Otra vez, desgarbadas las filas y marcialmente desordenadas, se oyen las voces de algunos: “La transición española fue un acto de renuncia”. Tuve ocasión de entrar al trapo de esta recurrente discusión a raíz de la publicación de un artículo sobre el tema del historiador Ferran Gallego en “El País” el domingo pasado. Mis contertulios de tabernilla pertenecen a diversas generaciones, incluida la que vivió directamente aquella etapa tan requetediscutida. Matiz más, matiz menos estos fueron mis razonamientos. Pero, antes de entrar en harina, lo sorprendente de nuestra conversación es que nadie aludió al pretexto que nos llevó a la discusión, esto es, el artículo de Gallego. Me arremango los brazos de la camisa y entro en el asunto.
Observo que una novedad en la discusión de la transición es que se ha convertido en una coartada de las dificultades que tienen algunas expresiones políticas y determinados grupos (de la más variada condición) para situarse o resituarse en el actual quehacer público de nuestro país. Por lo general el mensaje que parecen trasmitir es: “nosotros no teníamos altas responsabilidades a la hora de decidir” (unos), “nosotros no estábamos ahí” (otros). El punto de contacto entre ambos sería: la transición fue una renuncia de los mandamases de la política de aquellas añadas, aunque los hay también que utilizan un lenguaje con más desparpaja contundencia, esto es, aquello fue una traición. Si intentas tirar de la manta, el hilo conductor de mis contertulios está buscando, no exactamente la aproximación a un proceso histórico sino la búsqueda de una serie de justificaciones que puedan explicar una serie de fracasos propios, un conjunto de limitaciones (también propias) para representar, como ellos desearían idealmente, a una mayor parte de la ciudadanía. Así pues, que ciertos sectores de la izquierda se encuentren en una determinada precariedad o que sectores independentistas no se vean, en su autorizada opinión, en puertas de conseguir sus reivindicaciones, queda explicado por la renuncia o la traición. En lo atinente a estos últimos vale la pena traer a colación hasta qué punto se distorsiona –tal vez a sabiendas y queriendas— la historia, la historia más reciente. Por ejemplo,…
… en un reciente acto independentista celebrado en el Palau de la Música, las imágenes de las potentes manifestaciones de masas de la famosa primavera Barcelona de 1976 (“amnistia, llibertat i Estatut d’ Autonomia”) se metamorfosearon en la “independència de Catalunya”. La señal de aquella sorprendente transformación simbólica era: véis, véis, con aquel gentío, que gritaba independencia nos quedamos en tres chucherías gracias a la renuncia y la traición de los capitostes que estaban en primera línea. Francamente, es posible que este personal sea sincero, pero la sinceridad no equivale a disponer de los mínimos conocimientos de aquella época, ni de ninguna otra. En caso de insinceridad –si la hubiere, lógicamente— no es posible conversar. ¿Qué no tenemos república? La responsabilidad estaría, nuevamente, en aquella hermandad de renunciantes o, peor aún, en aquella acomodada tribu que no quiso estar por la labor. Así las cosas, lo mejor es acudir al concepto teologal de la “renuncia” como explicación del fenómeno. O bien, encontrar la explicación en el concepto civil (o militar, si es el caso) de la “traición”. Pues no, …
… no divago de ninguna de las maneras: tanto la renuncia como la traición disparan, con estrafalaria energía, contra el instituto del pacto, del hecho de la negociación. De ahí que el pacto sea visto por mis contertulios de taberna como un comistrajo de renuncias y no como la compatibilización de unos vínculos mínimos no contradictorios entre sí. Y con mayor precisión: el hecho de no (querer) entender que esos vínculos mínimos son el hecho constitutivo del pacto. Un pacto que, por lo demás, suele ser con inusitada frecuencia el resultado de lo que en política se llama las relaciones de poder o las correlaciones de fuerza, como se decía en mis años mozos. Unas relaciones que se van creando, con sus meandros más o menos representativos, a lo largo de tiempos. Comoquiera que…
… la memoria es flaca les recordé a mis cofrades de taberna algunas piezas del anecdotario de mis años mozos en la importantísima ciudad de Mataró. Durante años, las únicas manifestaciones -–durante el franquismo, ¿eh?— en exigencia de las libertades democráticas y nacionales del pueblo de Catalunya fueron convocadas por Comisiones Obreras y el Partit Socialista Unificat de Catalunya (comunista). Salvo rarísimas excepciones los manifestantes eran trabajadores de la industria y la construcción. Los grupos que afirmaban rotundamente estar a la izquierda de los convocantes nos acusaban caritativamente de “hacerle el juego a la burguesía”. Una burguesía que tenía tanto interés catalanista como el que yo tengo por la cría del ganado caballar en Dakota del Norte. Un sólo sector de la izquierda social (Comisiones Obreras) y un sólo grupo político –ambos, para entendernos, cuatro y el cabo—podían crear una correlación de fuerzas muy limitada, porque a su izquierda putativa aquello no le interesaba (es más, era una renuncia) y al resto de las fuerzas políticas aquello, en los hechos de la vida política real, esto es, el compromiso militante, ni le iba ni le venia. Debo aclarar que no critico a nadie, simplemente relato la fisicidad de los comportamientos de unos y otros.
