cualquier ciudadano desde el momento del nacimiento a desarrollar
todas sus potencialidades humanas a través de la garantía de unos mínimos
vitales de dignidad aportados por la sociedad. Se trata del denominado “derecho a la
felicidad” de una parte significativa de las Constituciones americanas –y
también, de la
Constitución de Cádiz-. Un concepto político, la fraternidad,
claramente vinculado con el mito milenarista de la sociedad comunista del buen salvaje. Imagínense
ustedes qué debían pensar los europeos colonialistas, recién salidos del
feudalismo, cuándo descubren sociedades recolectoras primitivas en las que la
propiedad es común y los ingresos se distribuyen en tres tercios (uno, para los
gastos de la comunidad, otro para las personas productivas y otro, para las
personas improductivas) De ese choque de civilizaciones surge el mito y de él,
la fraternidad: es decir, el anhelo de readecuar las sociedades modernas a un
modelo más comunitario como elemento central de civilidad. El retorno a una
sociedad más justa, en la que las personas activas aportan parte de sus
ingresos al mantenimiento de quienes por edad o enfermedad no pueden serlo.
Los sistemas de previsión social son
patrimonio de la
izquierda. Gremios a parte, cabrá recordar que en sus
orígenes el sindicalismo no se diferencia de las sociedades de ayuda mutua, de
tal modo que los afiliados aportan una cuota que garantiza unos ingresos en el
caso de invalidez o de desempleo. Bismark recoge la idea y la dota de carácter
público y garantía estatal, con la previsión de contribuciones de los
empresarios a los fondos. Pero esos modelos no distan mucho de un contrato
mercantil de seguro, aunque de carácter público. Por tanto, si uno ha cumplido
con las condiciones fijadas en la póliza percibe la cantidad o pensión
correspondiente si se actualiza el riesgo.
La Seguridad Social –la hija más bienamada
del pacto welfariano- es otra cosa. El gran cambio que significa es que, sobre
el papel, se moderniza el modelo de los tres tercios de las sociedades
recolectoras primitivas. Es decir, que las personas económicamente activas
aportan una parte muy significativa de sus ingresos (en el caso de los trabajadores
–los autónomos son, en general, otra cosa-, más de un tercio de su salario
íntegro, incluyendo las cotizaciones empresariales) al mantenimiento de los
ciudadanos que no pueden trabajar por causas ajenas a su voluntad. Y todo ello
comporta que, muy aproximadamente, un quince por ciento del PIB anual del
Estado español se dedique a la Seguridad Social.
La Seguridad Social, por tanto, no es
un contrato de seguro, en el que (sin el mutuo acuerdo de las partes) una vez
suscrito no se pueden cambiar las condiciones o, una vez acaecido el riesgo
pactado, no se
pueda modificar la prestación
correspondiente. Por el contrario: la Seguridad Social
es un modelo en el que, como se ha dicho, las personas activas aportan un
tercio de sus teóricos ingresos al sostenimiento de las que no pueden serlo.
5. De esta forma el modelo estático vigente
comporta, al menos en momentos de crisis como los actuales, evidentes
distorsiones. En tanto que las personas activas son menos y aportan menos, hay
menos a repartir. A lo que cabe sumar que eso de la inversión de la pirámide de
población y su posible evolución no es una conjetura (aún no siendo un problema
actual).
Sin embargo, hasta la fecha esos escenarios
negativos han sido generalmente abordados por el legislador con medidas
restrictivas de futuro. Es decir, haciendo más complejo el acceso a las
prestaciones ex post y estableciendo
regulaciones legales que predeterminan unas menores prestaciones también en el
futuro. Por el contrario, los actuales pensionistas apenas han sufrido ninguna
afectación negativa (al margen de la conocida tendencia a la disminución de
ingresos por la evolución temporal)
Es cierto que llevan cuatro años con incrementos anuales por
debajo del IPC (con aumentos “0”
un año y del 1 por ciento en el resto), así como sin actualización posterior en
el presente año. Ahora bien, me permitirán una reflexión: un empleado público
que gane 1000 euros mensuales –una buena parte de los mismos- percibe hoy casi
una quinta parte menos que hace cuatro años, no ha tenido ningún incremento –al
contrario- en todo ese período y no ha percibido la última paga. Ahora comparen
esa situación con la de un jubilado con una pensión de 2000 euros mensuales
(cuya pensión no se ha reducido, ha tenido incrementos mínimos, inferiores al
aumento del IPC pero con actualizaciones salvo el año actual y percibiendo las
pagas íntegras) ¿Alguien me puede dar una explicación lógica para que aquél
empleado público –o el de una empresa privada en crisis- tenga que padecer esos
recortes, mientras que las personas que perciben pensiones que aquél paga no
los experimenten?
