Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado de lo Social
del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
“La reforma laboral será muy agresiva”, dijo
en un foro internacional un ministro español. La verdad es que el uso de esta
última palabra me sorprendió cuando la oí. Según el DRAE, en castellano el
término tiene varias acepciones, a saber: “Dicho de una persona o de un
animal: Que tiende a la violencia”, o “Propenso a faltar al respeto, a
ofender o a provocar a los demás” o “Que implica provocación o ataque”.
Ya sé que en inglés –idioma en el que hablaba nuestro preboste- “agressive”
se puede entender también en el lenguaje de los negocios como “enérgico”
o “intenso”. Pero visto lo publicado en el BOE del sábado 11 de febrero
creo que nuestro alto funcionario estaba hablando en español cañí: cualquiera
de de las acepciones expuestas por el DRAE es aplicable al R Decreto-Ley
3/2012, de 2 de febrero.
Nos hallamos, en efecto, ante la reforma más
profunda de nuestro modelo de relaciones laborales desde hace casi veinte años
–en concreto, desde la llamada reforma laboral de 1994-. Y, precisamente por la
trascendencia de los cambios, llama mucho la atención que en este caso se haya
roto una de las reglas no escritas del pacto welfariano: que las modificaciones
de modelo se discuten previamente, antes de elevarse a rango de Ley entre los
agentes sociales y el Ejecutivo. Es cierto que el actual gobierno había urgido
a patronal y sindicatos desde antes de su toma de posesión para que
consensuaran cambios normativos. Pero quiero llamar la atención sobre el
carácter estrictamente bilateral de esos contactos: el Ejecutivo –y ésa es la
diferencia- nunca se mojó en el tema.
Y no es ésa una cuestión baladí: no es lo mismo que un gobierno diga a los
empresarios y los sindicatos: “quiero cambiar el mercado de trabajo en este
sentido, negociémoslo entre todos”; o que diga: “pacten ustedes lo que quieran,
si no llegan a un pacto –o, incluso, aunque lo hagan como ha sido el caso, al
menos en ámbitos de negociación colectiva- yo impondré mi modelo a través del
rodillo de mi mayoría absoluta”. Esto último no es negociar en forma
tripartita: es un simple Diktat que convierte a los agentes sociales en simples
amanuenses. Una práctica autoritaria, alejada de nuestro modelo constitucional.
Desde ese punto de vista, el hecho de publicar en
el BOE un sábado una reforma de este calado y recibir a los agentes sociales el
lunes siguiente para ver qué piensan me parece –al margen de los contenidos del
R Decreto-Ley- lo más escandaloso de este proceso. Se trata de una ruptura en
toda regla, de las reglas del juego de poderes que conforman el modelo de
Estado Social y Democrático de Derecho. Y es una práctica que llama
poderosamente la atención si se tiene en cuenta que una semana antes se había
publicado el R Decreto-Ley 2/2012, sobre el saneamiento del sector financiero;
norma ésta que –como se desprende varias informaciones de prensa- sí había sido
más o menos hablada y consensuada con los principales Bancos y Cajas de Ahorro
–sobre todo, con una de estas últimas, según las malas lenguas-. ¿Por qué se
consensúan con las entidades financieras las normas que les afectan y no se
hace mismo con patronal y sindicatos? Que yo sepa, las primeras no están contempladas
en el Título Preliminar de nuestra Constitución, a diferencia de los agentes
sociales.
Y no me valen las famosas excusas de urgencia por
la delicada situación económica de este país. Primero, porque la técnica
legislativa del R Decreto-Ley 3/2012 es bastante buena, pese a la complejidad
de la modificación –es decir, no se improvisó: hace tiempo que estaba
redactado-. Y, segundo, porque de las crisis no se sale sólo con cambios
normativos, sino especialmente con consensos: o todos los ciudadanos ven claro
un horizonte de mejora, o difícilmente se les puede pedir que se esfuercen y
hagan renuncias de derechos. Si el futuro que se diseña es peor que el
anterior, ¿para qué se esforzar los trabajadores en alcanzarlo? Pues bien, la
marginación de los sindicatos en la conformación del nuevo marco normativo
determina, a la postre, la de los asalariados. Su alejamiento y ajenidad del
marco regulador de las relaciones laborales.
Ciertamente las empresas son los principales
instrumentos de generación de riqueza real en nuestra sociedad –aunque es ésa
una obviedad que debería haberse recordado en plena orgía especulativa hace
unos años- Pero las empresas no son nada sin sus trabajadores. La riqueza de
verdad –no la derivada de la usura y la codicia- se crea sobre el trabajo, como
la experiencia humana pone de manifiesto en todas sus etapas históricas y modos
de producción.
