Miquel
A. Falguera i Baró. Magistrado Tribunal Superior de Justicia de Catalunya.
1.
Las tasas judiciales no son nada nuevo. Son algo muy antiguo. Algo así como el
denominado neoliberalismo, que tampoco tiene nada de novedoso.
De
hecho, su antecesor, el arancel judicial, es anterior al concepto del
Estado moderno: en la etapa anterior a la instauración de los sistemas
constitucionales actuales la justicia se financiaba a través de los mismos. El
juez y su personal cobraban sus servicios de los justiciables a través de dicha
vía. Y es obvio que ello abría un enorme boquete de agua en la imparcialidad de
su actividad.
En
la práctica las tasas judiciales desaparecieron en España en 1987 con la Ley de Asistencia Jurídica
Gratuita y su desarrollo reglamentario, y con ello se suprimió una fuente de
corruptelas. Sin embargo, la absoluta gratuidad del costo del funcionamiento de
la justicia para los ciudadanos pronto se vio matizada, con toda una serie de
normas que, en los distintos órdenes jurisdiccionales vinieron a implantar, de
nuevo, las tasas judiciales. Pero, esta vez, con una filosofía distinta: ya no
se trataba tanto de que el justiciable aportara dinero por acceder a la
justicia, sino de instaurar mecanismos de compensación social, de tal manera
que aquellos justiciables que más litigaban, en relación a procesos
generalmente muy complejos y reiterados –esencialmente, las grandes empresas-
contribuyeran a los gastos que con ello se generaban que, en buena lógica del
Estado social y democrático de derecho, no tenían porqué ser soportados por
todos los contribuyentes (en una tendencia existente en prácticamente todos los
países europeos).
Por
tanto, como el colesterol, existen tasas judiciales malas y buenas. Las malas
son aquellas que se imponen a todos, con independencia de sus rentas, y que
tienen una única finalidad recaudatoria: en plata, se paga por acceder a un
servicio público esencial como la Justicia. Las buenas, las que gravan el abuso de
los poderosos que son, con mucho, los causantes de un mayor número de pleitos
largos y complicados, generando con ello un mayor gasto al Estado y, en muchos
casos, las demoras solutorias.
Las
tasas “malas”, por ser universales y afectar a todos los ciudadanos con
independencia de su renta y de la complejidad del asunto y la reiteración de
pleitos, repugnan de entrada a la más mínima sensibilidad democrática. Y ello
porque se trata de pagar por acceder a un derecho fundamental como el de tutela
judicial efectiva (en una lógica extensible a otros supuestos, como por ejemplo
la sanidad o la educación) Pero también, porque se trata de hacer pagar por el
acceso a uno de los poderes –y servicios- que conforman el núcleo esencial del
Estado moderno.
2.
Contra aquello que muchos piensan la justicia no ha sido nunca gratuita. En
efecto, el justiciable ha de hacer frente a una serie de gastos. En primer
lugar, debe pagar su defensa procesal –esencialmente, abogado o, en su
caso, procurador-, salvo que goce del beneficio de justicia gratuita y se le
haya encomendado un abogado de oficio en supuestos de pobreza –que la ley
limita a las personas que en su unidad familiar no superen el doble del salario
mínimo interprofesional (esto es, 1282,80 euros mensuales, aunque advierto que,
si ése es su caso, no podrá elegir abogado, asignándole uno de oficio por el
correspondiente Colegio de Abogados) En segundo lugar, hay una serie de gastos
a los que la persona que recaba el derecho a la tutela judicial efectiva ha de
hacer frente, esta vez derivados de la propia actividad judicial –inserción de
anuncios, peritajes, copias y certificaciones, etc.-, de los que el justiciable
que goza del privilegio de justicia gratuita también está exento. Y, por
último, el ciudadano que accede a la justicia ha de abonar las costas
judiciales de la contraparte en el caso de que pierda el juicio –lo que en la
jerga procesal se denomina el principio del vencimiento-. A lo que cabe añadir
que, si recurre, debe asegurar la cantidad a la que ha resultado inicialmente
condenado y, además, abonar depositar una cantidad adicional, de objeto
disuasorio, que sólo recobra en el caso que el recurso prospere (el depósito).