Por supuesto, no estoy diciendo que las
pensiones bajas tengan que ser más bajas. Pero me parece lógico que las
pensiones altas deberían tener una proporción adecuada con las reducciones de
ingresos que experimentan los cotizantes. Y ya sé que con esta afirmación me
caen cogotazos (y me someto al riesgo de censura del editor del blog, que, como
es notorio, es pensionista).
La lógica actual, en definitiva, está
comportando una muy evidente ruptura de la solidaridad intergeneracional.
Muchos jóvenes ven el actual modelo de reparto como injusto: ellos siguen
aportando una tercera parte de sus menguantes ingresos para las personas
actualmente inactivas, mientras que sus futuras pensiones van a ser mucho
menores y más duras que las actuales, con el agravio comparativo de que el hijo
cobra menos que hace unos años, lo que no le ocurre al padre pensionista.
6. En ese caldo de cultivo gana terreno la demagogia. La gana,
en primer lugar, en el terreno de la política. Todos los denominados profesionales de
la política son los más firmes defensores de la Seguridad Social
sobre el papel. Siempre están con eso de “las pensiones, ni tocarlas”, pero no
ofrecen reflexiones de modelo. Y me van a permitir aquí una afirmación cabreada:
a lo que aspiran –y no me refiero obviamente a los pocos políticos que sinceramente
defienden los intereses populares- es a gestionar en forma directa un quince
por ciento del PBI y a controlar los ingresos de una tercera parte de la población. En
definitiva, a tener la llave de la caja de las aportaciones económicas de las
personas activas.
¿Exagero? Permítanme una reflexión: conforme
al artículo 149.1,17 de la
Constitución, el Estado tiene la competencia exclusiva en
materia de “Legislación Básica y régimen
económico de la
Seguridad Social, sin perjuicio de la ejecución de sus
servicios por las Comunidades Autónomas”. De su redactado se difiere que la
gestión en la materia podría ser traspasada a éstas (en plata: INSS
autonómicos) Sin embargo –y salvo algunos redactados históricos puntuales, sin
concreción práctica- el Estado central jamás ha aceptado dicho traspaso, con la
excepción de las prestaciones residuales de tipo asistencial. Les recuerdo el
ruido –y los virulentos artículos publicados- en relación al Estatuto de
Autonomía de Cataluña y el texto aprobado por el Parlament… ¡se rompía la
unidad de caja! (como si el reconocimiento de una gestión descentralizada
afectara para algo a la unidad de caja) En definitiva, las renuencias en la
materia venían de otra causa: del temor del poder central a perder el Poder (ya
sé que está escrito con mayúscula) que significa el control de la Seguridad Social.
En esa tesitura, ¿a alguien le extraña que el trato
diferenciado entre el empleado público mileurista y el pensionista
bimileurista?
Hablar en serio de pensiones parece ser algo
imposible con nuestros políticos una vez están en el poder o esperan estarlo.
7. La falta de la didáctica de la política
comporta que también los ciudadanos tengan una percepción equivocada de qué es la Seguridad Social.
Hace unos meses, en una de las escasas ocasiones en las qué
veo la televisión –si no recuerdo mal, estaba griposo- hacía zapping. Y en esas
pillé un debate sobre solidaridad intergeneracional. En él una señora ya
jubilada con bastante repercusión mediática, con quién en su día compartí
militancia política, mantenía un acalorado debate con un jovenzuelo. Éste le
espetó que él le pagaba la
pensión. Y la susodicha afirmó algo así como que la pensión
se la había pagado ella cotizando toda su vida laboral. Y debo decir que la
referida señora había sido catedrática de Economía.
El error conceptual de la jubilada era
evidente. Ella no se había pagado la pensión –lo que si ocurriría en un sistema
de seguro privado-: lo que había hecho a lo largo de su vida laboral era
aportar una parte de sus ingresos para pagar la pensión de los ciudadanos no
activos; de la misma forma que ahora el jovenzuelo lo estaba haciendo con ella.
