Homenaje a Robin White d
e parte de JLLB
(Borrador para amigos)
Uno puede
creer que la democracia consiste en permitir el ejercicio, más o menos
controlado de una serie de libertades, en especial, ir a votar cada cuatro
años. Pero ocurre que ser demócrata es otra cosa más profunda: creer en los
valores –y no sólo en las reglas formales-- que se han ido conformando a lo
largo de milenios como normas de convivencia. En todos los ámbitos. A lo que
cabrá añadir que la democracia no es sólo libertad, sino también igualdad y
fraternidad. Por eso la democracia es puro y simple humanismo.
Ser
demócrata -–y no sólo respetar ciertos formalismos-- consiste entre otras
muchas cosas en favorecer, reconocer y fomentar el control del poder. Porque el
poder debe ser ejercido con el consenso de los ciudadanos y a favor de éstos;
por tanto, beneficiando a la mayoría y no a las minorías, por muy poderosas que
sean. Y cuándo se habla de poder cabrá no caer en la simpleza de limitarlo al
ámbito de la política: ésta es cada vez menos poder en una sociedad globalizada
y en la que los auténticos centros de decisión se hallan en el terreno
económico-financiero.
Controlar
el poder no es sólo la transparencia del ejercicio político, que también. Es
asimismo el control de las grandes entidades económicas y financieras. Desde
arriba, en forma transversal y “desde abajo”. El poder incontrolado es ajeno a
la noción de la democracia, porque ésta consiste, precisamente, en dicho
control. El poder radica –en lógica democrática-- en los ciudadanos que ejercen
su soberanía y que, por tanto, deciden el modelo de sociedad y no sólo quién
gobierna. Por eso la inacabada e inacabable lucha por la democracia consiste,
esencialmente, en la pugna por el control del poder.
En esa
tesitura se antoja obvio que el liberalismo nunca superó el umbral de una
democracia razonable. En efecto: su lógica de fondo se basaba esencialmente en
el reconocimiento de determinadas libertades públicas, siempre que se tuvieran
los medios para su ejercicio, en forma tal que la democracia se sometía al
propietarismo. Si uno tenía medios suficientes podía ejercer dichas libertades,
pero en caso contrario su estatus social era similar al de la paraesclavitud.
Los trabajadores y las clases menesterosas devenían, de esta forma, una especie
de a-ciudadanos sin derechos.
La lucha
secular del movimiento obrero organizado puso fin a esa perversidad
democrática: tras inmolar dos generaciones en dos guerras mundiales e
instaurado en media Europa un modelo alternativo, las clases dominantes se
vieron obligadas a pactar. Surge ahí lo que hoy conocemos como Welfare o Estado
del Bienestar; por tanto, la constitucionalización de los derechos de
ciudadanía de la “pobreza laboriosa”. Pese a ello, entre las cláusulas
convenidas entre clases en dicho pacto social el control del poder devenía
limitado. Así, el poder ejecutivo se veía controlado, en el papel, por el
legislativo: buena parte de los Parlamentos no han sido, al menos en Europa,
más que meras correas de transmisión del Gobierno, y el judicial, también sobre
el papel, independiente. Y el poder legislativo se controlaba a través del
poder constitucional, en nuestro sistema, el Tribunal Constitucional. Nada
nuevo: ésa es la lógica que se deriva de la división de poderes diseñada por
Montesquieu, con el añadido del control constitucional que se dimana del
pensamiento jurídico de Weimar. Pero ese control del poder se limitaba
estrictamente al terreno político. De hecho, las izquierdas (primero, la
socialdemócrata y posteriormente buena parte de las que procedían de la cultura
comunista) también se dejaron plumas en dicho acuerdo histórico: la discusión
sobre otro modelo de sociedad alternativo. Sólo en el marco de la empresa se
instauraron mecanismos de control “light” a través de los sistemas de
representación que ejercían una leve supervisión, en general no decisoria,
sobre la toma de decisiones por el empleador en el ámbito estrictamente
contractual-laboral. Sin embargo, la izquierda renunció a ejercer cualquier control sobre la empresa,
salvo conductas patológicas y los grandes poderes económicos; en definitiva,
qué y cómo se produce.
