Escribe:
Javier Tébar
El
fenómeno de la protesta en la sociedad española, el carácter multifacético que
ha expresado durante los últimos años ha venido suscitando un debate público
que está lejos de zanjarse. En el informe de Amnistía Internacional España: El
derecho a protestar, amenazado, publicado el pasado
año 2014, se advertía que en un contexto de crecientes movilizaciones sociales,
de manifestaciones públicas donde el fenómeno de la violencia no era central,
en nuestro país se operaban cambios que restringían el derecho a la libertad de
expresión y reunión pacífica. Un año después estamos hablando de la entrada en
vigor de la llamada “Ley mordaza”, pero también estamos hablando de más cosas.
De cómo se concibe el ejercicio del conflicto social, un ejemplo son los más de
300 sindicalistas, hombres y mujeres, que viniendo siendo juzgados y condenados
por hechos relacionados con la huelga general del 14 de noviembre de 2012. Pero
también de cómo se entiende el proceso político y el propio valor de la democracia.
La emergencia reciente del fenómeno de
la protesta, sin duda, ha contribuido a que desde diferentes puntos de vista y
distintas disciplinas el análisis de la acción colectiva se cotice al alza en
el mundo editorial español; también entre los estudios historiográficos. De
manera que han aparecido una serie de publicaciones que abordan la cuestión
desde el punto de vista histórico y que examinan continuidades y cambios en
torno a la protesta. Sin agotar todos los títulos, señalo algunos de los
editados más recientemente. Con escasa diferencia de fechas en su aparición,
han sido publicados la síntesis histórica de Juan Sisinio Pérez
Garzón, Contra el
poder. Conflictos y movimientos sociales en la Historia de España (Comares, 2015, 334 pp., 24€) y un
estudio de síntesis pero de distinto signo, inscrito en el campo de la historia
actual, como es el de Pedro Oliver y Jesús-Carlos
Urda, Protesta
democrática y democracia antiprotesta (Pamiela, 2015, 154 pp., 14€). Por
último, aunque apareció publicado con anterioridad, cabe mencionar el libro de Rafael
Cruz, Protestar en
España, 1900-2013. (Madrid: Alianza Editorial, 2015, 352 pp. 20,90 €).
Avanzo al lector que lo que me propongo aquí es una breve reseña de esta última
obra, que tiene también un carácter de síntesis y alta divulgación.
Rafael Cruz, historiador y profesor de
Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Facultad de Ciencias
Políticas de la
Universidad Complutense de Madrid, lleva décadas dedicándose
a investigar la historia de la acción, las identidades y la violencia
colectivas en Europa durante el siglo XX. En esta ocasión nos ofrece una obra
solvente y sugerente sobre el fenómeno histórico de la protesta social en
España a lo largo de más de un siglo, entre 1900 y 2013. En su capítulo
inicial, “La política de la protesta”, se expone la perspectiva teórica y las
herramientas conceptuales del trabajo. El autor explicita el propósito de
definir “algunas de las características de la protesta en España, su evolución
y las circunstancias que la hicieron posible” (p. 16). De entrada, como
reconoce el propio Cruz, un referente para su estudio es la obra hoy clásica de
Manuel Pérez Ledesma Estabilidad
y conflicto social. España, de los íberos al 14-D (Nerea, 1990);
en particular los son sus capítulos del 6 al 9, que constituyeron entonces una
apuesta decidida por la incorporación de los movimientos sociales a la historia
del conflicto. Por otro lado, y como ha venido siendo habitual en sus anteriores
investigaciones, Cruz lleva a cabo una relectura personal de un fondo teórico y
metodológico que se nutre de los enfoques de la sociología del conflicto y de
la política contenciosa, propios del ya desaparecido Charles
Tilly. De ahí la definición de la protesta ofrecida por el propio autor:
“es un tipo específico de actuación realizada para influir en la distribución
existente de poder”. A la hora de clasificarla, este tipo de actuación, si bien
se diferencia de la electoral o administrativa, pertenece a una familia común:
la política, con su lógica y orden propios.
La protesta puede tener una naturaleza
“colectiva o individual, pública u oculta, pero siempre conflictiva: procede
del conflicto y a la vez lo genera, al afectar a la posición de otros grupos y
personas”. En el caso de la protesta colectiva su dinámica corresponde “a la
interacción entre desafiantes y oponentes, con la frecuente intervención de los
medios de comunicación y, sobre todo, de los gobiernos, al facilitar, encauzar
o reprimir la protesta (…) Su propósito no es otro que transformar una relación
social cualquiera en un conflicto social y reclamar su solución” (p. 16). Es la
creación de incertidumbre respecto del alcance de su propia actuación lo
propiciado por la gente movilizada. Así las cosas, la protesta es concebida
como una forma más y distintiva de la participación política, integrante de los
procesos políticos.
