4.
Puede resultar revelador analizar en
profundidad la singular construcción política, pero también jurídica, trufada
ciertamente de ideología, que Gramsci propone para legitimar la función de los
organismos de dirección de las empresas industriales que sustituyen a la
propiedad y a las viejas direcciones empresariales, en el momento de la
ocupación de las fábricas, en el verano de 1920: los consejos de fábrica.
Como es sabido Gramsci los definió «embriones de un nuevo Estado» y sobre
todo «organismos públicos», contraponiéndolos drásticamente a la «categoría» de
las asociaciones privadas (y caducas) a la que pertenecían tanto los partidos
políticos como los sindicatos.
Tenía, ciertamente, razón Bordiga al
denunciar que la ideología consejista elaborada por Gramsci comportaba la
ruptura con el leninismo; y no solo en lo que respecta al rechazo de la función
dirigente y hegemónica del partido respecto de otras formas de organización y
asociación de la clase obrera. Para Bordiga (y para Lenin), de hecho, los
consejos, como organismos de democracia directa (sobre todo en el territorio,
no tanto en las fábricas), eran instrumentos de lucha destinados a la conquista
del poder en el Estado central, y no, en sí mismos, organismos públicos; y
mucho menos organismos autónomos de gobierno de la empresa. Para los
socialistas maximalistas, la legitimación de los consejos destinados a ejercer
una función —delegada— de gobierno de la empresa no podía derivar sino del
Estado central y solo sería verificable, por tanto, después de su conquista y su transformación.
Cualquier otra configuración del poder consejista llevaba el conflicto social
al aventurerismo y a la derrota.
Y tenía probablemente razón, desde otra
perspectiva, Angelo Tasca cuando se preocupaba de reconstruir una estrecha
relación entre la acción reivindicativa concreta de los trabajadores y de sus
sindicatos y la acción dirigida a condicionar, a través del «control obrero», el gobierno de la
empresa, prefigurando en los consejos de fábrica no tanto una estructura
pública separada, como la estructura de base de un nuevo tipo de sindicato.
Como se sabe, Gramsci corregirá después
sus posiciones, bien por la fuerza, o bien por convicción. A veces irá incluso
más allá por ese camino, como en el caso de su elaboración acerca del partido
como príncipe moderno.
Pero sería equivocado, cuando se
reflexiona también sobre los problemas actuales, despreciar o eliminar la gran
intuición presente en la investigación de Gramsci al identificar, a diferencia
de Lenin y del socialismo maximalista, el lugar del trabajo colectivo, el lugar
de la producción de riqueza, el lugar de la cooperación y del conflicto —que
constituye ciertamente el embrión de cualquier sociedad, si no de cualquier
Estado— como el ineludible punto de partida (y no como el punto de llegada) del
cambio de la relación entre gobernantes y gobernados en la sociedad civil.
En el consejo de fábrica Gramsci buscaba
de hecho configurar una sede
de decisión, cierto que delegada por los trabajadores, cierto que todavía
separada de la promoción de nuevas formas de autogobierno en el trabajo —ya
hemos visto las razones de ese «vacío»—, pero de ningún modo delegada por un
Estado centralizador. En el proyecto consejista de Gramsci se delinea, de
hecho, una concepción del Estado basada en un sistema de autonomías, no solo
territoriales, y en la libre expresión de una pluralidad de sujetos
institucionales: el parlamento, el poder ejecutivo, los consejos, los partidos,
los sindicatos, las asociaciones.
Al valorar críticamente la formulación,
sin duda improvisada y «forzada», de un consejo de fábrica entendido como
«organismo público» contrapuesto a las asociaciones privadas (partidos,
sindicatos), no puede ser infravalorada la preocupación de Gramsci por
comenzar, sin esperar el momento mágico de la ocupación del Estado, una
«revolución institucional», en primer lugar en el seno de la sociedad civil, al
modificar, sobre todo en la empresa, las relaciones entre gobernantes y
gobernados. También aparece esa tensión en su intento de legitimar una
«sustitución en las funciones» entre propiedad y management de la empresa y consejos de fábrica.
