Homenaje a Paco Puerto.
Querido José Luis.
Yo
pondría a nuestros comentarios a este segundo capítulo, el título “El final de
las viejas certezas.”
Corrían
los años sesenta, nosotros éramos aún unos mozalbetes de calzón corto, y las
dos viejas certezas estaban ahí, frente a frente como en un ring. A un lado (a
la derecha), un modo de producción basado en una organización del trabajo
'científica' y racional: estandarización de procesos, mecanización, parcelación
y simplificación de las tareas, fungibilidad (es decir, reducción de todos los
trabajos a un fondo abstracto de piezas intercambiables: cualquier trabajador
podía ser sustituido por otro en cualquier momento, sin merma de la
producción). En una palabra, el fordismo.
Al otro lado (a la izquierda), una mano de obra
compacta y masiva, concentrada en grandes fábricas, explotada y reducida a una
condición subalterna, pero combativa y solidaria (solidariamente combativa y
combativamente solidaria).
Todo ello en el ámbito de un estado-nación. La
fuerza de trabajo era nacional, la empresa era nacional, las leyes que
amparaban a una y a otra eran nacionales, los jueces o funcionarios que
arbitraban los conflictos y las fuerzas de orden público que disolvían
manifestaciones lo eran también.
Las
onda expansiva generada por la irrupción de las nuevas tecnologías puso patas
arriba ese panorama: multinacionalización de capitales y de mercados,
aceleración de la toma de decisiones (en tiempo real), cuestionamiento de la
autonomía de las empresas y, más allá de las empresas, de la soberanía de los
estados en muchos campos de la vida económica. Se multiplicaron los centros de
investigación, de innovación y de decisión. Quebró el principio de la
estandarización en la producción y el trabajo se hizo más polivalente, más
flexible y adaptable a mutaciones e imprevistos, con mayor capacidad para
resolver problemas.
La
necesidad de innovar para cubrir el vacío producido por el colapso del fordismo
abrió un espacio nuevo para la intervención de los trabajadores organizados y
para la negociación colectiva. Los trabajadores reclamaron poder de
intervención en la determinación de objetivos cuantitativos y cualitativos de
producción, y de los instrumentos para alcanzar esos objetivos. Lo que se
ventilaba era el final del monopolio del patrón en la organización del trabajo,
los sistemas horarios, los ritmos y los descansos. Y más allá, la puesta en
cuestión del monopolio de los saberes y de las decisiones por parte de la
empresa.
Tú y yo estuvimos en esa guerra, José Luis, y
sabemos cómo acabó. La paradoja fue que el taylorismo sobrevivió al fordismo y
se consolidó. Nunca se llegó a montar una campaña sindical coordinada en torno
a los temas de la organización del trabajo, sólo escaramuzas aisladas. Dicho
con palabras de Trentin, «la intervención del sindicato en estos temas ha sido
discontinua y esporádica, cuando no confusa y errónea.»
Para poder ser más operativas, las empresas
ampliaron su núcleo decisorio a grupos escogidos de técnicos, profesionales y
cuadros altos y medios, y proletarizaron y precarizaron al resto de los
trabajadores de bata blanca. El trabajo de éstos pasó a ser tan fungible y
prescindible como el de los obreros de mono azul. Se establecieron
retribuciones e incentivos para aumentos concretos de producción, e incluso
para aumentos de 'productividad' genérica (sea eso lo que fuere), pero se vetó
a los sindicatos y a los comités el acceso a los centros reales de decisión de
las empresas.
Recuerdo
nuestra preocupación en aquella época por los segundos colegios electorales, y
la iniciativa (frustrada en gran medida) de acercar a los que llamamos TPQ a la
órbita sindical, o bien, de no ser eso posible, por lo menos a la lógica
sindical. Desde entonces ha habido avances (Quim González, a quien aprovecho
para agradecer su saludo, puede hablar de alguno de ellos con un conocimiento
de primera mano), pero discontinuos. También ha habido retrocesos. Las grandes
batallas en torno a la organización del trabajo están aún por librar.
La guerra será larga, dice Trentin. «El 'scientific
management', antes de irse a pique, venderá cara su piel. Los costes sociales y
económicos que habrá que soportar en esta fase de transición prometen ser
extraordinariamente altos y dilapidar el 'capital humano' existente en un grado
sin precedentes en la historia de las sociedades industriales.»
Punto. Eso es lo que se me ocurre comentar en
cuanto al final de la primera vieja certeza, la de una organización científica
del trabajo. Toca ahora hablar de la segunda, la clase obrera.
Las nuevas tecnologías acabaron también con la
concentración de grandes masas de trabajadores en las fábricas. Más aún, la
'fábrica' dejó de ser el 'horizonte vital' del obrero. Son excepciones hoy los
trabajadores que sienten su vida, su familia y sus expectativas vinculadas a
una gran empresa.
Algunos trabajos de ingeniería sociológica han
reseguido el declive progresivo del censo de trabajadores manuales activos. La
conclusión a la que han llegado es que la 'clase obrera' ha desaparecido como
unidad políticamente relevante. No sería cuestión trascendente tal enunciación
si sus efectos se limitaran a un brindis al sol más o menos enfático, al estilo
de aquella sentencia de Woody Allen: «Dios no existe, Marx ha muerto y yo
tampoco me encuentro en buena forma.»