Pero la protesta constituiría también
un conjunto de símbolos, conformados de la combinación de esquemas
interpretativos de la realidad social y modelos morales de comportamiento. Por
ejemplo, la indignación como construcción simbólica requiere de la
identificación como conflictivas de determinadas situaciones, la definición de
sus protagonistas y de la elección de soluciones para resolverlas que pasan por
ofrecer una alternativa. Mediante estos símbolos las personas construyen y
expresan significados con los que pensar y actuar en el mundo. Por último, la
acción de protestar se caracteriza por su trayectoria histórica, paralela a los
cambios sociales de los últimos siglos.
En cuanto a la activación de la
protesta, la privación relativa de individuos o grupos o bien sus
interpretaciones respecto de una situación conflictiva son condiciones
necesarias pero no suficientes para protestar. Se requieren recursos para su
realización, así como la existencia de oportunidades políticas y, por último y
no por ello menos importante, una cultura de la protesta. Estos tres últimos
elementos, las relaciones entre ellos en una perspectiva temporal larga, son
centrales en el estudio que nos presenta Cruz. A partir de este esquema
teórico, el autor ofrece un análisis de la acción colectiva que opta por tomar
como hilo conductor “las actuaciones y los recursos empleados para llevarla a
cabo” (p. 18).
En cuanto a su estructura, el estudio
se nos presenta como un tríptico, que adopta un orden cronológico para su
exposición. La primera parte aborda el período que va de 1900 a 1939, con el título suficientemente
expresivo de: “Al vaivén de los regímenes políticos”. Esta es una etapa de casi
cuatro décadas de convulsa historia política, en la que se pasó de una
monarquía parlamentaria a una dictadura, de una dictadura a una democracia
republicana y de ésta, de nuevo y mediando una guerra civil de tres años, a una
dictadura. Una segunda parte del libro está centrada en “La protesta en tiempos
difíciles”, es decir, durante la larga dictadura del general Franco, que van de 1939 a 1977. Y, finalmente, en una tercera y
última parte se analiza e interpreta la protesta a partir de la política del
movimiento social, la forma de protesta estrella de su repertorio moderno, ya
en un régimen democrático, entre 1978 y 2013. El estudio finaliza con un
capítulo conclusivo, dedicado a ofrecer un balance de “Más de cien años de
protesta” (pp. 305-320).
Como punto de partida, Rafael Cruz
utiliza un recurso que le permite establecer una comparación del conflicto en
el pasado y en el presente. Uno puede ver en ello una forma adecuada de
plantear “el presente en clave histórica”. El libro arranca con la descripción
periodística de dos momentos de la protesta, uno situado a principios de siglo
XX y otro ya en el presente siglo, en 2013. Ambos ilustrarían las variaciones y
transformaciones que se han producido en la forma de protestar a lo largo de
más de una centuria en España. Entre ambos casos escogidos dista un elemento
central: el carácter violento o no de la protesta, ya sea en su acción o como
resultado de la reacción de las fuerzas de orden público. A partir de este
contraste, el autor sitúa, de entrada, el argumento principal que atraviesa el
libro por completo, de principio a fin. Se trata de la transición a principios
y a lo largo de todo el siglo XX desde un repertorio comunitario de protesta a
uno definido como repertorio cosmopolita. Ambos mantuvieron un inicial
convivencia a lo largo de las primeras tres décadas del novecientos, de modo
que no hubo sustitución sin transición. A estos repertorios de protesta se
suman las experiencias de rebeliones e insurrecciones y ciclos de protesta, es
decir, “de parábolas de la protesta con innovaciones en su desarrollo”. Así
como el registro de episodios de resistencia cotidiana, individual o
semiindividual, de carácter anónimo o conocido, oculto o elíptico. Avanzo dos
primeras conclusiones generales sobre esta evolución: primero, la mayor parte
de la protesta desde 1900 en España ha ocurrido sin violencia y, segundo, la
intervención policial –o la amenaza de su uso- fue la principal generadora de
violencia en la protesta.