Obviamente,
ese pacto es historia, aunque algunos no quieran verlo. “Vencido y desarmado el
ejército rojo”, los poderosos no tienen necesidad alguna ya de repartir el
pastel con los menesterosos: no hay peligro a la vista para sus intereses. Por
eso estamos asistiendo a una lucha de clases inversa, que ideológicamente ha
configurado eso que conocemos como “neoliberalismo”; esto es: la puesta en
solfa de los viejos valores republicanos de igualdad y fraternidad y la
resituación como elemento central societario de la libertad. Pero un concepto
de libertad que –sin el apoyo resto de nociones que conforman la tríada
republicana-- se inserta en el terreno estrictamente económico y
neopropietarista: “el capitalismo popular”.
Ello
comporta, inevitablemente, el sometimiento de los derechos de ciudadanía a la
economía. Para que ésta crezca todo vale, aunque ello signifique la pérdida de
la calidad democrática de la mayoría de la población. Y, además, eso se enmarca
en un proceso de globalización económico, que desvirtúa y deja sin sentido la
noción de Estado-nación. Ciertamente el capitalismo siempre ha tendido a su
expansión mundial –como afirmaba hace más de siglo y medio el barbudo de
Tréveris-- pero, a la vez precisaba de Estados fuertes para imponer la fuerza y
el consenso social. Hoy, al capitalismo le sobran las naciones porque ya no las
precisa; si alguien en la izquierda española o catalana tiene dudas al
respecto, que lea a Hobsbawn y su imprescindible
Historia de las naciones y de los
nacionalismos. El problema es que no
existen mecanismos internacionales de control sobre el poder económico y
financiero; al contrario, los que existen sólo castigan las trabas al “libre
comercio”: estamos a las puertas del
salto cualitativo que significa el TISA, inmolando los derechos de ciudadanía
europea en el modelo norteamericano. Y en cuanto al poder político cabrá
referir que, al margen de supuestos puntuales, sólo el principio de
jurisdicción universal respecto a delitos de lesa patria puede tener alguna
incidencia al respecto.
Digámoslo
claro: al neoliberalismo le sobra y le molesta el control social sobre el
poder. Así, los escasos mecanismos de control interno en la empresa se han
visto fuertemente mermados en la experiencia española de los últimos años –como
en tantos otros países-- tras las distintas reformas laborales. El objetivo
último de éstas no ha sido nunca la “ficticia” creación de empleo, sino el
reforzamiento de la capacidad decisoria unilateral de los empresarios en
detrimento de la negociación colectiva, el sindicato y los mecanismos de
participación en la empresa.
Los grandes
poderes económicos y financieros deciden las políticas de los decaídos
Estados-nación, acudiendo al chantaje de las agencias de calificación que no
son otra cosa que mecanismos de valoración de si se cumple con los objetivos de
la distribución negativa de rentas. “Si en su país se implementan políticas que
favorezcan que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más
pobres, le dejo dinero barato”. Y nadie
controla ni esas agencias ni los grandes movimientos económicos meramente
especulativos. Nadie controla la especulación en mercados a medio y largo plazo
sobre productos alimentarios básicos, aunque ello genere hambrunas genocidas.
Nadie se preocupa porque se dediquen cantidades ingentes en investigaciones de
productos farmacéuticos de efectos meramente estéticos, mientras que los
habitantes de los países pobres mueren por enfermedades como la malaria; o los
media se llenan de noticias sobre un infectado de ébola y el destino de sus
mascotas en los países opulentos, pero miran a otra parte ante los miles de
fallecimientos en África.
Nadie
controla –salvo algunas ONG y los sindicatos imbuidos en la RSE-- que las empresas
externalizadas utilicen mano de obra esclava. Y el principio de jurisdicción
universal se ve cada día más discutido, como ha ocurrido recientemente en
España con la reforma instada al respecto por el actual Gobierno.
