Ayer, en El País, Felipe
González escribió un artículo que, como era de esperar, está suscitando
ríos de tinta (1). Es cosa lógica, pues
una personalidad como ésta, aproximadamente ágrafa, siempre suscita
expectativas. En lo que a un servidor respecta, el nivel de exigencia a lo que
diga el ex presidente es, naturalmente, muy superior a lo que exprese un
dirigente de medio pelo o a un fifiriche de tres al cuarto. Lo que, en el
fondo, es un elogio a González. Yendo directo al grano: este artículo es una
ocasión perdida. Si es muestra o no del agotamiento político del autor es cosa
que no sabría decir.
De entrada,
quiero partir de la siguiente premisa: en menos de un año ha cambiado
radicalmente la situación, y más todavía con la convocatoria anticipada de elecciones
en Cataluña, disfrazadas para Artur Mas y
sus hologramas de «plebiscitarias» para mayor gloria e interés suyo. Así pues,
el giro ha sido vertiginoso: el presidente catalán se ha movido –más bien
contorsionado--, el PSOE de Sánchez se ha movido y ciertamente el panorama político
general también lo ha hecho. Sólo el Partido Apostólico y don Tancredo Rajoy
permanecen en la columna de Simón el Estilita, muy cerca de la hoy martirizada Alepo. A pesar de ello, Felipe González escribe con
los mismos argumentos de hace un año. Cuando el autor habla de «reformas pactadas que garanticen los
hechos diferenciales sin romper ni la igualdad básica de la ciudadanía ni la
soberanía de todos para decidir nuestro futuro común».
¿En qué consiste esta «ocasión perdida»? Primero, en la falta
de concreción de tales reformas y en el alcance de las mismas. Segundo, en la
ausencia de indicaciones al PSOE de qué hacer ahora mismo, máxime cuando dicho
partido (el de Felipe) propone la reforma de la Constitución con una
orientación claramente federal, y sabiendo que ello provoca urticaria en
personalidades de vieja estirpe socialista y en no pocos sectores del partido. Más
bien, todo indicaría que González, con sus estudiadas omisiones, está propinando
un cogotazo a los federalistas del PSOE y a la Declaración de Granada
que, aunque insuficiente, es el planteamiento oficial. Y tercero, el autor
desaprovecha, intencionadamente suponemos, la ocasión para exigir al Partido
Apostólico una postura que desbloquee (es un decir) la situación.
El articulista pierde la ocasión cuando afirma: «No estoy de
acuerdo con el inmovilismo del Gobierno de la nación, cerrado al diálogo y a la
reforma, ni con los recursos innecesarios ante el Tribunal Constitucional. Pero
esta convicción, que estrecha el margen de maniobra de los que desearíamos avanzar
por la vía del entendimiento, no me puede llevar a una posición de equidistancia entre los que se atienen a
la ley y los que tratan de romperla». He llamado la atención del
paciente lector poniendo en cursiva la palabra equidistancia. ¿De quién: del grupo
dirigente del PSOE o del Partido Apostólico? Más todavía: ¿cómo avanzar hacia
el entendimiento? Nada se dice, salvo las referidas «reformas pactadas» que --dichas
así, sin más concreciones-- suenan a
perifollos de parva retórica.
En definitiva, el nivel de exigencia que exigimos a Felipe
González nos lleva a pensar en que no hay vínculo político entre el cambio que
se ha producido en la situación y lo que propone el ilustre articulista. Aunque,
tal vez, habrá quien me corrija que Felipe ha dicho lo que tenía que decir, a
saber: decirle a su partido que se meta en la faltriquera eso del federalismo y
no romper un hilo, conductor o no, con el Partido Apostólico.
Por lo demás, tal vez ustedes hayan caído en algo no
irrelevante: cada vez que, tiempo ha, voces informadas aclaraban que Cataluña
no entraría en la Unión Europea
y otros elementos –algunos de ellos los recuerda Felipe González--, analistas y
académicos independentistas respondían a ese envite con una serie de
consideraciones que, como mínimo, podían suscitar una elemental discusión;
ahora, a tales advertencias se da la callada por respuesta. Es como si se
tratara de una cuestión teologal: la fe no admite ni tecnicismos ni, mucho
menos, argumentos. Aquí lo que rige es el famoso constructo del Credo quia absurdum que dejó escrito
para muchas desgracias aquel Tertuliano del siglo Segundo. Esa fe, pues. O, lo que es lo mismo, «quien
no esta con nosotros, está contra nosotros», que cierta dama con la fe del
carbonero dejó dicha en un reciente mítin de los alistados de Artur Mas. En
resumidas cuentas, la sombra de Tertuliano es alargada, sirviendo lo mismo para
un lavado que para un planchado.