En resumidas cuentas, la complejidad de todo un proceso histórico queda reducido en el acné de mis contertulios de cafetín carajillero a mera renuncia: no franciscana, no estoica sino traidora. Y como esos llamados científicos sociales que ponen primero la conclusión y sólo buscan los datos que conducen al ideologicismo apriorístico, situar en primer lugar la renuncia y, a continuación, se ehebra un manojo de ajos con el rumbo puesto en la traición. La observación de que la consciencia real era una y la posible otra para crear unas relaciones de poder; la existencia de unos poderes fácticos todavía muy potentes; el hecho de una feroz crisis económica con unas cotas de inflación del 25 por ciento… no sólo no es tenido en cuenta por mis contertulios sino que ponen las cejas como acentos circunflejos como diciendo que todo ello es irrelevante.
¿Estoy diciendo que la transición fue una maravilla? No padre. Fue el resultado de unos datos, tangibles e intangibles, que de manera imperfecta se hizo en función de unas condiciones que, en parte, se han dicho más arriba. Es de reclamar que se haga historia seria sobre el tema. Sea como fuere, hacer esa historia significaría poner en su correspondiente lugar las discontinuidades que se provocaron. No importa lo suelto de lengua de cada cual, pero tiene un límite: las excusas sobre cómo están algunos en la actualidad no valen; las miserias de hogaño de algunos no es responsable antaño.
Parapanda, 28 de Enero de 2008
Observo que una novedad en la discusión de la transición es que se ha convertido en una coartada de las dificultades que tienen algunas expresiones políticas y determinados grupos (de la más variada condición) para situarse o resituarse en el actual quehacer público de nuestro país. Por lo general el mensaje que parecen trasmitir es: “nosotros no teníamos altas responsabilidades a la hora de decidir” (unos), “nosotros no estábamos ahí” (otros). El punto de contacto entre ambos sería: la transición fue una renuncia de los mandamases de la política de aquellas añadas, aunque los hay también que utilizan un lenguaje con más desparpaja contundencia, esto es, aquello fue una traición. Si intentas tirar de la manta, el hilo conductor de mis contertulios está buscando, no exactamente la aproximación a un proceso histórico sino la búsqueda de una serie de justificaciones que puedan explicar una serie de fracasos propios, un conjunto de limitaciones (también propias) para representar, como ellos desearían idealmente, a una mayor parte de la ciudadanía. Así pues, que ciertos sectores de la izquierda se encuentren en una determinada precariedad o que sectores independentistas no se vean, en su autorizada opinión, en puertas de conseguir sus reivindicaciones, queda explicado por la renuncia o la traición. En lo atinente a estos últimos vale la pena traer a colación hasta qué punto se distorsiona –tal vez a sabiendas y queriendas— la historia, la historia más reciente. Por ejemplo,…
… en un reciente acto independentista celebrado en el Palau de la Música, las imágenes de las potentes manifestaciones de masas de la famosa primavera Barcelona de 1976 (“amnistia, llibertat i Estatut d’ Autonomia”) se metamorfosearon en la “independència de Catalunya”. La señal de aquella sorprendente transformación simbólica era: véis, véis, con aquel gentío, que gritaba independencia nos quedamos en tres chucherías gracias a la renuncia y la traición de los capitostes que estaban en primera línea. Francamente, es posible que este personal sea sincero, pero la sinceridad no equivale a disponer de los mínimos conocimientos de aquella época, ni de ninguna otra. En caso de insinceridad –si la hubiere, lógicamente— no es posible conversar. ¿Qué no tenemos república? La responsabilidad estaría, nuevamente, en aquella hermandad de renunciantes o, peor aún, en aquella acomodada tribu que no quiso estar por la labor. Así las cosas, lo mejor es acudir al concepto teologal de la “renuncia” como explicación del fenómeno. O bien, encontrar la explicación en el concepto civil (o militar, si es el caso) de la “traición”. Pues no, …