El
denominado “cuarto poder” se ve también fuertemente coartado por la
concentración de los medias en pocas manos, siempre vinculados con los grandes
centros de decisión económicos. La corrupción inherente a la falta de control
del poder no acostumbra a salir –salvo supuestos muy especiales en los que
funcionan los engranajes de las cloacas del Estado- de los medios de
comunicación, sino de ciudadanos anónimos y de jueces.
En ese
caldo de cultivo el poder se vuelve cada vez más opaco, menos transparente. Y
no es por causalidad: ésa es precisamente la finalidad buscada por las
políticas neoliberales. Y en ese marco los conchabeos entre el poder político y
el económico se convierten en el caldo de cultivo de la corrupción. No existen
sólo corruptos: existen también –y muy especialmente—corruptores, que en la
mayor parte de casos acostumbran a irse de rositas. La falta de control que
reclama el neoliberalismo para el mundo económico es, en definitiva, el origen
de la corrupción.
Pero aún
queda un control, más o menos instaurado: el de los jueces. Los probi viri soñados por Montesquieu a los
que, como poder independiente, las constituciones actuales delegan dicha
capacidad. Pero ocurre que ese control también les sobra a los neoliberales. Y
mucho. Especialmente, por lo que hace a la independencia del poder judicial. De
ahí que estemos asistiendo en los últimos tiempos a una auténtica revisión
constitucional encubierta del papel de los jueces, sin que apenas nadie se
digne alzar la voz. Al margen de la supresión de la jurisdicción universal a la
que antes se hacía referencia podemos comprobar como en los últimos tres años
la intervención legislativa, política y mediática ha sido abundante en ese
terreno, con un claro objetivo: disminuir la capacidad de control de los jueces
sobre el entramado político-económico. Esa dinámica se ha articulado a través
de tres frentes: en primer lugar, limitando el terreno de actuación
jurisdiccional; en segundo lugar, limitando los medios materiales y humanos de
los jueces; y, por último, cercenando la hasta ahora existente –aunque limitada--
independencia judicial.
La
limitación del campo de actuación de los jueces se ha producido en España en
varios niveles. Así, por ejemplo, instaurando unas tasas judiciales que no
tienen otro objetivo que disuadir a los ciudadanos de que ejerzan su derecho a
la tutela judicial efectiva. No está de más recordar que las tasas judiciales
en los últimos tiempos se habían diseñado como una mecanismo para castigar a los
denominados “litigadores habituales”: en general, las grandes empresas, con
medios económicos significativos. Tras la reforma del actual Gobierno a quién
de verdad se ha castigado es a los ciudadanos sin grandes medios. Y hay que
hacer especial mención a que actualmente se halla en tramitación parlamentaria
una modificación de la Ley
de Asistencia Jurídica Gratuita que comportará, entre otras cosas, que los
trabajadores tengan que pagar para recurrir: algo que, aunque podría derivarse
de aquél otro cambio legislativo, fue interpretado en sentido contrario por el
Tribunal Supremo. No parece ser casualidad que una medida similar la haya
instaurado también el gobierno de Mr. Cameron en el Reino Unido, con el
resultado de un significativo descenso del número de recursos, según me dicen
amigos que conocen el paño.
Una lógica
de limitar el campo de actuación del poder judicial que se extiende a aspectos
como la privatización de los registros civiles. O, especialmente, con la
denominada “Ley Mordaza”, que va a permitir la imposición de sanciones
administrativas exorbitantes por el ejercicio de derechos constitucionales, sin
que la medida se haya adoptado por jueces que únicamente tendrán un control
posterior sobre la sanción impuesta. Y no está de más indicar que, al parecer y
según
recientes informaciones, en las negociaciones actuales del TISA se pretende
imponer un modelo en que las transacciones comerciales de las grandes empresas
estén exentas de control judicial o, en su caso, que un ciudadano afectado por
un proveedor de servicios deba demandarlo allí dónde éste tenga su sede central.