Sin
embargo en el ámbito laboral rige históricamente el principio de gratuidad de
funcionamiento del aparato judicial. Ocurre así desde las Leyes de
Tribunales Industriales de 1908 y, especialmente, de la Ley de Organización
Corporativa Nacional de Primo de Rivera –el claro precursor de las normas
procesales del orden jurisdiccional social-. Lo que ocurre es que se trata de una
gratuidad compleja y no absoluta. Así, las partes –salvo que gocen de justicia
gratuita- han de pagar sus gastos de defensa y, por tanto, el abogado y, en su
caso, el perito que aporten como prueba de parte al juicio. Y también deben
hacer frente tanto a las costas procesales por la asistencia letrada de la
contraparte si plantean recurso (no, en la primera instancia, como en otras
disciplinas jurídicas) y lo pierden, como respecto a los depósitos para
recurrir. Pero, y ésta es la singularidad laboral, la Ley excluye de cualquiera de
estos últimos gastos y responsabilidades a los trabajadores y a los
beneficiarios de las prestaciones de la Seguridad Social.
Y desde la reciente Ley Reguladora de la Jurisdicción Social ,
también gozan de dichas exenciones los sindicatos y asociaciones empresariales
(lo que en buena medida había sido ya establecido por la jurisprudencia) Se
puede contemplar como la Ley
procesal laboral discrimina en sentido negativo a los empresarios a favor de
los trabajadores. Un trato diferenciado que fue en su momento validados por el
Tribunal Constitucional, por entender que se trataba de una compensación de la
situación de desigualdad en el contrato –y en las rentas- en que se encontraban
empleadores y asalariados.
Por
último, cabrá indicar que el resto de gastos que se generen por la
actividad judicial en el orden social son gratuitos: las partes no deben pagar
nada por el hecho de pleitear en cuanto a los gastos que la oficina judicial
genera en su litis. Reitero: ello ha sido así desde los albores del
Derecho Procesal del Trabajo.
3.
La Ley 10/2012 ha
venido a romper ese modelo. En todos los ámbito, pero especialmente en el
proceso social.
Aparentemente,
el modelo jurisdiccional social sigue más o menos incólume: por tanto, el trabajador
y el empresario deben pagar a su abogado y, en su caso, al perito, el proceso
en el primer grado jurisdiccional les resulta totalmente gratuito, el
empresario –no, el trabajador- debe consignar y depositar para recurrir y si el
empresario ve desestimado su recurso debe pagar, dentro de unos límites
legales, los gastos de letrado del asalariado. Pero en esas reglas se añaden
otras nuevas: las partes, en principio, deben pagar tasas para recurrir (y hago
aquí en especial énfasis: en el ámbito laboral sólo para recurrir) Así, si el
recurso es de suplicación ante el Tribunal Superior de Justicia, la tasa
asciende a 500 euros y si es de casación ante el Tribunal Supremo, a 750 euros;
cantidades a las que se debe añadir, además, un 0,25 % de la cuantía (o un 0,5
% si ésta supera el millón de euros, cosa infrecuente en el ámbito laboral)
Cabe observar que en la tramitación parlamentaria se ha incluido la previsión
de que si recurre el trabajador “sólo” deberá abonar el cuarenta por ciento;
dicha previsión no estaba contemplada en el texto inicial y alguien hizo
observar que el trato igualitario entre empleadores y asalariados podría
resultar contrario a la doctrina constitucional a la que antes se ha hecho
referencia.
Sin
embargo, pese a ese añadido posterior, el hecho es que si un trabajador pierde
una demanda en la que postulaba una cantidad de, por ejemplo, 10.000 euros
deberá pagar una tasa para interponer el recurso de suplicación, en cuantía de
210 euros (salvo que tenga reconocido el derecho de justicia gratuita) Y si
también el Tribunal Superior de Justicia le desestima su pretensión y quiere
acceder a la casación para la unificación de doctrina ante el Tribunal Supremo
deberá abonar, además, otros 310 euros.
A
ello se suma que, en muchos casos, en el ámbito social la cuantía del pleito es
indeterminada –piénsese, por ejemplo, en una demanda de reconocimiento de
derecho-. Ahí, para recurrir, a la cuantía fija inicial de 200 y 300 euros de
los trabajadores, la ley imputa una base imponible de tasa de 18.000 euros, lo
que conlleva una cantidad adicional de 18 euros. Y ello se aplica también
cuando la demanda se haya articulado como conflicto colectivo o en el caso de
impugnaciones de despidos colectivos.