Además, en la definición del consejo
como un «organismo público» es plausible atribuir a Gramsci un intento, en
verdad extraordinariamente innovador, de hacer
entrar, aunque a través de una instrumentación improvisada y equivocada, al
trabajo y a los trabajadores como tales en la «polis», desde la consideración
de que ésta, la comunidad política, no se agota necesariamente en el Estado; y
abrir así una brecha en el gueto del derecho privado y familiar en el que una
tradición secular había encerrado al mundo del trabajo.
En abierta ruptura con la doctrina
liberal, que mostraba en la ausencia de propiedad y de independencia económica
el obstáculo insuperable que inhibía el pleno acceso del trabajador subordinado
a los derechos de ciudadanía —y sobre todo a una ciudadanía activa— también en los centros de producción;
que defendía, sobre la base de este dogma, la impermeabilidad del universo
privado de la familia, de la relación patriarcal, de la relación entre los
sexos y del trabajo subordinado a la cultura de los derechos y deberes, a la
cultura del contrato social, Gramsci verá en definitiva, precisamente en las
características del trabajo subordinado, tras el cual hay siempre una persona
sometida a la decisión discrecional de otra, el fundamento de un derecho a la
decisión compartida y a la ciudadanía activa. Y esto, no hay que olvidarlo, sin
ninguna necesidad de invocar, como un a
priori determinante, la
atribución preliminar al Estado (o a cualquier otra estructura de poder) de la
propiedad de los medios de producción y la conversión al ámbito de lo «público»
de ese derecho concreto de propiedad.
Es cierto que debido a la «tenaza» antes
mencionada entre historicismo finalista y voluntarismo, bajo la cual permaneció
siempre encerrada la labor de búsqueda de Gramsci (y quizás fuera esa
precisamente la causa de que calificara la construcción artificial e ilusoria
de los consejos de «embriones de Estado»), su reflexión no aborda la
elaboración de una cultura de los derechos individuales y de las oportunidades
de realización de la persona en el trabajo. Por la misma razón, la sociedad y
el Estado de las autonomías, que Gramsci (y con él Gobetti) prefiguró y en el
que se incluía a las empresas, no llegó a configurarse como una concepción
completa fundamentada en el pluralismo de centros de decisión y en la
dialéctica, también institucional, entre el Estado y la sociedad civil,
implicando no solo a sujetos políticos como los partidos y sindicatos, sino a
todo el universo de las asociaciones no estatales, que habría visto legitimada
por esa vía su participación en la formación de procesos decisionales de
interés colectivo sin sustituir a las asambleas representativas.
Después de Gramsci, durante un largo
periodo la cultura del movimiento socialista no conseguirá ir más allá de su
gran intuición e intención de regular la relación de trabajo, incluso el
subordinado, sobre la base de principios no muy diferentes de los que en
derecho público tutelan las prerrogativas de la persona y del ciudadano.
Estamos, todavía hoy, ante una cuestión
no resuelta: las reglas que presiden la disponibilidad de la persona que
trabaja bajo el mando de otra (no de la mercancía trabajo, que es intercambiada
en el mercado gracias a una ficción jurídica) permanecen excluidas de la
normatividad de los derechos de ciudadanía. Igualmente, permanece excluida de
la normatividad de los derechos de ciudadanía la determinación de ese objeto
del proceso decisional que es la prestación del trabajo concreto, reconducible
a una persona concreta (con sus derechos y sus responsabilidades), la cual no
puede ser anulada por la vía de su asimilación a un «trabajo abstracto»,
descomponible y transformable en mercancía.
5.
Se pueden deducir consideraciones
parecidas acerca de las verdaderas razones de la actualidad de Gramsci si se
examina a contraluz y desde una perspectiva laica su larga y no siempre lineal
búsqueda en torno a la cuestión de la hegemonía.