Sigamos: el
poder judicial nunca ha tenido medios materiales suficientes. La situación de
nuestros juzgados y tribunales es en muchos casos patética, prestándose
servicios en condiciones lamentables. Medios informáticos –cuando los hay—son del
siglo pasado, escaso personal, lugares de trabajo limitados… Ningún gobierno
desde la transición ha tenido demasiado interés en poner al día la oficina
judicial, a diferencia, por ejemplo, de la Agencia Tributaria.
Pese a ello, y generalmente por presiones externas, hace ya muchos años que han
existido sucesivos Pactos para la Justicia. Pactos de los que han surgido una serie
de medidas lógicas, como por ejemplo la unificación de determinados servicios
comunes, la mayor atribución de competencias procesales a los secretarios
judiciales o la instauración de los denominados tribunales de instancia. Sin
embargo buena parte de esas medidas ha quedado congelada con la excusa de la
crisis económica. Claro que esas políticas comportan mayores inversiones “tout
court”; sin embargo, la optimización de medios conlleva también una sensible reducción
de gastos a corto plazo: así pensaría una empresa, pero no el actual Gobierno.
A lo que cabrá añadir que no se han aplicado políticas restrictivas en otros
ámbitos, pese a la crisis.
A esa
limitación de medios se ha sumado una reducción significativa del número de
recursos humanos. En efecto, España es uno de los países europeos con una menor
ratio de jueces por habitantes. Y eso, junto con la escasez de medios, explica
en buena medida las demoras en la tramitación de los procesos que no es nueva, sino
atávica. Pues bien, el actual Gobierno
–de nuevo, con la excusa de la crisis-- ha eliminado de un plumazo más de mil
plazas de jueces sustitutos; es decir, licenciados en derecho que se engloban
en una especie de bolsa de empleo y que cubren sustituciones de los jueces
titulares en caso de bajas, licencias, permisos, falta de cobertura o como
refuerzo. En la práctica, un despido colectivo o mejor dicho, la “no renovación
de contratos temporales” de una quinta parte de la plantilla real de jueces.
Únase a ello que no se han creado nuevas plazas y que existen dos promociones
surgidas de la
Escuela Judicial sin destino en la actualidad, actuando como
los anteriores jueces sustitutos, allí dónde se les manda.
En la
medida en que el grado de litigiosidad se ha incrementado por la crisis –y los
asuntos se han hecho cualitativamente más complejos-- el aumento de la carga de
trabajo ha llegado a límites insostenibles en buena parte de las jurisdicciones
y, especialmente, en el trabajo de los jueces de instancia. Hay que hacer
mención que la cultura del productivismo --entendida como “sacarse papel de
encima”, con independencia de la calidad de las actuaciones-- hace años que se
ha implantado en la carrera judicial, a través de una especie de paradigma de
“trabajo estándar” que da lugar, en caso que se supere, a una irrisoria
compensación económica semestral o a la actuación de la Inspección, en el caso
de que no se alcancen determinados niveles. Aunque dichos “módulos” ya no están
en vigor, en tanto que fueron anulados por el Tribunal Supremo por defectos
formales, siguen siendo el único parámetro de comparación en la práctica. Pues
bien, el propio Consejo General del Poder Judicial reconocía hace poco que
más de la mitad de los juzgados y
tribunales españoles superaba en la práctica en más de un cincuenta por ciento
el paradigma “normal”. Y cabe hacer mención a que en la carrera judicial no
existe hoy por hoy un plan de prevención de riesgos laborales –pese a la
obligación legal de realizarlo-, sin que se hayan arbitrado medidas de
previsión de los riesgos psicosociales. O sea, según decimos en Santa Fe,
capital de la Vega
de Granada: en casa del herrero, cuchillo de palo. Lo que ha dado lugar a la
interposición ante la
Audiencia Nacional en fecha reciente de una demanda de
conflicto colectivo por Jueces para la Democracia.