… no divago de ninguna de las maneras: tanto la renuncia como la traición disparan, con estrafalaria energía, contra el instituto del pacto, del hecho de la negociación. De ahí que el pacto sea visto por mis contertulios de taberna como un comistrajo de renuncias y no como la compatibilización de unos vínculos mínimos no contradictorios entre sí. Y con mayor precisión: el hecho de no (querer) entender que esos vínculos mínimos son el hecho constitutivo del pacto. Un pacto que, por lo demás, suele ser con inusitada frecuencia el resultado de lo que en política se llama las relaciones de poder o las correlaciones de fuerza, como se decía en mis años mozos. Unas relaciones que se van creando, con sus meandros más o menos representativos, a lo largo de tiempos. Comoquiera que…
… la memoria es flaca les recordé a mis cofrades de taberna algunas piezas del anecdotario de mis años mozos en la importantísima ciudad de Mataró. Durante años, las únicas manifestaciones -–durante el franquismo, ¿eh?— en exigencia de las libertades democráticas y nacionales del pueblo de Catalunya fueron convocadas por Comisiones Obreras y el Partit Socialista Unificat de Catalunya (comunista). Salvo rarísimas excepciones los manifestantes eran trabajadores de la industria y la construcción. Los grupos que afirmaban rotundamente estar a la izquierda de los convocantes nos acusaban caritativamente de “hacerle el juego a la burguesía”. Una burguesía que tenía tanto interés catalanista como el que yo tengo por la cría del ganado caballar en Dakota del Norte. Un sólo sector de la izquierda social (Comisiones Obreras) y un sólo grupo político –ambos, para entendernos, cuatro y el cabo—podían crear una correlación de fuerzas muy limitada, porque a su izquierda putativa aquello no le interesaba (es más, era una renuncia) y al resto de las fuerzas políticas aquello, en los hechos de la vida política real, esto es, el compromiso militante, ni le iba ni le venia. Debo aclarar que no critico a nadie, simplemente relato la fisicidad de los comportamientos de unos y otros.
En resumidas cuentas, la complejidad de todo un proceso histórico queda reducido en el acné de mis contertulios de cafetín carajillero a mera renuncia: no franciscana, no estoica sino traidora. Y como esos llamados científicos sociales que ponen primero la conclusión y sólo buscan los datos que conducen al ideologicismo apriorístico, situar en primer lugar la renuncia y, a continuación, se ehebra un manojo de ajos con el rumbo puesto en la traición. La observación de que la consciencia real era una y la posible otra para crear unas relaciones de poder; la existencia de unos poderes fácticos todavía muy potentes; el hecho de una feroz crisis económica con unas cotas de inflación del 25 por ciento… no sólo no es tenido en cuenta por mis contertulios sino que ponen las cejas como acentos circunflejos como diciendo que todo ello es irrelevante.
¿Estoy diciendo que la transición fue una maravilla? No padre. Fue el resultado de unos datos, tangibles e intangibles, que de manera imperfecta se hizo en función de unas condiciones que, en parte, se han dicho más arriba. Es de reclamar que se haga historia seria sobre el tema. Sea como fuere, hacer esa historia significaría poner en su correspondiente lugar las discontinuidades que se provocaron. No importa lo suelto de lengua de cada cual, pero tiene un límite: las excusas sobre cómo están algunos en la actualidad no valen; las miserias de hogaño de algunos no es responsable antaño.
Parapanda, 28 de Enero de 2008