¿Cómo resituar el debate sobre la solidaridad
intergeneracional en un marco en que la didáctica de la política ha
desaparecido y nadie explica a los ciudadanos que la Seguridad Social
no es un seguro, sino una muestra de la fraternidad como valor democrático?
8. Mas tengo para mí que esa demagogia
política y mediática esconde algo más. Quién sale beneficiado en ese terreno
son los interesados en desmontar el modelo solidario de Seguridad Social y
privatizarlo. Es decir, las entidades financieras que pretenden gestionar ese quince
por ciento del PIB. Ya les va bien que nadie plantee una reflexión de fondo
sobre el modelo de Seguridad Social, la demagogia de los políticos y,
especialmente, la ruptura de la solidaridad intergeneracional (por tanto, que
los jóvenes vean sus cotizaciones como dinero perdido).
Plantear un debate serio, riguroso sobre la Seguridad Social
no les interesa, porque a lo que aspiran es a que su futuro pase por sus arcas.
Hace ya muchos, muchos años, que cada pocos
meses surgen análisis (generalmente, pagados por entidades financieras) de
especialistas económicos poniendo en evidencia que el modelo de Seguridad
Social no tiene futuro. Pongamos algún ejemplo: Hace casi 18 años en La Vanguardia del día 7 de
octubre de 1995 se publicaba un artículo (en dos páginas: http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1995/10/07/pagina-4/33811742/pdf.html
y http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1995/10/07/pagina-5/33811743/pdf.html)
que constataba cómo una serie de estudios “científicos” ponían en evidencia que
el modelo de Seguridad Social español no soportaría el cambio de siglo: es
decir, que hace más de un decenio que el sistema debería haber quebrado. Uno de
dichos estudios había sido elaborado por el señor José
Manuel González-Paramo. Dicha persona ha sido, amén de catedrático de
economía, el último español que fue consejero del Banco Central Europeo y, en
su momento, sonó como Ministro de Economía del actual Gobierno y como sustituto
de MAFO en el Banco de España. Entre sus predicciones científicas más recientes
cabrá reseñar que en noviembre de 2011 afirmaba sin ambages que “parte
del sistema financiero español sigue en la 'Champions”, o que “ninguna
entidad española necesita aumentar adicionalmente su capital cuando se toman en
cuenta elementos para la absorción de pérdidas como las provisiones genéricas o
los bonos obligatoriamente convertibles”. Y, por supuesto, hallarán en la Red una multitud de artículos
de dicho cátedro clamando contra las rigideces
del mercado laboral español.
Una buena prueba del porqué de lo que está
pasando.
Pues bien, no sé si es una sensación mía,
pero últimamente estos sesudos estudios sobre el fin inevitable del modelo de
Seguridad Social no aparecen con tanta frecuencia como antes. No creo que se
deba a la constatación de que el modelo alternativo privatizado, el de fondos y
planes y pensiones, ha aguantado mucho peor que el público la crisis (y si no,
que se lo pregunten a los argentinos y chilenos o a los miles y miles de
pensionistas de otros países sumidos en la miseria por la bancarrota de esos
fondos… aunque es ésa una realidad que, insólitamente, no aparece con
frecuencia en los medios de comunicación) Probablemente, la razón de esa
ausencia de aportaciones científicas obedezca a otra cosa: al hecho que, esta
vez sí, el modelo de Seguridad Social está en crisis.
Pero no lo está tanto por la inversión de la
pirámide de población u otros datos actuariales. Lo está porque la economía
está en crisis, porque uno de cada cuatro ciudadanos activos no tiene empleo,
porque las empresas no pueden acceder a crédito debido al estado de nuestro
sistema financiero (lo que resulta un tanto sorprendente, si se tiene en cuenta
que apenas hace un año y medio una parte del mismo jugaba la Champions) Porque, en
definitiva, hay hoy muchas menos personas activas y, las que lo están, tienen
menores ingresos para aportar a la caja común de las pensiones, mientras que se
incrementa el gasto.
9. En ese marco me van a permitir –no me
tiren piedras- que afirme que hablar en serio de un factor de sostenibilidad
que no cargue la situación y los efectos futuros de la Seguridad Social
únicamente sobre los trabajadores activos no parece una solución descabellada.