Únase a
ello que la reducción y congelación salarial de los empleados públicos ha
afectado también a los jueces: hoy éstos cobran una cuarta parte menos que hace
cinco años. A la vez, se les ha reducido sensiblemente el número de días de
libre disposición –lo que cabrá relacionar con el incremento de la carga de
trabajo y el estrés-- o que para el próximo año no se renovará la póliza de
responsabilidad civil que hasta ahora iba a cuenta del CGPJ, mientras que, en
paralelo, el reciente proyecto de ley de la Policía Nacional
ha incluido una previsión similar para dicho cuerpo armado. Pese a ello, no deja de ser sintomático que en
las decenas de casos de corrupción que llenan páginas y páginas de los
periódicos apenas aparezcan como imputados jueces en ejercicio.
Esa falta
de medios conlleva los inevitables retrasos. Por poner un ejemplo, en los
juzgados de lo social de Madrid se están señalando juicios a más de dos años
vista. Y en Barcelona se va camino de ello. Poco interés muestra el Gobierno
sobre esas dilaciones (que afectan a los derechos de trabajadores y
beneficiarios de prestaciones de la Seguridad Social), porque probablemente esa
tardanza les interesa. Por eso cuando uno oye a ciertos políticos que han
tenido responsabilidades de gobierno quejarse de dilación en la tramitación de
determinados procesos penales sobre corrupción no puede menos que
escandalizarse: cabría preguntarse qué hicieron en su etapa de Gobierno para
solucionar el déficit histórico de la justicia. Por cierto, la solución dada
por el actual Ministro de Justicia no deja de ser sorprendente: establecer un
plazo mínimo –ciertamente corto-- de tramitación de las causas. Es decir, si me
pillan con las manos en el erario público el juez de instrucción tendrá unos
meses para procesarme y, como tiene pocos medios, o me voy de rositas –si ha
transcurrido el plazo-- o tengo muchas posibilidades de que la instrucción esté
mal hecha y, por tanto, de acabar librándome de condena. No es nuevo: lo mismo
hizo en su día Berlusconi.
Y,
finalmente, como tendencia probablemente más grave: se ha cercenado hasta el
límite la independencia judicial. Ciertamente la teoría de la división de
poderes tiene un evidente problema práctico: sobre el papel, el poder
legislativo controla al poder ejecutivo y el poder judicial controla a ambos.
Pero entonces, ¿quién controla a este último? La creación del CGPJ venía a
intentar resolver esa contradicción, creando un organismo de gobierno
específico de los jueces que –aunque no siempre-- era elegido por el
Parlamento, con una cierta capacidad propositiva de los propios jueces. Otra
cosa es el Tribunal Constitucional: aunque el ciudadano de a pié considera que
dicho organismo forma parte del poder judicial, no es tal. Como se ha dicho es
poder constitucional (ideado por Kelsen) y lógicamente es elegido por el
Parlamento. Sin embargo no está de más recordar que, poco a poco, dicho órgano
constitucional se ha visto claramente desvirtuado. Si uno compara los méritos
profesionales de las personas que lo conformaron en los primeros tiempos
constitucionales con los de los actuales –salvo escasas excepciones--, la
sensación de sonrojo es inevitable. El TC se ha acabado convirtiendo en una
especie de Parlamento “bis”, donde el debate parece ser más en clave política
que jurídica.
No está de
más recordar que el actual presidente compatibilizó durante buena parte de su
primera etapa como magistrado del TC con la militancia en el PP, lo que pone en
evidencia flagrante la falta de independencia de dicho organismo. De esta
forma, el TC ha pasado a ser una especie de validador, salvo supuestos muy
puntuales, de lo que decida la mayoría gobernante que lo ha elegido en base a
reflexiones ciertamente alejadas del Derecho (y para muestra, la Sentencia relativa a la
reforma laboral del 2012) El “entrismo” de la derecha que no votó la Constitución en vigor
(que respeta las reglas del juego democrático pero no ha metabolizado los
valores democráticos lo que le ha permitido, sin problemas, compatibilizar su
viejo absolutismo con el neoliberalismo) ha conllevado que nuestra Carta Magna
pase de ser un texto abierto a un texto cerrado, ciertamente muy alejado de sus
intenciones iniciales.