Por
otra parte no deja de ser significativo que la ley desconozca totalmente la
figura procesal del sindicato y de los organismos de representación unitarios y
sindicales en la empresa. Pese a que su actuación procesal acostumbra a
plasmarse en defensa de un interés colectivo –lo que se conecta con el artículo
7 de la Constitución-
también deberán pagar para recurrir con dicho objeto finalista. Un olvido que
puede deberse a tres causas: o al total desconocimiento de la pluma redactora
de las singularidades del proceso social –lo que no es nada nuevo, vista la nefasta
técnica procesal de la reforma laboral reciente- o al ninguneo de las
instituciones colectivas por motivos ideológicos –lo que, tampoco, es nuevo-. O
a ambas cosas.
Con
todo, quizás lo peor del nuevo modelo sea que el legislador no ha tenido presente
la singularidad del proceso social en materia de costas de la contraparte. Me
explico: en un pleito civil o contencioso administrativo rige el principio de
vencimiento, como antes se ha dicho. Por tanto, si un ciudadano pleitea en
reclamación de un derecho o una cantidad y obtiene una sentencia favorable, su
contraparte tendrá que abonarle, además del objeto de la condena, los gastos
procesales que su acción ha generado (esto es, las costas de tramitación
procesal, los honorarios de su abogado y perito, etc), a lo que se añaden
ahora –por modificación expresa del artículo 241 LEC y, por remisión, el art.
139 de la LRJCA-
las tasas judiciales. Por tanto, aunque yo pague tasas para pleitear en el
orden civil o contencioso administrativo sé que si obtengo una sentencia
favorable esas tasas me serán devueltas por la otra parte. Pero eso no rige en
el proceso laboral: si el trabajador o el sindicato pierden el pleito en el
juzgado de lo social –o en el TSJ cuando actúa como primer grado
jurisdiccional- y recurren, tendrán que abonar tasas, pero en el supuesto que
ganen dicho recursos su contraparte no tendrá obligación alguna de reintegro de
la misma, en tanto que las costas procesales en recurso en el orden social sólo
se generan –y para el empresario- cuando dicho recurso es desestimado. Y
viceversa: si quién recurre es el empresario y gana el recurso, se le
devolverán la consignación de la cantidad que ha tenido que efectuar para
recurrir y el depósito legal, pero en ningún caso la ley prevé la devolución de
la tasa por parte de la
Administración , ni tampoco que su contraparte deba efectuar
el reintegro. Se trata de una clara singularidad de la jurisdicción social que
el legislador ha omitido, en un desprecio preocupante de nuestras
singularidades. Por tanto, aunque el TSJ o el TS le den la razón al
recurrente, éste deberá pagar esa sentencia, pese a que la Ley estaba de su lado. Y está
de más decir que la Ley
deja claro que si no se efectúa el pago de tasa previo al recurso, éste no será
admitido a trámite.
4.
La justicia en España ha sido el pariente pobre de la Transición. El
estado español es el país de la Unión Europea con una menor ratio de jueces por
habitante, pese a ser uno en los que mayores conflictos judiciales se generan.
Los medios materiales con que cuenta la oficina judicial son obsoletos (por
poner un ejemplo: hasta hace pocos meses cuando yo encendía mi ordenador en el
Tribunal Superior de Justicia de Cataluña debía esperar más de un cuarto de
hora para que éste se conectara a la red informática) Los medios humanos con
que se cuentan –el personal al servicio de la Administración de
Justicia- es notoriamente insuficiente (y más ahora, en que tras los recortes
hay órganos judiciales en los que no está cubierta una ínfima parte de la
plantilla). Y, especialmente, la oficina judicial española está en la práctica
pensada con lógica del siglo XIX, no del XXI. Ello explica la famosa demora de
nuestras resoluciones judiciales, el caos administrativo y muchas
contradicciones que se denuncian frecuentemente en los medios de comunicación.
Denuncias que se imputan a los jueces, pese a que nosotros no somos
responsables de esos déficits.
Pues
bien, desde hace ya una decena de años se ha venido diseñando la denominada
Nueva Oficina Judicial (NOJ) adaptada a la nueva realidad. Así, por ejemplo,
dotando al secretario judicial de la función de la dirección de las actuaciones
en el ámbito estrictamente procesal, descargando a los jueces de buena parte
del tiempo que dedicaban a la “intendencia” y al análisis de los “intestinos”
procesales. O instaurando mecanismos horizontales entre los distintos juzgados
y jurisdicciones –servicios comunes en materia de comunicaciones, ejecuciones,
etc-. O teorizando y cambiando las leyes para avanzar hacia la oficina judicial
tecnológica y sin papeles. O previendo modelos de organización judicial también
horizontales, que permitieran una flexibilidad significativa (los denominados
“tribunales de instancia”, de tal manera que no existiera una simetría directa
entre el juez y el juzgado).