Otra cosa, muy diferente, es que aprovechando lo del Pisuerga y vista la
composición de la comisión de expertos las posibles soluciones que salgan de la
misma no sean otra cosa que una apuesta más o menos larvada por el
desmantelamiento de la
Seguridad Social pública. Es más, no deja de ser
paradigmático –en relación a la demagogia política sobre las pensiones que
antes denunciaba- que un aspecto tan crucial como éste se sustraiga del debate
ciudadano y social y se encomiende, de entrada, la función a una comisión de
expertos.
Pero en todo caso, no parece descabellado
pedir esfuerzos a los pensionistas con rentas altas, de la misma forma que los
están sufriendo los trabajadores activos. Porque en los antiguos clanes que vivían
de la agricultura cuando había una larga etapa de sequía, los tres tercios se
reducían en proporción y no sólo se daban menos alimentos a los miembros que
trabajaban los campos.
10. Dicho lo cual –y dolorido aún por la
lapidación de la que estoy siendo objeto- creo que no basta con hablar de
factores de sostenibilidad, al menos, desde la izquierda. Hace
falta algo más, empezar a hablar en serio y en forma reflexiva sobre el modelo
de Estado del Bienestar y de Seguridad Social que, desde la fraternidad
republicana, se plantea a los ciudadanos. Porque lo que ya no vale es ir
poniendo remiendos y parches, sin alternativa plausible… porque esos remiendos
y parches no hacen otra cosa que cargar de argumentos a los promotores de la
privatización y porque afectan a la solidaridad intergeneracional.
Y permítanme algunas consideraciones al
respecto.
En primer lugar, creo que no sería
descabellado proponer elevar a rango constitucional un porcentaje mínimo de
gasto social en materia de prestaciones, que no pudiera ser rebasado a menos
por el Gobierno de turno. ¿No se hizo acaso lo contrario en materia de déficit
de las Administraciones públicas en la modificación del artículo 135 CE en
aquel oprobioso agosto de 2011? Pues bien, si el cacique del clan no puede endeudarse
para pagar los gastos comunitarios parecería lógico que también se le exigiera
que siguiera manteniendo el tercio dedicado al mantenimiento de los miembros no
activos del clan. Es decir, que la Constitución garantizara que, aunque las
cosas vayan mal, hay un porcentaje del PIB que no puede rebajarse a la baja. Si alguien hace una
propuesta de Iniciativa Legislativa Popular, prometo firmarla (aunque visto el resultado
final de dicho mecanismo mejor no perder el tiempo en ello)
Porque el dichoso factor de corrección no
sólo debe operar para quitar ingresos, sino también para asegurarlos. Por
tanto, poner en evidencia que aunque ahora que las cosas van mal se recortan
ingresos de pensionistas actuales y futuros, cuando vayan bien –si van algún
día- se ampliarán. Porque, en
definitiva, a los ciudadanos y ciudadanas se les están pidiendo esfuerzos sin
contrapartidas futuras. Es más: se diseña un futuro en el que habrá más
desigualdad. Y es obvio que nadie se esfuerza si es a cambio de nada. Así
resulta imposible salir de una crisis.
En segundo lugar, quizás no estaría de más
repensar los mecanismos de financiación de la Seguridad Social.
Porque resulta que un trabajador o un autónomo con pocos
ingresos aporta proporcionalmente mucho más que otro con grandes ingresos.
Replantear los límites de cotización máxima, los porcentajes aplicables a la
base de cotización en función de los ingresos y readecuar, en base a los
beneficios obtenidos las aportaciones de los autónomos, podría significar la
aportación de mayores ingresos a las depauperadas arcas de nuestra Seguridad
Social. Y ello por no hablar de una reforma del sistema fiscal… el gran tabú de
nuestra sociedad: ¿o es que las rentas del capital son por definición ajenas a
lo que se debe aportar para el sustento del tercio de sociedad improductivo?
(si así consta en algún mantra neoliberal pido mis más sentidas excusas).
Y tercero, ¿porqué no empezar a plantearnos
superar el actual modelo de Seguridad Social y de previsión accesoria? (dejando
aparte la sanidad, que come aparte)
Repasemos el actual paradigma.
