José Luís López Bulla*
Quiero agradecer, sin ningún tipo de protocolo, a la consellera Monserrat Tura que me invitara a participar en estas Jornadas de celebración del Centenario del Palau de Justicia. Para un servidor es un gran honor, máxime si tengo a mi lado al president Jordi Pujol compartiendo mesa y micrófono. En todo caso debo decir que encuentro desmesurada mi participación, dado que hay en Catalunya muchas personas con más sufrimiento y experiencia –con más largos años de condena— que la mía. Si recurriéramos al rico argot carcelario de la época, diré que tuve una condena “de chorizo”, comparada con la que sufrieron, por ejemplo, mis maestros Ángel Rozas y Ángel Abad, sindicalistas también. Por no hablar de la larga condena del amigo Miquel Núñez en Burgos, toda una leyenda para los jóvenes comunistas de aquellos tiempos. Por no hablar tampoco de la cantidad de veteranos que, en tiempos más difíciles que los míos y en condiciones mucho más ásperas, fueron condenados a largos años de prisión o campos de concentración que, al margen de las diferencias jurídico técnicas, son igualmente la privación de lo que la vieja canción, La Varsoviana, calificaba como “el bien más preciado es la libertad”. Mucho más duras, también, cuando salían en libertad. Pues tenían que presentarse periódicamente en comisarías y cuartelillos; eran desterrados a otros lugares; y con frecuencia se prohibía que tuvieran avaladores para rehacer sus vidas. Esta fase no la vivió un servidor. O por no hablar de las condiciones carcelarias de hace un siglo. Explica Benedict Andersen en su libro “Bajo tres banderas” (sobre los movimientos de liberación nacional en Filipinas, Cuba y Puerto Rico) que cuando llegaron --forzados, claro está— grupos de filipinos al presidio militar de Montjüic iban todavía con aquellas ropillas y aquellas sandalias, pasando las criaturas un frío de muerte. La lucha solidaria de los presos –incluidos los de delitos “comunes”— les salvó la vida. Eran los tiempos de José Rizal, Isabelo de los Reyes, Fernando Tarrida del Mármol y otras figuras de gran importancia.
Aclaro que esta intervención es solamente un conjunto de recuerdos. No hay, pues, ninguna pretensión de historiar porque este importante cometido no me corresponde; es más me disgusta que no se sepan deslindar convenientemente historia y memoria, dos formas distintas, por naturaleza y fines, de acceder al pasado, que hoy es habitual identificar de forma errónea.
Dicen que, cuando a Juan XXXIII le presentaron “la parola d’ ordine” del Concilio Vaticano II –la Iglesia y el Mundo--, el buen papa corrigió el texto y escribió “la Iglesia en el Mundo”. La preposición que introdujo Roncalli era ciertamente significativa de lo que tenía entre manos. Pues bien, una cosa parecida debería yo haberle dicho a Alex Masllorens cuando me llamó por teléfono para convocarme a este encuentro: “Las prisiones en el franquismo”, como dando a entender, siguiendo la enseñanza de Juan XXXIII que no había separación entre lo uno y lo otro. La sorpresa de la invitación y el postín de ser convocado me impidieron caer en la cuenta. Porque, más allá de la metáfora, lo cierto es que la Dictadura fue una inmensa, una difusa prisión, que iba más allá de las rejas de las cárceles y penales.
En 1967 ingresé por primera vez en la prisión de Mataró; dicen que fue la primera cárcel “modelo”. Después recorrería las prisiones de Barcelona, Granollers, Zaragoza (donde estuvo Jordi Pujol) y Soria. Tuve, no obstante, la suerte de escaparme en 1972 de las famosas detenciones del Proceso 1001 –protagonizada por Marcelino Camacho, conocida popularmente como “Los diez de Carabanchel”— gracias a la pericia en esos menesteres de mi maestro Cipriano García, que en paz descanse. Lo cierto es que nos escapamos de una buena. Todas mis estancias en prisión lo fueron, según las condenas del juez Mariscal de Gante, Presidente Tribunal de Orden Público --creado en la primavera de 1963 para sustituir a los tribunales militares en la represión de los delitos políticos y sindicales-- por mi adscripción al movimiento de Comisiones Obreras, tras haber sido declarado explícitamente como organización ilegal e “hijuela del Partido Comunista”, por el Tribunal Supremo en marzo del 67. Según algunos estudios, fuimos cerca de mil los sindicalistas de mi quinta que estuvimos privados de libertad. Me estoy refiriendo al periodo de 1964 a 1974. Como es natural, a lo largo de todo el franquismo la cifra es muchísimo más abultada.