Pero si
volvemos al órgano de gobierno de los jueces podemos observar cómo sus
competencias no son –contra lo que se acostumbra a pensar-- meramente “de
aparador”. Mientras que la adscripción de destinos en general opera en la
carrera judicial a través de la antigüedad o la especialización, no ocurre lo
mismo con los cargos gubernativos (Presidentes de TSJ, Audiencias, etc.) ni,
especialmente, en la designa de los miembros del Tribunal Supremo. La
designación aquí es sustancialmente discrecional cubriendo el expediente de una
valoración formal de méritos. Por tanto, el CGPJ decide no sólo los órganos
gubernativos, sino también y esencialmente quién conforma la máxima cúspide del
poder judicial –el TS- y, por tanto, quién fija cómo se interpretan las normas.
Obviamente
los jueces no son ni deben ser ideológicamente asépticos. Como cualquier
ciudadano tienen ideología. Pero una cosa es eso y otra, muy distinta, que esa
ideología se confunda con el debate político. El sistema de designa de los
miembros del CGPJ por el Parlamento –en base esencialmente a las afinidades
políticas- ha conllevado que no sólo los distintos órganos de gobierno de los
jueces se vean influidos por el referido debate político, sino también que ello
acabe marcando –en forma indirecta- la jurisprudencia que dicta el Tribunal
Supremo. En verdad no es fácil diseñar un modelo en el que no prime la política
–o, mejor dicho, la politiquería- en el sistema de elección del CGPJ. Ahora
bien, la reforma más reciente del CGPJ ha venido a instaurar un modelo de claro
sometimiento de dicho órgano constitucional a esa politiquería. Así, su
presidente deja de ser un “primus inter pares” –o, como ha ocurrido en alguna
ocasión un mero cargo honorífico- para acabarse convirtiéndose en el auténtico
dueño del órgano, máxime cuando sólo una pequeña parte de los componentes del
Consejo son “liberados” (por tanto, además de formar parte del mismo tienen que
llevar su juzgado o formar parte de un tribunal) y gran parte de las funciones
de auténtica dirección no se adoptan por el pleno, sino por una comisión permanente
conformada con amplia mayoría por miembros afines a dichos presidentes.
La reforma
de la Ley Orgánica
del Poder Judicial impuesta por la mayoría gobernante actual ha impuesto, por
tanto, un modelo presidencialista, de tal forma que el Presidente del CGPJ se
asemeja más a una especie de Delegado del Gobierno en el Poder Judicial. Y, por
si alguien lo ha olvidado, cabrá recordar que el señor Lesmes tuvo en su día
cargos de dirección en sucesivos gobiernos de la época Aznar: no sólo tiene
ideología, ha pasado por la política.
Y no sólo
eso: dicha reforma de la
Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) ha creado una figura
ciertamente atípica, el denominado Promotor de la Acción Disciplinaria,
una especie de Gran Inquisidor, sin unas funciones claras más allá de un
control indeterminado de la actividad de los jueces. En esa tesitura la persona
que actualmente ostenta el cargo promovió en su día una investigación sobre el
famoso manifiesto firmado por treinta y tres jueces catalanes sobre el derecho a
decidir con episodios ciertamente sugerentes: como la exigencia de que los
escritos se le remitieran en castellano. Finalmente, tras muchos meses de
tramitación, no tuvo otra opción que reconocer que dichos jueces no hacían otra
cosa que ejercer su derecho constitucional a la libertad de expresión –algo que
cualquier estudiante de Derecho hubiera comprendido desde el principio- aunque
indicando que se habían vulnerado principios éticos, sin que, pese a las
múltiples exigencias que desde hace años lo vienen reclamando, en la carrera
judicial exista un código de ética judicial. En otras palabras: dicho
inquisidor incluyó en una decisión gubernativa sus principios éticos propios y
los consideró universales.