Por tanto, regular el mercado de trabajo a favor de
los empresarios dejando la salida de la crisis únicamente al “espíritu
emprendedor” es un error de calado. Se puede tener muchos ciudadanos con dicho
espíritu, pero sin el esfuerzo de los trabajadores no se saldrá de la crisis.
De ahí que, más que nunca, cualquier cambio en las relaciones laborales ha de
ser compensado. Porque en ese ámbito rige el principio de suma cero: lo que en
un cambio normativo pierden unos, lo ganan otros. Y eso es precisamente lo que se deriva del R
Decreto-Ley 3/2012. Se trata, ni más ni menos, que de plasmar en el BOE las
reivindicaciones históricas de la patronal. Sin prácticamente contrapartidas
para los trabajadores. Y la justificación de ello es la necesidad de crear
empleo.
Quizás sea porque me estoy haciendo mayor. Pero
tengo en demasiadas ocasiones la impresión de que el discurso dominante en la
política –en diestra y, ¡ay!, una parte significativa de la siniestra-, los
media y una buena porción de la ciudadanía se asemeja al de un sectario que
obtenga fondos haciendo de trilero en las Ramblas barcelonesas.
Lo de “sectario” viene por la imposibilidad material
de discutir los mantras sagrados que devienen verdades absolutas por su
reiteración expositiva (“lo privado funciona mejor”, “bajar impuesto
es bueno para la economía”, “menos Estado y menos regulación, etc.)
Y la asimilación a la figura del trilero porque todos sabemos que el juego está
trucado: lo que se dice no es, en realidad, lo que se pretende. La última
“ratio” de las políticas económicas y sociales actuales (la reversión de rentas
en relación al modelo welfariano, favoreciendo a las clases opulentas, como
afirmaba el maestro Josep Fontana en sus reflexiones “Más allá de la crisis”
publicadas en este blog hace unos días) se oculta formalmente, aunque todo el
mundo sabe cuál es su objeto (1). La aplicación de los dogmas ha llevado a una
evidente realidad: el incremento de la desigualdad en la distribución de rentas
entre los ciudadanos, no sólo en los países “ricos”, también a escala
planetaria (el famoso uno por ciento, que se ha enriquecido con el
neoliberalismo) Es decir la corrupción de la noción de democracia integral –por
la limitación del concepto únicamente a su vertiente libertaria- que surge de
Platón y Aristóteles y conforma las Constituciones modernas. La causa última de
la actual crisis –más allá de las diversas manifestaciones en los distintos
países- reside en esas políticas de desigualdad. Sin embargo, se sigue
profundizando impúdicamente en ellas, cómo si a un enfermo de cáncer de pulmón
se le recomendara continuar fumando.
Pero es que, además, la experiencia de casi treinta
años de reformas laborales pone en evidencia lo evidente: las leyes no crean
empleo. En este período de tiempo hemos asistido a experimentos legislativos
variados –fomento de la contratación temporal, fomento de la contratación a
tiempo parcial, contratos de fomento de la contratación indefinida, etc- Y
ninguno de esos cambios ha sido útil para crear empleo.
En la
Exposición de Motivos del R Decreto-Ley 13/2012 se afirma,
con claridad que en España se “ha destruido más empleo, y más rápidamente, que
las principales economías europeas” –lo que es indudablemente cierto- para
señalar, a continuación, la causa: “La crisis económica ha puesto en evidencia
la insostenibilidad del modelo laboral español. Los problemas del mercado de
trabajo lejos de ser coyunturales son estructurales, afectan a los fundamentos
mismos de nuestro modelo sociolaboral y requieren una reforma de envergadura”.
Es decir, los trileros sectarios establecen el diagnóstico que el paro
desmesurado que por aquí campa es causa de las tutelas del Derecho del Trabajo.
¿No será que nuestra diferencia con otros países reside en el erróneo abandono
de la producción en sectores con más valor añadido y la suicida apuesta casi
única por la construcción? ¿No será que si uno ha jugado la carta de un modelo
productivo basado en la burbuja inmobiliaria, cuando ésta revienta el impacto
sobre el empleo es extraordinario?
