Escribe Gabriel Jaraba
El hombre que interrumpió a Joan Manuel Serrat a medio concierto para reclamarle que
cantara en catalán, cuando el artista estaba dando un recital monográfico sobre
su disco Mediterráneo, una obra escrita íntegramente en castellano, debía de
ser seguramente un despistado, como el propio artista dijo al reprenderle en
público. Quizá sí, al no tener en cuenta la naturaleza del espectáculo al cual
asistía. O quizá no.
Lo cierto es que el buen señor se sintió
autorizado a exigir en voz alta lo que consideraba necesario, de acuerdo con
esa mentalidad que quienes hemos trabajado de camareros conocemos bien: “Oiga,
que yo pago, ¿eh?”. Sólo que en este caso la fuente de legitimidad asumida no
era el pase por taquilla sino la razón patriótica: “En catalán, que estamos en
Barcelona”.
En este tipo de cuestiones digamos
lingüísticas –no lo son, se refieren siempre a otro asunto que no se osa
confesar— Serrat lleva más mili que un veterano de Afganistán. Toda la historia
de la nova cançó catalana está atravesada por la polémica en torno a la
legitimidad de cantar en castellano además de en catalán. Tanto fue así que el
asunto llegó a dividir el movimiento en dos bandos hasta el punto de que, ya a
finales de los 60, se perdieron amistades o por lo menos el trato entre
compañeros (cuando alguien se queja ahora de las enemistades en las familias
por el asunto procesista me entra la risa floja recordando el fuego que se
cruzaba entre cantantes por estos motivos en mis tiempos de comentarista
musical en la prensa y la televisión, cuando los dinosaurios dominaban la
Tierra).
El
precedente de Núria Feliu
Pero no fue el artista de la calle
Cabanyes el primero en dar tres cuartos al pregonero en este asunto, sino Núria
Feliu, ya en 1966 (antes del asunto de Serrat y Eurovisión en 1968) cuando la
cantante de Sants, en el momento culminante de su primera carrera artística
dejó la pionera editora discográfica Edigsa para grabar con la madrileña
Hispavox en lengua castellana.
Con ello, Núria no sólo se beneficiaría de
un mercado y un campo promocional de amplitud nada desdeñable, sino de la
excelente y rara calidad en la época de la dirección musical de Rafael
Trabucchelli y los estudios de grabación de Torrelaguna, Su opción le mereció
ser abucheada en público por los antecesores del espectador del otro día que
confundió Mediterráneo con Cançó de matinada. A
la artista le gritaban por la calle “!venuda!” señoras que hoy no desentonarían
en el sector ANC de las manifestaciones, con un furor que ya ejercía la
identificación de traidores que disfrutamos hoy día.
Nihil novum, pues: la cosa viene de lejos y responde
a una práctica persistente. En la primavera de 1967, Joan Manuel Serrat dio su
primer concierto en el Palau de la Música Catalana y, según acaba de recordar
Maruja Torres en Twitter, un sector del público abucheó a una cantante que
apareció en la primera parte del concierto como telonera. Era Jocelyne Jocya,
pionera de la cançó en la Catalunya francesa
junto a Jordi Barre. La cantante fue censurada por los espontáneos porque había
interpretado una canción en francés. El propio Serrat salió en defensa de
Jocelyne ante el público, indicando que la artista, muy famosa en los circuitos
comerciales de su país, cantaba habitualmente en francés y que precisamente
había grabado un disco en catalán como muestra de apoyo a la cançó y para
ostentar su origen rosellonés.
El
‘roc a la faixa’
Más tarde le tocaría al mismo Serrat
lidiar con las acusaciones de defección, aunque el asunto de su negativa a
cantar en castellano en Eurovisión trastocó un tanto los argumentos posibles.
El éxito mundial del artista y su arrolladora calidad taparon muchas bocas a
partir de entonces, pero la tradición es la tradición, y la del roc a la faixa (estar a la defensiva, guardarse
una piedra en la faja) es muy estimada.
Con Guillermina Motta pudimos advertir que
la censura aparentemente espontánea por cantar en castellano no era, o no
únicamente, como un servidor sostiene, lingüística sino otra cosa: al
declararse socialista ya desde la época del Moviment Socialista de Catalunya de
Joan Reventós y Raimon Obiols empezó a ver cómo se trazaban cinturones
sanitarios en torno suyo. No bastaba con ser fiel a una sola lengua: ser un
renegado –y uso la palabra tal como la oí repetidamente en aquel tiempo—
dependía también de otras circunstancias.