Si nos liberamos de una lectura acrítica
y simplista de la concepción gramsciana de la hegemonía, es difícil, de hecho,
sustraerse a la apreciación de que, sobre todo en los Cuadernos, el concepto de
hegemonía se acoraza de coerción y en cierto modo atenúa pero no suprime la
violencia que las elites revolucionarias
son llamadas «por la historia» a ejercitar sobre los hombres de carne
y hueso, autorizadas para ello por la legitimación propia de quien interpreta
los destinos de estos, y quizás incluso sus voluntades recónditas e
inexpresadas.
El obrero de la civilización «fordista-socialista» se convierte así
en un Alfieri inconsciente de serlo, atado a la silla no por su ayuda de cámara
sino por el severo preceptor impersonal del partido de vanguardia. Y aparece el
«hombre nuevo», forzado a expresar sus potencialidades, en contra de su
voluntad y de su propia «animalidad». Se trata de una concepción en la que, más
allá de sus muchos matices, el voluntarismo visionario que legitima la
autoridad de las elites lleva la indagación de Gramsci por caminos que hoy nos
parecen aberrantes. Si no a la teorización de una suerte de «fordismo de
Estado», a algo muy parecido a aquel modelo de Estado-planificador que
fascinaba en los años treinta a muchos dirigentes del movimiento socialista y a los jefes de
la Unión Soviética.
Pero en los años del Ordine Nuovo, en los años de la
experiencia turinesa, si bien está ya presente en las reflexiones de Gramsci
aquel voluntarismo «iluminado»,
capaz solo de acelerar las etapas del «progreso» pero no de cambiar sus formas,
sus espacios y su recorrido, se advierte a la vez una gran preocupación por
ofrecer a los trabajadores, oprimidos por la jerarquía de la fábrica y
expropiados de sus saberes, nuevos instrumentos cognitivos capaces de
garantizar el aumento de su autonomía
cultural. Gramsci no se resigna a pedir a las generaciones obreras,
aplastadas por la carga de un trabajo fragmentado y «embrutecedor», sin mayor
sentido ni significado, que sacrifiquen también su propia autonomía de
conocimiento y de decisión, en nombre de un poder delegado por otros (y
puramente visionario), en nombre de la libertad de las generaciones futuras. Y
desde luego no se limita a sugerir, como oportunos complementos (y
compensaciones) de la aplicación del sistema taylorista, el aumento de salarios
y la reducción de la jornada de trabajo (como decía Lenin y como escribirá el
mismo Gramsci en los años de losCuadernos).
Para el Gramsci de los años veinte, de
hecho, a la espera de que los trabajadores conquistasen un efectivo poder de
decisión y una mayor libertad en su trabajo, había que promover la apropiación
inmediata de una cultura de base polivalente, capaz de proporcionar una visión
global de los procesos productivos y de los mecanismos de decisión. Esta estaba
destinada a cumplir una función decisiva en la formación de una nueva clase
dirigente (y no tanto de unaelite predestinada),
consciente de sus propios límites y de sus propios vínculos, así como de sus
propias y crecientes potencialidades de autogobierno; capaz, por eso mismo, de
convertirse en culturalmente hegemónica en la sociedad civil.
La educación y la formación que los
consejos de fábrica debían garantizar a todos los trabajadores,independientemente
de sus funciones circunstanciales, no estaba de hecho basada en el
aprendizaje de las reglas básicas del oficio y ni siquiera era reducible a la
difusión de algunos rudimentos técnicos desprovistos de sus fundamentos
teóricos (como viene a suceder, en el lenguaje actual, con el uso del ordenador
y el basic english).