Sin
embargo, ese diseño de la NOJ
–en la que aparentemente todos estamos de acuerdo, más allá de algunos
corporativismos de diversa índole- requiere esfuerzo y, especialmente, una
inversión inicial significativa. Inversión que, lógicamente, se recuperaría
posteriormente con creces si las cosas se hubieran hecho bien. Ahora bien ese
proceso está en estos momentos prácticamente parado. Primero, porque los
recortes impiden esa inversión. Y segundo, porque no existe ninguna voluntad
política de instaurarlo. Hay quien afirma que, en el fondo, ningún Gobierno,
sea cual sea su signo, tiene interés en la que la Justicia funciones y sea
ágil. Pero ocurre que, más allá de posibles intereses políticos, ese
desiderátum es una pieza imprescindible para la modernidad del país, es la
garantía del cumplimiento de la
Constitución y es un aspecto altamente significativo de
mejora de la productividad de la economía española –por supuesto, en una
perspectiva amplia, que supere la ramplona división economicista entre PIB y
número de asalariados-.
Y,
evidentemente, es también la garantía de la independencia judicial. Pero ocurre
que estamos asistiendo a unos momentos en que ésta –ya precaria, por el reparto
de cromos bipartito en cualquier instancia de poder- está siendo atacada con
una saña desconocida. Al margen de alguna declaración de destacados miembros
del Gobierno basta con acudir al actual proyecto de modificación de la Ley Orgánica del
Poder Judicial, en la que se retornan al poder ejecutivo buena parte de las
funciones hasta ahora encomendadas al Consejo General del Poder Judicial. La
reacción termidoriana, a la que tantas veces ha hecho referencia el titular de
este blog, también se expresa ahí.
5.
En ese marco quizás podría pensarse que las tasas son un “mal menor”, pues,
aunque se haga pagar a los ciudadanos para acceder a la justicia, su objetivo
es finalista: obtener ingresos públicos para, en circunstancias de crisis,
instaurar la nueva oficina judicial. Pero ello no es así: baste dar una lectura
al contenido de la Ley
10/2012 para llegar a dicha conclusión. Es más, conforme a su artículo 9
resulta que su gestión se encomienda, no al Ministerio de Justicia, sino al de
Hacienda y Administraciones Públicas.
Habrá que
acudir a la Exposición
de Motivos de la Ley
para saber qué se pretende con las tasas. Y en ella se afirma: “Con esta
asunción por los ciudadanos que recurren a los tribunales de parte del coste
que ello implica se pretende racionalizar el ejercicio de la potestad
jurisdiccional, al mismo tiempo que la tasa aportará unos mayores recursos que
permitirán una mejora en la financiación del sistema judicial y, en particular,
de la asistencia jurídica gratuita”. Es decir, olvídense ustedes de
financiar la renovación de la oficina judicial. De lo que se trata,
aparentemente, es de dos cosas: de un lado, financiar el servicio de asistencia
jurídica gratuita; de otro, “racionalizar” el ejercicio de la potestad
judicial.
Respecto
a la financiación del servicio de justicia gratuita podría obviamente
compartirse la justificación. Esto es, en tanto que el nivel de ingresos de
muchos ciudadanos está descendiendo alarmantemente por la crisis y ésta
genera mayores conflictos, vamos a hacer pagar al resto de justiciables el
servicio. Pero ocurre que resulta poco creíble la justificación. En primer
lugar porque la Ley
no contiene ninguna referencia finalista de las tasas, más allá de su
contenido; en segundo lugar, porque, como se ha dicho, la gestión de las mismas
se encomienda al señor Montoro y no al señor Gallardón; y, por último, porque
la gestión del servicio de asistencia jurídica gratuita no es competencia del
poder central, sino del autonómico, sin que la norma haga ninguna mención al
respecto (bien al contrario, desde su artículo primero la Ley deja claro que las Comunidades
Autónomas no podrán gravar el mismo hecho imponible, lo que, dicho sea de paso,
es de dudosa constitucionalidad)
Como
tampoco resulta creíble que la medida coadyuve a la “racionalización de la
justicia”. Cabría preguntarse, de entrada, en qué. Nada dice la Ley al respecto, limitándose a
hacer una serie de reflexiones en su prólogo de índole meramente fiscal.