Es la situación económica y social y el
modelo productivo la que determina la creación de empleo, no las leyes. Como
bien ejemplarifica mi amigo Manolo Luque: ¿Cómo se explica que con la misma
normativa en Euskadi el desempleo no llegue al doce por ciento? ¿No será porqué
allí no se ha desmantelado el sector industrial con el mismo afán que en otros
territorios, con un fuerte entramado de pequeñas empresas? A lo que cabrá
añadir que los países septentrionales europeos tienen un índice de desempleo
mucho menor, pese a que los trabajadores y los sindicatos ostentan mayores
tuteles, competencias e intervencionismos. La triste singularidad de nuestro
país no es de problemas estructurales del mercado de trabajo, sino de modelo
productivo. Pero eso es algo de lo que los trileros sectarios
no quieren oír hablar.
En esa tesitura el empleo se convierte en la gran
excusa de la nueva y significada reversión de poderes en la empresa y en la
sociedad, entronizando el poder del empresario (y, por ende, de los poderosos),
capidisminuyendo las competencias de las personas asalariadas y ninguneando a
los sindicatos. Porque de lo que se trata, de verdad, no es crear empleo. Todos
sabemos dónde está la bolita: en el cubilete que esconde la reversión del pacto
de rentas del Welfare; por tanto, proseguir en la senda de la desigualdad. Y
qué mejor momento para dar un golpe de timón que en medio de una enorme crisis
sistémica, con un sindicato débil por el incremento del paro y su constante
deslegitimación mediática y con una izquierda desarbolada y carente de la más
mínima propuesta alternativa.
Esa es la lógica del R Decreto-Ley 3/2012 y no, el
empleo. Y aunque reiteradamente su Exposición de Motivos reclame que se trate
de un cambio normativo equilibrado en el que ganan trabajadores y empresarios,
la simple lectura del contenido de dicha norma pone en evidencia su fin último:
dotar de mayores poderes a los empleadores, incrementar la desigualdad
contractual entre las partes y reducir el papel de los mecanismos compensadores
de la desigualdad, significativamente la negociación colectiva y el sindicato.
Pero reitero: eso nada tiene que ver con la crisis
y el empleo, sino con el intento de reversión del modelo welfariano que se
plasma en nuestra Constitución (cada vez más alejada de su espíritu original,
ahora que contiene referencias a la austeridad). No está de más recordar que
buena parte de las medidas ahora adoptadas eran bandera reivindicativa de
patronal y de sectores académicos y mediáticos en la época de las vacas gordas.
Y que el modelo al que se acusa de rígido no fue óbice para un exponencial
crecimiento del empleo –eso sí: basado en la construcción y actividades anexas-,
que exigió mano de obra barata, esencialmente foránea.
Pero es inútil intentar hablar racionalmente con
sectarios. En el BOE del pasado sábado se recogen las viejas reivindicaciones
de la patronal: se consagra el fin de la intervención administrativa en los
despidos colectivos y en las suspensiones contractuales y de reducción de
jornada, se veta a los jueces el control finalista de dichas medidas, se
abarata el despido para todos, se suprimen los salarios de tramitación, se
impone un concepto de flexibilidad unidireccional y autoritario, se permite la
disponibilidad por el empresario de lo pactado en convenio colectivo y se
permite el descuelgue universal del contenido del convenio y ya no sólo
respecto al salario. Y se añaden otras medidas que no habían sido reclamadas:
así, se permite que las ETT actúen como agencias de colocación, se crea un
nuevo contrato que permite al empresario –además de percibir incentivos
fiscales de hasta 3000 euros y embolsarse el cincuenta por ciento de la
prestación de desempleo que percibía el trabajador contratado- despedir como si
fuera un período de prueba –es decir, sin indemnización, ni control judicial-
durante el primer año, ser permite realizar contratos de aprendizaje con la
misma persona para distintas profesiones, se permite que los trabajadores a
tiempo parcial puedan hacer horas extraordinarias, etc.
Sin duda, el sueño húmedo de un neoliberal. En
definitiva, la ruptura del ya precario equilibrio de fuerzas entre empresarios
y trabajadores y la capidisminución del poder del sindicato y del convenio. Con todo, eso no es lo peor. Lo peor es que, como
ha pasado con todas las reformas impuestas anteriores, cuando de aquí pocos
años se ponga en evidencia que esta reforma no ha servido para crear empleo,
querrán más. ¿Por qué no, ya puestos, prohibir los sindicatos y la negociación
colectiva?... ¿es qué no alteran la libre competencia, como afirmaban los
liberales decimonónicos?
Y mientras la democracia se degrada, la izquierda
sigue en sus trece. Unos, haciendo congresos cuyo eje central era la elección
de un líder y no de renovación de ideas. Otros, confiando en la instauración de
la III República.
Y los de más a la izquierda reclamando la defensa del Estado del Bienestar del
que abominaban hasta hace pocos días.
¿Por qué no habré nacido yo sueco?