Así, existe una gran parte de los elementos
de previsión social vinculados con el Estado del Bienestar de nivel
contributivo, la
Seguridad Social no asistencial, directamente relacionada con
las aportaciones de los ciudadanos productivos para aquellos otros que también
lo han sido. Nivel en el que no se exige ningún estado de necesidad –basta con
haber aportado- pero con situaciones aberrantes en determinadas prestaciones
(así, en caso de matrimonio cualquier cónyuge supérstite tiene derecho a la
pensión de viudedad, aunque sea millonario, mientras que a las parejas de hecho
se les exige que el miembro sobreviviente dependiera económico del fallecido).
Junto a ello existe un mínimo e irrisorio
nivel de Seguridad Social no contributivo que debería salir de las aportaciones
fiscales, pero que en parte sigue siendo sufragado aún hoy vía cotizaciones A lo que cabe añadir muchas otras prestaciones
desperdigadas: Renta activa de inserción –a cargo del gobierno central-, rentas
mínimas en múltiples Comunidades Autónomas, prestaciones inconexas y sin
coherencia interna para personas discapacitadas, toda la –menguante- cobertura
de las situaciones de dependencia (en competencias repartidas entre el Estado
central y las Comunidades Autónomas), los precarios sistemas de asistencia
social –en manos de las Comunidades Autónomas-, dispersas y menguantes ayudas
familiares, etc . Y añadan a ello la existencia de una variedad de prestaciones
diversas en alguna Comunidad Autónoma, como aportaciones complementarias para
determinadas prestaciones de la Seguridad Social, ayudas a específicos colectivos,
etc. (y no puedo dejar de señalar que, paradójicamente estas ayudas económicas
son mayores en las denominadas Comunidades Autónomas “pobres” que en las
“ricas”… esto es: los ciudadanos de menores ingresos en aquéllas tienen mayores
ayudas que los de éstas…) Y seguro que me dejo otras coberturas públicas.
¿Por qué no sistematizar todas estas
prestaciones deshilvanadas, sin articulación interna y, a veces,
contradictoria? Se trataría, en definitiva, de establecer claramente que en
cualquier estado de necesidad real existen unos ingresos mínimos, vinculados en
armónicamente, de tal manera que nadie quedara sin esas rentas de subsistencia,
junto, por supuesto, con una mayor nivel de cobertura para las personas que han
sido económicamente activas –que han aportado a la caja- a lo largo de su vida
laboral, sea ésta más o menos extensa.
Y no estoy abrogando –en el discurso en boga
en algunos sectores, no sólo conservadores- por la recentralización de esta
materia. Por el contrario, no existiría ningún impedimento para que ese
tratamiento unitario de todas las prestaciones articuladas se descentralizara
siempre y cuando existiera una normativa común.
Con ello todos los ciudadanos sabrían que,
fuera lo que fuera lo que les deparara la vida, tendrían una mínima cobertura
del resto de la
sociedad. Algo similar, pero no idéntico, a la propuesta de
renta ciudadanía (al menos, en los términos que se propone por el sector más
radical).
11. Por tanto, cabrá adecuar el sistema de
Seguridad Social a la situación de crisis, y no sólo traspasar las
consecuencias de ésta a las personas activas. Ahora bien, también habrá que
garantizar el mantenimiento del modelo, asegurando una aportación social digna
a los ciudadanos en relación a la situación económica. Habrá, por tanto, que
replantear la fraternidad como valor societario.
Y ello comporta, desde mi punto de vista, un
debate sosegado entre las fuerzas políticas y sociales democráticas (es decir,
aquéllas que no creen sólo en la libertad, sino también en la igualdad y la
fraternidad) y entre la
ciudadanía. Sin miedos y sin apriorismos.
Esa es, desde mi punto de vista, una
necesidad urgente si no queremos romper la ya frágil solidaridad
intergeneracional y a efectos de resituar la solidaridad social en el centro
del imaginario colectivo, huyendo del individualismo y del sálvese quién pueda
(y cómo pueda). Porque lo otro, la demagogia en el discurso
de la politiquería, eso de “hay que recortar, pero lo mío que no me lo toque”,
los corporativismos, nos llevan a un callejón sin salida, al fondo del cual nos
están esperando unos que sueñan con un mundo de tiburones, no de seres humanos
fraternales.