El
govern català, desde hace demasiado
tiempo, se ha convertido en una olla de grillos del independentismo político
que, se nos dijo, había venido a este mundo a proclamar la república catalana.
Es una casa de tócame Roque que podría darnos una idea aproximada de la forma
de gobernar si se hubiera alcanzado la meta. La cuestión, si queremos dejarnos
de perifollos, es la siguiente: unos, que están en lo de «jécheme osté argo»; y otros, que van dejando pasar el tiempo de
irse de esta casa de la Troya –o sea, los de Junts post post post convergentes—
porque se quedarían en la calle, unos 250 cargos, que, hablando en plata, son
20 millones de euros en sueldos.
Yendo
por lo derecho: la chansón de geste
de aquel 1 de Octubre se ha convertido en algo chirigotero. Con todo,
personajes tan pintorescos como aquel Quim Torra siguen con los brazos en jarras y afirman que «La
partida no se ha jugado todavía». Que no sabemos interpretar si como amenaza de
niño chico o quejío postmoderno. Aunque, a decir verdad, lo estrambótico no es
esta frase (La Vanguardia, de hoy) sino que en su día llegara a ser presidente
de la Generalitat.
Consecuencias
de todo ese cómico itinerario del pomposamente llamado procés: el independentismo ha dejado de ser un sujeto intimidante
en España; pérdida en España y Europa de la autoridad y prestigio de Cataluña; una
pueblerinarización (dispensen el palabro) de la sociedad catalana y,
definitivamente, una crisis de identidad bien visible.
Vale
decir que todo ello ocurre en unos momentos de extremada importancia en Europa
y de movimientos convulsivos en las autonomías españolas en relación al parné,
al puto parné.