Reflexiones repugnantes si se me permite la expresión: el acceso a la Justicia es un derecho
fundamental que no puede ser tratado legalmente como un aspecto tributario.
Pero es más, si ustedes dar una ojeada a dicha Exposición de Motivos se
hallarán con esta perla: “La regulación de la tasa judicial no es sólo, como
ya se ha dicho, una cuestión meramente tributaria, sino también procesal. El nuevo
marco de la tasa parte, por un lado, de que su gestión económica corresponde al
Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas. Pero, por otro, se tiene en
cuenta la puesta en marcha de la Oficina Judicial y las competencias del
Secretario judicial, que comprobará en cada caso si efectivamente se ha
producido el pago de la tasa, previéndose para el caso de que no se haya
efectuado que no dé curso a la actuación procesal que se solicite”. Bien,
se afirma: no se trata “sólo” de una cuestión judicial, también es –obviamente:
si no se paga no se podrá pleitear o acceder al recurso- un aspecto procesal.
Lo que insólitamente se vincula con la nueva Oficina Judicial… para convertir a
los secretarios judiciales en recaudadores del señor Montoro… ¿dónde está la
“cuestión procesal”?, ¿qué relación guarda esa función con la NOJ ?
6.
La finalidad, no declarada en forma expresa, es obvia: de un lado, incrementar
las arcas del Estado, como está ocurriendo en tantos otros aspectos. De otro,
reducir costes, limitando el acceso de los ciudadanos a la Justicia por motivos
económicos. Respecto a esta segunda perspectiva hallaremos en los medios
múltiples ejemplos estos días en relación a supuestos concretos en los que le
sale al ciudadano más caro pleitear que aquietarse.
Pero
en el ámbito laboral la medida es, aún, más sangrante. Porque para las grandes
empresas pagar unos cientos de euros para instar un recurso será algo
prácticamente anecdótico, que quedará perdido en una partida menor de su
contabilidad. Por el contrario, para el pequeñísimo empresario ahogado en
deudas por la crisis la medida le puede resultar imposible. Y, por
supuesto, resulta altamente limitadora para el trabajador –y para el
sindicato-, aunque pague sólo el cuarenta por ciento.
Ciertamente,
el Tribunal Constitucional ha declarado con reiteración que el derecho a la
tutela judicial efectiva del artículo 24.1 CE no contempla –con la excepción
del proceso penal- el acceso al recurso, siendo éste de creación legal. Es por
ello que en materia de tasas existen pronunciamientos del TC que consideran que
su imposición para las empresas solventes y grandes pleiteadoras no afecta al
mentado derecho constitucional, al tratarse –en el símil hecho antes- de
“colesterol bueno”. Así, entre otras, las SSTC 20/2012 y 79/2012. Valga decir
que la Exposición
de Motivos de la Ley
10/2012 contiene la siguiente afirmación: “La reciente sentencia del
Tribunal Constitucional no sólo ha venido a confirmar la constitucionalidad de
las tasas, sino que además expresamente reconoce la viabilidad de un modelo en
el que parte del coste de la
Administración de Justicia sea soportado por quienes más se
benefician de ella”. Obsérvese cómo –al margen que no es “una” sentencia,
sino varias- ni tan siquiera han buscado de qué pronunciamiento concreto se
trata (“la reciente sentencia…”) Pero ocurre que esa “reciente sentencia” dice
más cosas: “Esta conclusión general sólo podría verse modificada si se
mostrase que la cuantía de las tasas establecidas por la Ley 53/2002, de 30 de diciembre,
son tan elevadas que impiden en la práctica el ejercicio del derecho
fundamental o lo obstaculizan en un caso concreto en términos irrazonables”.
Pues bien, ¿no es un obstáculo para acceder a la justicia que un trabajador
despedido que sólo está cobrando el desempleo e impugne dicha extinción tenga
que pagar tasas judiciales en el recurso?; ¿no lo es que tenga que hacerlo un
sindicato o un comité de empresa para recurrir la sentencia recaída en un
conflicto colectivo o un despido colectivo para defender el interés general
cumpliendo el papel del artículo 7 de la Constitución ?; ¿no lo
es que lo deba hacer un jubilado, un inválido o una viuda que recurre por
una diferencia de su prestación?