Únase a
ello que actualmente está en tramitación parlamentaria una nueva reforma de la LOPJ que, entre otros muchos
aspectos negativos desde un punto de vista democrático, establece amplias
limitaciones a la independencia del ejercicio del poder judicial, como por
ejemplo la forzosa aplicación de la doctrina del Tribunal Supremo. Ello
conllevaría, de aprobarse, que si dicho órgano judicial ha establecido una
determinada interpretación de la
Ley –y cabrá recordar de nuevo cómo se eligen los miembros
del TS-- los jueces y tribunales tendrían forzosamente que aplicar dicho
criterio (con el riesgo, caso contrario, de incurrir en delito de
prevaricación), sin que se pudieran apartar de la jurisprudencia ya fijada, lo
que comporta un evidente riesgo de fosilización de la doctrina judicial. O que
para elevar cuestiones de constitucionalidad ante el TC o prejudiciales ante el
Tribunal de Justicia de la
Unión Europea –algo habitual en la práctica cuando un juez no
está de acuerdo con la jurisprudencia- se tenga que pasar por el filtro del
propio Tribunal Supremo. A lo que se suma una limitación muy significativa de
derechos constitucionales de los jueces, como el de libertad de expresión fuera
del ámbito jurisdiccional.
De todo
ello se deriva claramente un modelo judicial altamente jerarquizado,
presuntamente aséptico a la realidad social, pero controlado desde el poder
político. Un modelo que ha comportado que la mayor parte de asociaciones de
jueces –salvo la conservadora APM-- haya denunciado ante la ONU los actuales cambios
normativos.
Y mientras
tanto, las presiones de poderosas instancias sobre los jueces se multiplican,
en forma impune y sin que el órgano garante de la independencia judicial cumpla
su función de amparo. Así, las públicas
y constantes acusaciones a los jueces de lo social por la aplicación de la reforma
laboral, que ha movilizado a los grandes medios de comunicación (y no sólo a la
prensa salmón), al propio Gobierno, o a la OCDE, el Banco Mundial o a la Comisión Europea,
acusando a aquellos –sin que exista una base real-- de hacer interpretaciones
tendenciosas. Por no hablar de los grupos de corifeos del mundo universitario,
generalmente vinculado con grandes despachos que defienden intereses
empresariales. Pero ocurre que si uno mira otras experiencias similares podrá
comprobar como buena parte de los empresarios franceses –y poderosos medios de
comunicación- vienen denunciando últimamente que los jueces de lo social galos
son un obstáculo para “los emprendedores” y una rémora para la economía. Llueve
en todas partes: ¡también es causalidad!.
O qué decir
de la reciente campaña lanzada desde el Gobierno hacia la Audiencia Nacional
en relación al cómputo de penas de terroristas en relación al período de
prisión pasado en Francia en cumplimiento de la Directiva
correspondiente y siguiendo la doctrina –no pacífica- del Tribunal Supremo.
Cuando los jueces afectados pidieron amparo ante el CGPJ la respuesta de la
comisión permanente fue que no podían intervenir porque el tema se hallaba sub
iudice, por existir recurso, y que cualquier declaración al respecto
interferiría en la decisión que pudiera adoptar la Sala Segunda del TS
como si algo tuviera que ver el ataque gubernativo a los jueces de la AN con la decisión judicial.
Ese es el
modelo que se intenta imponer desde el poder. Un mundo en que las grandes
instancias económicas campen por su fueros sin control alguno y sometiendo los
derechos de ciudadanía a sus intereses económicos. Unas empresas sin cortapisas
en la toma de decisiones y sin intervención de los trabajadores. Y un poder
judicial sometido al poder político, que mire hacia otra parte ante la gran
orgía de corrupción. Algo que puede ser formalmente democrático, pero que poco
o nada se corresponde con la
Democracia y que más se asemeja a lo que cada vez más es
nuestra sociedad: una oligarquía.
Parapanda,
18 diciembre de 2014