La cárcel era un universo contradictoriamente cerrado para nosotros. De un lado estaba la privación de la libertad; de otro lado, la consciente preparación cultural y política de los presos. Por lo general, según mis recuerdos, lo habitual era la tranquilidad con que se asumía el hecho, tan sólo perturbado por lo que conocíamos con el nombre del “día del preso” que, de tiempo en tiempo, aparecía con unas manifestaciones de melancolía, relacionado o no con algún acontecimiento familiar o algún recuerdo del pasado. Para hacerme entender un poco, diré que los momentos pasajeros del día del preso te dejaban una sensación parecida a cuando oyes el “Va pensiero” de los coros de Nabucco: una cierta melancolía, aunque esperanzada.
Pasado el mal trago, la tranquila normalidad de la actividad y el estudio volvía a ser habitual. O, incluso, el momento de creación artística en el caso del poeta Marcos Ana que escribió en el Penal de Burgos unos versos hermosísimos, cuya lectura recomiendo muy de veras. Me dicen que la vida de Marcos Ana la está llevando al cine Pedro Almodóvar. Debo insistir que estoy hablando de los últimos quince años del franquismo: la situación anterior, según los comentarios de mis amigos y compañeros, fue extraordinariamente dura.
Me interesa destacar la función propedéutica que tuvo la cárcel y su inutilidad como artefacto totalmente represor. Nosotros teníamos en el penal de Soria planes de estudios diversificados por los conocimientos del alumnado. Desde la enseñanza más primaria hasta el estudio de carreras universitarias como Económicas, Derecho y Filosofía, pasando por el bachillerato. Los componentes de un expediente de obreros portuarios de Las Palmas que salieron sabiendo mucho más que leer y escribir, hasta la titulación de bachilleres de algunos trabajadores metalúrgicos sevillanos. O el caso de algunos economistas que obtuvieron allí el título. Los exámenes estaban presididos lógicamente por tribunales que acudían a la prisión: el malogrado Ernest Lluch acudió a examinar a algunos compañeros. Aquello fue posible en Soria porque el director del penal era un humanista, discípulo y amigo de don Joaquín Ruiz Jiménez, un hombre que permitió la entrada de los libros que nos enviaba Manuel Sacristán o incluso discos, gracias a la solidaridad del maestro Antoni Ros Marbà. Era curioso escuchar a Mozart, ver a José Manuel Fariñas (estudiante de Económicas) trabajar con integrales en un encerado y ver a Jaime Montes memorizar el rosa rosae. Y era no menos curioso observar a un veterano comunista valenciano, Miguel Pineda, copiar primorosamente a mano un grueso texto de filosofía marxista para que sirviera de estudio. O ver a mi maestro Ángel Abad dando clases de lógica formal. No hace falta que diga que aquel director duró poco y las cosas empezaron a cambiar. La excusa fue la negativa a acudir a misa que se puso en marcha por todos, excepto por el minoritario grupo de etarras que consideraba nuestra postura como contraria a los mandamientos de la Iglesia,… En resumidas cuentas, cuando se afirma que la cárcel era una universidad estamos hablando de algo más que una metáfora. Lo que, desgraciadamente, es aplicable para otros menesteres y otros tipos de gentes.
Esa “universidad” contaba, en el caso de los presos de Soria, con un buen arsenal de libros de la legendaria editorial Nova terra. Allí pudimos estudiar, entre otros, un libro “Los fraudes de la productividad” con escritos de gente tan solvente como mis amigos, sindicalistas de la CGIL, Bruno Trentin y Vittorio Foa, que falleció hace unos días; Trentin nos dejó hace un año, meses después de venir a Barcelona invitado por Rafael Hinojosa, en sus tiempos de presidente del CTESC. De un joven Rafael Hinojosa que precisamente era el editor de los libros de Nova terra que los amigos nos enviaban a Soria. O del libro, que también teníamos, “Historia del movimiento obrero español” de Núñez de Arenas. Vale la pena decir que, en todo caso, lo que nosotros disponíamos era el fruto de una conquista que las anteriores generaciones habían conseguido en condiciones de extrema dureza. Una dureza que no impidió que, por ejemplo en Burgos, los presos contaran con un aparato de radio (clandestino, por supuesto) que guardaba celosamente –según parece en el interior de un queso manchego-- mi maestro Cipriano García, ayudado por Tranquilino Sánchez, un reputado dirigente de Comisiones Obreras, que también falleció.