Las vicisitudes por la que atravesó en
el caso español una cultura de la protesta centrada en el repertorio
cosmopolita son analizadas en detalle por Rafael Cruz. En un primer momento, la
intolerancia que caracterizó a los gobiernos de la Restauración impidió
que arraigara esa cultura. Sería ya durante los años treinta cuando, a pesar de
las restricciones a la presentación de las demandas en la calle por parte de
los gobiernos republicanos, tuvo lugar una importante experiencia de
aprendizaje de aquel tipo de cultura del conflicto social. Sin embargo, este
tránsito de un repertorio de la protesta a otro se vio interrumpido por la
rebelión militar, el inicio de la guerra y la posterior dictadura del general
Franco. No fue hasta bien entrados los años setenta, con el inicio de un ciclo
de protesta entre 1974-1976 –relacionado con la propia crisis de la dictadura-
cuando el repertorio cosmopolita adquiriría el carácter de única cultura de la
protesta disponible en España. Entonces la centralidad la adquirió el
movimiento social que –una vez precisado que no toda protesta constituye un
movimiento social- es definido por el autor como “una campaña de protesta
integrada por distintas actuaciones y por mensajes de respetabilidad, unidad,
respaldo y compromiso” (p. 19), en la línea de lo formulado por Tilly. Con la
institucionalización de la monarquía parlamentaria y a pesar del llamado
“desencanto” con la política o la amenaza del 23-F de 1981, el repertorio
cosmopolita “se hizo tan grande que esparció el movimiento social por los
confines de todos los conflictos”, multiplicándose durante los años ochenta y
llegando a su época de esplendor (p. 309, en su capítulo 12 de carácter
conclusivo).
Más allá del caso español, Cruz
sostiene que el “Derecho a
reclamar derechos” de
ciudadanía dependió, en todo lugar y en toda época, del tipo de régimen
político, del carácter de los Estados y de las capacidades de los gobiernos. En
este sentido, la trayectoria de la protesta en España no constituyó ninguna
anomalía respecto a los principales rasgos que adoptó en otros países, más allá
de aspectos particulares propios de cada región. La protesta surgió del
aprovechamiento de oportunidades políticas y de culturas de la protesta
disponibles en las redes sociales de comunicación existentes. Los protagonistas
de la protesta no habrían sido las clases sociales, el pueblo, las masas, el
público, la gente, los desheredados o los miserables -“términos todos ellos
resultado de la pura imaginación e invención ideológica sobre las divisiones y
protagonistas sociales”, sostiene Cruz-, sino que sus protagonistas, en el
enfoque explícitamente adoptado por el autor, habrían sido lo que denomina
“agrupaciones versátiles de individuos integrados en diversas redes sociales de
comunicación”, es decir, gremios, universidades, casas del pueblo, ateneos,
barrios, oficinas, talleres, fábricas, sindicatos, partidos políticos, etc. “La
existencia de estas redes cambiantes posibilitó la protesta al permitir la
creación de definiciones compartidas de lo que ocurría y la provisión de
recursos humanos, materiales y culturales para desplegarla (todo ello en pp.
306-307)”.
Sobre los fenómenos recientes en torno
a la protesta en nuestro país Rafael Cruz nos ofrece una interpretación,
congruente con su concepción de conflicto social, del ciclo de protesta
iniciado en 2001-2003, durante el último gobierno popular de Aznar. En esta
etapa se expresó una heterogénea protesta: frente a las reformas en el ámbito
educativo, ante los Planes Hidrológicos Nacionales y los trasvases, como
respuesta al accidente del Prestige,
contra la invasión de Irak, ante la reforma laboral o la reconversión de los
astilleros. El autor sostiene que aquel ciclo de protesta fue algo más que una
situación anterior y concluida antes del inicio de la “Gran Recesión” iniciada
en 2008. En efecto, la permanencia del substrato y de la experiencia obtenida
por diferentes grupos de personas durante la concentración de protestas de
aquellos años tuvo como resultado la incorporación de activistas y redes que se
configuraron en un período corto de tiempo, y que continuarían actuando durante
lo que Cruz califica de “desierto contestatario” de mitad de la década, tras el
descenso de esta protesta que coincidió con el primer gobierno socialista de
Rodríguez Zapatero. En el contexto de crisis iniciada a partir de 2008-2009,
estas redes de comunicación social y la creación de determinados símbolos nos
pueden ofrecer más elementos para el análisis y la explicación del fenómeno de
emergencia de la protesta y el impulso de nuevos movimientos sociales (desde la PAH, el 15-M, las llamadas
“mareas”, etc.) que exclusivamente las consecuencias -por otro lado,
devastadoras socialmente- de las crisis financiera y económica por la que
atraviesa el país.