Pero,
es más, la medida en el ámbito social afecta también al derecho a la igualdad
en la aplicación de la Ley ,
en relación al derecho a la tutela judicial efectiva, en tanto que la cantidad
impuesta para recurrir en suplicación o casación no diferencia entre la gran
empresa y el horno de pan de la esquina. Y aunque establece reducciones para
los trabajadores, es evidente que en muchos casos la medida puede impedir por
motivos económicos el acceso al recurso de éstos. Como señala el amigo
Paco Gualda en su magnífica reflexión publicada
por la Fundación 1º de Mayo: “Hay que tomar en cuenta que los costes
judiciales son para el trabajador gastos necesarios para la obtención de la
renta que asegura su subsistencia, por lo que configurar el pago de tasas y
otros gastos como elementos disuasorios del acceso a la Justicia implica
precisamente, limitar la vía para la efectividad de los ingresos salariales y
las prestaciones de Seguridad Social, que constituyen el sustento básico de
millones de trabajadores y pensionistas”
7.
La Ley 10/2012 ha
batido récords en su tramitación parlamentaria. Ha sido una de las normas que
más rápidamente ha sido aprobada, coartando el debate en las Cortes, según
algún grupo parlamentario. Dicen las mala lenguas que dicha urgencia obedecía a
otras causas: evitar el desaguisado legal que cometió el RDL 20/2012 en
relación a la paga extraordinaria de Navidad de los jueces y el resto del
personal funcionario judicial –tanto por su contradicción con la LOPJ , como respecto al
diferente tratamiento legal de las pagas entre dicho colectivo y el resto de
funcionarios públicos-. Y así, aunque la imposición de tasas nada tenga que ver
con el tema, se incluye una modificación del mentado RDL. Es lo que tiene poner
a economistas a redactar leyes contando con plumas jurídicas poco cualificadas
técnicamente pero imbuidas de los mantras neoliberales (algo que empieza a ser
habitual tras la gran chapuza técnica que supone la reforma laboral del 2012).
A
lo que cabrá añadir que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Parapanda, la Ley elimina la posibilidad de
que los funcionarios públicos comparezcan en el orden jurisdiccional
contencioso administrativo sin asistencia de abogado, como hasta ahora ocurría
salvo en los supuestos de separación de funciones. Es decir, se encarece
notablemente la impugnación de los temas de función pública.
8.
Afirman algunos que el nuevo modelo supone la instauración de una justicia para
ricos. Y algo de verdad hay en ello.
Pero
más allá de esa constatación, el hecho cierto es que el legislador ha
omitido cualquier reflexión sobre las particularidades del proceso social y los
perniciosos efectos que la nueva medida va a tener en el acceso al recurso para
pequeños empresarios, trabajadores y pensionistas.
Si
lo que se quiere es impedir el abuso de los recursos existen otras muchas
medidas posibles de índole procesal. Medidas que, en buena parte, existen ya en
nuestro ordenamiento tras la aprobación de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Social.
Si
lo que se pretende es una inversión en la implantación de la Nueva Oficina
Judicial parecería lógico que se hubiera creado un fondo “ad hoc” gestionado
por el Ministerio de Justicia con participación de las Comunidades Autónomas,
con competencias en las materia.
Si
lo que se pretende es la financiación del forzosamente deficitario servicio
público de Asistencia Jurídica Gratuita –con grandes problemas en algunas
Comunidades Autónomas, especialmente en Madrid- habría de haberse diseñado un
modelo descentralizado.
Pero
nada de eso es el objetivo de la nueva Ley. Claramente, su finalidad es la mera
recaudación. Pero cabrá observar que, como ya se ha indicado, estamos
hablando no sólo de un servicio público conformado como derecho fundamental,
sino de la actuación de atención a los ciudadanos de uno de los tres poderes
constitucionales.
¿Por
qué no hacer pagar a los ciudadanos por ir a votar, en tanto que los procesos
electorales le cuestan dinero al Estado. No sería nada nuevo: ya la Thatcher en los ochenta
intentó instaurar un impuesto por el mero hecho de figurar en el censo –la
famosa y fracasada “poll tax”-
¿Es
que acaso la actuación parlamentaria no comporta gastos públicos?... que los
representados paguen las dietas de desplazamiento de sus representantes…
¿Es
que no nos cuesta dinero el desplazamiento del Presidente del Gobierno a
Bruselas para negociar las condiciones de nuestro rescate?
Y
no se trata de dar ideas. A este paso a alguno de esos privilegiados cerebros
neoliberales (privilegiados por el déficit de impulsos motores entre las
neuronas cuando no se trata de neodarwinismo social) se le puede ocurrir algo
similar.