Las prisiones fueron también otro lugar de lucha antifranquista. Así lo evidencia el mero hecho de preparar cultural y políticamente a los presos para que, cuando salieran a la calle, seguir combatiendo la dictadura. Y, por supuesto, lo más llamativo: las huelgas de hambre y otras formas de protesta tanto en exigencia de mejores condiciones de vida como por la libertad de conciencia; también, claro está, en solidaridad con la acción colectiva de la lucha antifranquista en la calle. Vale la pena decir que algunas de las huelgas de hambre fueron dramáticas, así por la dureza de esa forma de protesta como porque aquello acarreaba el inmediato ingreso en la celda de castigo.
Me gustaría hablarles un poco de la personalidad de los presos. Como diría Thomas Mann eran “hombres de gran formato”. Pero, especialmente, eran gentes de mucha naturalidad, esto es, no eran superhombres ni exponentes de ningún santoral laico. Eran la expresión concreta de lo que significaba la idea de la libertad, la personificación de una gran parte del discurso de Pericles a los atenienses tal como lo dejó escrito Tucídides en su libro “Las guerras del Peloponeso”. Éramos, muy mayoritariamente, trabajadores industriales y otras formas de lo que el Derecho laboral denomina el trabajo heterodirecto. Muy pocos tuvimos condenas de pocos años. Llegué a conocer en Soria a compañeros con más de veinte años de cárcel a sus espaldas, algunos de ellos todavía penaban por haber estado en las guerrillas del maquis. Por lo general se trataba de personas autodidactas cuyos conocimientos se habían ido sistematizando a través de los planes de estudio que los responsables (me refiero también a presos) habían ido creando. Hombres de gran formato, mujeres de gran formato. Gentes que nunca se plantearon, por así decirlo, “la inocencia del futuro” en los términos de Nietzsche sino aquella “libertad de los que no la tienen”, como dejó escrito Arthur Rimbaud.
Frente a nosotros estaban los toscos e ignorantes funcionarios de prisiones: una gran mayoría de ellos todavía venía de la soldadesca vencedora de la guerra civil y de los primeros años de la dictadura. Un personal fácilmente sobornable especialmente con el dinero que nos llegaba de la solidaridad, tanto de la que venía del país como del extranjero. Debo manifestar, entre paréntesis, que la ayuda internacional –en presión política, dinero y en toda clase de especies— que nosotros recibimos jamás fue superada (por lo menos hasta la hora presente) por lo que después hemos hecho con otros países en una situación, igual o parecida, a la que sufrió España.
Como dije anteriormente Vittorio Foa –uno de los grandes sindicalistas italianos más importantes del siglo pasado— ha muerto hace unas semanas a la edad de 98 años. Meses antes publicó un libro “Le parole della política”. Amigo de Primo Levi y Norberto Bobbio, de Sandro Pertini y Rita Levi Montalcini. Pues bien en 1998 se publicaron (en Einaudi) sus “Lettere della Giovinezza”, es decir, su epistolario de cárcel durante el periodo del 1935 a 1943. El libro se ha reeditado seis veces con tiradas asombrosas. El dato fundamental es que la mayoría de sus lectores son gentes jóvenes. O, tal vez, por la forma de ser del amigo italiano, por la manera con que conecta sentimentalmente con la juventud. Siempre lejana a la natural forma de contar las cosas del abuelo Cebolleta. Una muestra del talante de Foa es lo que afirma: “Se puede estar orgulloso del propio pasado, pero al mismo tiempo uno tiene que ser humilde, profundamente humilde respecto del sufrimiento infinito de millones de personas que han dado el sacrificio de su vida, de su libertad, de su bienestar, creyendo o no creyendo, creyendo de forma justa o creyendo de forma equivocada, pero sufriendo humanamente”.
Voy concluyendo. Hasta hace poco tiempo la historiografía sobre las prisiones españolas bajo el franquismo era bastante exigua; afortunadamente parece que las cosas van cambiando y ya podemos hablar de libros que tratan el tema con seriedad científica y de relatos (como por ejemplo “Cárcel de mujeres” de Tomasa Cuevas, que en paz descanse, una amiga galardonada con la Creu de Sant Jordi) que pueden servir para dejar un concienzudo testimonio de lo que fue aquel horror.
Gracias.
* Conferencia en el Museu d’ Hisória de Catalunya (6 de noviembre de 2008) con motivo del Centenario del Palau de Justicia de Barcelona.