Aquella consistía, por el contrario, en la adquisición de una cultura de base,
abierta a las más diversas y cambiantes experiencias profesionales; y en el
conocimiento del entramado de relaciones complejas que existe entre los
distintos segmentos del proceso productivo y da un significado global a una
serie de actividades parceladas, singulares, aisladas y aparentemente privadas
de sentido. Esa educación debía conferir un conocimiento que, al estar basado
en el dominio de los sistemas relacionales que gobiernan la empresa, podía
permitir la formación de una cultura crítica entre los trabajadores
subordinados, haciéndolos capaces no solo de aplicar soluciones prefijadas,
sino de «resolver problemas».
No por casualidad Gramsci habla ya, a
este respecto, de una especie de revolución cultural que deberá realizarse a
través de un proceso de formación y de información sistemático y permanente.
Por más que parece escapársele la insostenible contradicción que surgiría entre
la conquista de esa cultura de base y la expropiación incesante del saber y del
saber hacer que la aplicación del sistema taylorista conlleva como necesidad
ineludible.
En cualquier caso, pensar en una cultura
de la hegemonía sobre estas bases, y no ya a partir del énfasis en el papel
prometeico de las elites o de los políticos profesionales,
querría decir, hoy, afrontar de verdad con instrumentos inéditos la gran
amenaza que pende sobre los hombres y mujeres del siglo XXI: la fractura, que
puede llegar a ser irremediable, entre quien detenta y amenaza con mantener el
monopolio del saber, y quien es o puede ser excluido (también a causa de la
cada vez más veloz obsolescencia de las herramientas especializadas) del
dominio de los más modernos lenguajes del saber, y se convierte cada vez en más
incapaz de dar un sentido y un significado a las exigencias o a las órdenes de
las que es receptor.
También en este caso, pues, Gramsci nos
proporciona estímulos importantes para una investigación dirigida a recomponer
una «comunicación» entre las transformaciones de la sociedad civil y la
construcción, también desde el punto de vista institucional, de un proyecto
reformador capaz de basarse en un análisis crítico de los conflictos que
recorren esta sociedad y de las mediaciones capaces de mejorar las exigencias
de libertad y las oportunidades de autorrealización de las personas que
trabajan autónomamente o bajo la dirección de otros.
Gramsci nos aporta estos estímulos,
desde luego, no a través de una obra compacta y lineal, sino a través de una
búsqueda que es preciso descifrar críticamente, a través de una reflexión
marcada por profundas contradicciones y por obstáculos de naturaleza
ideológica. Es necesario «liberar» de esos escollos el método de indagación
sobre la sociedad civil como «teatro de todas las historias» utilizado por
aquel a quien debemos el descubrimiento de una nueva dimensión, cultural pero
también ética, de la acción política.
La búsqueda esforzada y contradictoria
de Gramsci nos interpela todavía, tanto en sus intuiciones felices como en sus
fracasos. Unas y otros, de hecho, nos sirven de ayuda para no volver a
recorrer, en un mundo sacudido por gigantescas transformaciones, los caminos de
una nueva revolución pasiva; para no limitarnos a «planear» sobre las «novedades» en
el intento de gobernar los efectos de una modernidad que se nos hace
indescifrable en su génesis y en su futuro. Si la interrogamos críticamente,
esa reflexión nos ayuda a no permanecer como espectadores, o incluso esclavos,
de la nueva revolución que está en marcha en la sociedad civil; una revolución
que, por ahora, está dirigida por fuerzas que escapan al control democrático de
la ciudadanía, y se orienta hacia desenlaces que nadie puede prefigurar
precisamente porque, una vez más, nos encontramos frente a un proceso
contradictorio y abierto a las más diversas soluciones. Y sobre todo, nos ayuda
a conjurar el verdadero y mortal peligro que acecha en nuestra época a
cualquier proyecto reformador (cuya necesidad tantos sienten, pero cuyos rasgos
y valores tanto nos cuesta definir): el de no ser capaces de alzarnos a la
condición de protagonistas conscientes de una historia que está todavía por
escribir.
Traducción: Javier Aristu y Paco
Rodríguez de Lecea
http://lopezbulla.blogspot.com.es/2015/07/vias-heterodoxas-de-la-izquierda.html