Y es por esa razón que aún hoy día se
siguen haciendo ascos a Serrat. No porque no cante en catalán, que canta,
escribe y pronuncia mejor que quienes le gruñen, sino porque es socialista,
porque no es independentista y porque se niega a plegarse al diktat de los hunos porque
antes se negó a hacerlo al de los hotros. Tuvo que
exiliarse –de veras— en 1975 al protestar, en voz alta y con Franco vivo,
contra los fusilamientos de antifascistas en septiembre de aquel año. Y porque
el roc a la faixa puede estar guardado durante
décadas hasta que sea el momento de sacarlo de nuevo.
Se ve por ahí abominando de Serrat a mucha
gente que ni siquiera había nacido cuando el artista dio a la nova cançó la mayor difusión que nunca un elemento
cultural catalán –si hacemos abstracción de Pau Casals—había obtenido en el
panorama internacional. Fue Serrat quien llevó la lengua catalana a todos los
rincones de España, además de América latina, haciéndola interesante y
agradable a oídos de quienes nunca la habían escuchado con atención, antes de
que los hotros aprendieran a echar sal en los surcos que el cantante (perito
agrónomo diplomado) aró.
Exiliado en América, siguió trabajando
cada día en lo suyo y cuando regresó no reclamó distinción alguna ni a los de
esto ni a los de aquello. Incluso quienes, desde el monolingüismo cantor más
estricto y que tan duramente le criticaron en su momento (con razones
culturales y políticas sólidas y no con desplantes, por cierto) empezaron a
mostrarle un evidente respeto. Pero, repito, los reproches que se puedan hacer
a Joan Manuel no son por motivos lingüísticos sino partidistas, y por otras
razones aún peores.
Una
cuestión de poder
El reproche lingüístico, como he dicho, no
lo es por razones idiomáticas, culturales y ni siquiera patrióticas, lo que
daría espacio a un jugoso y quizás áspero debate, pero debate de ideas, al fin
y al cabo. El reproche permanente, que tenemos documentado desde hace años y se
extiende hasta ayer mismo, es un acto de marcar terreno: ellos y nosotros, los
nuestros y los que no son de los nuestros. Y no sólo eso, que no es poco: es
señalar que nosotros no sólo somos diferentes, sino que somos únicos: “nosaltres
sols”. Y para ser “nosaltres sols” sólo podemos serlo de una sola manera.
No se construye así ni una nación ni una
patria, y si se quiere construir de este modo un Estado es a costa de destruir
la nación, que por definición es todos, de todos y de los todos diferentes
entre sí. El reproche y la apelación al “nosaltres sols” es la llamada a
sacrificar la nación en aras del Estado, un destino que no deseo ni a mis
peores enemigos.
Hay algo, sin embargo, más prosaico e
incluso cutre en el fondo de todo eso. Quienes marcan terreno lo hacen para
establecer su dominio sobre otros, así es desde el paleolítico superior. Cuando
Serrat incorporó el castellano a su repertorio musical (no cambió de lengua,
sino que incorporó otra nueva, entiéndase) pasó a otra editora discográfica
para emprender en mejores condiciones la carrera profesional que le llevó a
triunfar en el mundo con un repertorio propio, original e innovador.
Ello supuso abandonar los
condicionamientos de los círculos de activismo cultural nacionalista de la
época gestionados por los Torra del momento, que eran tan voluntaristas como
reductivistas y, sobre todo, como bien sabemos quiénes hemos trabajado en
ellos, agudamente tacaños. ¿Sabía el lector que la propuesta inicial de los
asesores de la discográfica catalana con la que Serrat se estrenó era que se
diera a conocer con un disco de versiones de… Charles Aznavour? La intención de
Serrat de cantar en castellano en Eurovisión se debía, precisamente, a esta
necesidad de abandonar aquel lecho de Procusto.
Pero que no teman los partidarios de la
lógica del “nosaltres sols”: el roc a la faixa sigue
en pie. Ahora le toca al presidente Josep Tarradellas ser apedreado, también
décadas después de no ser “dels nostres” y de no estar entre nosotros: el
reproche no es para él, que ya no lo percibe, sino un aviso para todos. Porque
no es la lengua sino el poder, el dominio, como tan crudamente acaba por
demostrar el hecho de que también a Raimon le alcanzaron las pedradas cuando
discrepó de los designios que se le quisieron imponer, Y eso que Raimon fue el
líder de la bandera monolingüe a ultranza en la cançó.
Un ejemplo más de la crueldad de la lógica del poder y no de la cultura.
No, no era una razón lingüística, era una
cuestión de mando. El espectador de marras no le pedía a Serrat una canción,
sino que se arrodillara, A él, que siempre ha vivido de pie desde que tenía
veinte años.