Así las cosas, ante el resultado de
algunas de estas nuevas experiencias del movimiento social, como por ejemplo la
de la “Marea blanca” en Madrid y su logro de paralizar, mediando una resolución
judicial, el proceso de privatización de la Sanidad en la esta comunidad, Rafael Cruz formula
una pregunta del todo pertinente: “¿fue la protesta en forma de movimiento
social la que doblegó a las autoridades?, o ¿la protesta en la calle consistió
sobre todo en la presentación de un agravio y una demanda ante la opinión
pública?”(p. 304) Si la protesta se concibe como una forma de participación
política que, en contra de su estigmatización por parte de los gobiernos,
propicia efectos favorables a la democratización de las formas política y de
gobierno, tenemos una posible respuesta.
Aunque la protesta se ha modificado,
ha adquirido a lo largo del tiempo rasgos distintos de los anteriores y
precedentes, es previsible que también adoptará formas nuevas en el futuro.
Según Rafael Cruz lo hará a través de “un movimiento no lineal, ni progresivo,
ni estructural, sino curvilíneo, reversible y contingente, como el resto de la
historia de la vida social” (p. 17) En este sentido, se nos advierte sobre lo
que podría representar el “ciberutopismo” para la protesta. Coincidiendo, desde
mi punto de vista, con algunas, no todas, de las cuestiones apuntadas por César
Rendules en Sociofobia. El
cambio político en la era de la utopía digital (Capitán Swing, 2013, 206 pp. 15€),
Cruz sostiene que este camino podría constituir incluso una ruptura con “la
larga historia de la resistencia triunfante al control gubernamental”. Porque
si se vaciara la calle para llenar la red de convocatorias, se desplazaría el
foro, en sus variados espacios, que ha convertido la protesta en cívica y
democrática (p. 320).
Añado, finalmente, una reflexión que
me ha suscitado la lectura del libro. Se nos dice que al igual que sucede en el
caso de otras identidades colectivas (pueblo, nación, género, edad, orientación
sexual), la mayor parte de la protesta genera ciudadanos; históricamente
“convirtió a personas y grupos diversos en ciudadanos al ejercer un derecho
político, sin el que permanecerían ocultos, como los conflictos”. Esta
afirmación hace evidente que otras identidades colectivas como la clase social
–y cabe advertir de las relaciones contradictorias entre la categoría de clase
y la de ciudadanía- no entran aquí en juego. La posición de Rafael Cruz, ya
conocida por otros trabajos, respecto al derrumbe del “imperio de la clase”
propia del novecientos subyace en su afirmación. No obstante, cuando nombra
redes sociales de comunicación menciona al sindicalismo, que continúa
autodefiniéndose a día de hoy como sindicalismo de clase. A veces de manera
apresurada y poco precisa -en particular en la tercera parte del libro-, se nos habla de movimientos sociales
que emergen en el cambio de siglo y a su lado aparecen como sujeto “los
sindicatos”. Así es en las campañas contra la invasión de Irak, contra el Plan
Hidrológico Nacional, en las primeras acciones contra los desahucios, por poner
algunos ejemplos. Si “protestar en España continúa su historia”, tal y como se
nos dice, será necesario examinar cómo se desvanecen o expiran, si es el caso,
o bien cómo se transforman, si lo hacen, aquellas formas nacidas en el pasado
que están presentes en el conflicto social. Aunque éste sólo sea una parte de
toda su historia y su actuación. No hacerlo, es dejar de lado algo que también
ha marcado en buena medida esa transición al repertorio cosmopolita de la
protesta en nuestro país. Me refiero a las relaciones, contradictorias y
cambiantes, entre los movimientos sociales y el movimiento sindical, que vienen
de lejos. Unas relaciones que tienen su propia historia, a veces resuelta de
forma inadecuada presentando al sindicalismo, aunque no de manera explícita,
con los ropajes del “fantasma de la ópera”.
Protestar en España, para
concluir, cuenta con el sello habitual del autor en cuanto al rigor desde el
punto de vista analítico y tiene la virtud de contribuir al avance del
conocimiento de la protesta en la época contemporánea y actual. A lo largo del
libro se plantean toda una serie de cuestiones capaces de abrir, en mi opinión,
nuevos interrogantes y estimular el debate historiográfico; pero también y
fundamentalmente ciudadano.