Pero esa conclusión, dice Trentin, ha llevado a las
fuerzas políticas democráticas, 'en el caso italiano' (valga la precisión), «a
un progresivo alejamiento del compromiso con las grandes cuestiones que,
originariamente, justificaban su existencia: la emancipación del trabajo y la
transformación de la sociedad civil.»
El añorado compañero Paco Puerto habría dicho a las
tales fuerzas democráticas italianas que están cometiendo un gravísimo error.
El trabajo es la dimensión esencial del hombre, nuestra forma de estar en el
mundo. No puede haber prioridad más alta para cualquier política que se reclame
de progreso, porque no hay realización posible para la humanidad, no hay
emancipación imaginable, si no es a partir del final de la explotación del
trabajo subordinado.
Entiendo con Trentin que la pérdida de identidad de
la izquierda no se debe a la desaparición de la 'fábrica' ni de la 'clase
obrera', sino al hecho de que la izquierda se ha distraído o bien lleva el pie
cambiado en relación con las transformaciones rapidísimas que están afectando al
universo amplísimo y superpoblado del trabajo subordinado y heterodirigido, y
con los cambios que se están dando en el concepto mismo de trabajo. La salida
del impasse actual de la izquierda y el aprovechamiento de las oportunidades
que ofrece al movimiento organizado de los trabajadores la crisis del fordismo
y el taylorismo, sólo vendrán a partir del análisis concreto de esa realidad
concreta. Saludos, PRL.
-------
Querido
Paco, de este segundo capítulo y de tu comentario deduzco que Trentin se ha
metido de lleno en harina candeal. Y de la lectura de ambos creo que podemos
colegir que la crisis de la izquierda (más bien de las izquierdas) no es cosa
de estos tiempos de ahora. Lo que ocurre es que, de un tiempo a esta parte, las
señales de esa crisis son, a mi juicio, más preocupantes que las de antañazo.
Soy
del parecer, viejo amigo, que preguntarnos por el momento inicial de esta crisis (como hiciera alguien a Zavalita con
aquello de “¿cuándo se jodió el Perú?” es un tanto desenfocado porque la
izquierda estuvo en crisis desde sus orígenes. Por poner algunos ejemplos de
los que me parecen más llamativos: la división entre marxistas y bakuninistas,
las diatribas de Bernstein y el resto del movimiento socialista durante décadas
–por cierto, la expresión más sublime de la malafoyá
granaina fue obra de Pepelópez, el marido de Pilica Bulla que se preguntaba
por qué el padre de Bernstein tuvo el mal gusto de bautizar a su hijo con el
nombre de Renegado por lo que siempre le llamó educadamente Don Renegado--; las
trifulcas entre Lenin y Kaustky, las escisiones de los partidos socialistas que
vieron nacer a los partidos comunistas. Me dejo conscientemente unas cuantas
más porque si no sería el cuento de nunca acabar.
Diríase
que las izquierdas siempre han estado algo más que a la greña entre ellas como
expresión de una crisis itinerante. Aquellas eran crisis de pensamiento y
acción, aunque todas ellas pretendían formular sistemas alternativos al
capitalismo y al resto de las diversas y pendencieras cofradías del resto de la
izquierda: la transformación de la sociedad. Pero, a decir verdad, nunca
apareció con claridad el vínculo entre transformación de la sociedad y
transformación del trabajo. Por ejemplo, ¿cómo iba a ser posible un vínculo
entre lo uno y lo otro si el mismísimo Lenin echó toneladas de incienso al
taylorismo y la socialdemocracia hizo tres cuartos de lo mismo? Por lo demás,
poco caso le hicieron a Rosa Luxemburgo cuando afirmó que “el socialismo no
se hace, y no se puede hacer mediante decretos; ni siquiera con un gobierno
socialista. Las masas son las que tienen que hacer el socialismo, empezando por
el proletariado allí donde están ligados a la cadena del capital, allí donde
hay que romper la cadena” (me he permitido subrayarlo).
En
definitiva, la posición subordinada de las izquierdas institucionales (este
término no tiene en esta ocasión ningún carácter despreciativo ni de retranca
sino meramente descriptivo) –o sea la izquierda exitosa, vincente à la Trentin—es la que origina un desenfoque que todavía dura.
Ahora bien, con todo, ese desenfoque seguía teniendo como objetivo la
transformación de la sociedad y un referente la clase trabajadora. Sin embargo,
en nuestros días la izquierda mayoritaria camina por unos derroteros que
parecen tener como lema el capitalismo tiene los siglos contados.
Por
otra parte, ¿no te parece que ha llegado la hora de revisitar la bondad de las
“vías nacionales al socialismo”? Fue algo que siempre practicó la
socialdemocracia, pero fue Togliatti quien la elevó a los altares de la otra
acera del pensamiento y la práctica. Con todo ello nos metimos en una aporía de
mucho calado: el socialismo no era posible en un solo país, pero sin una
alternativa global tampoco era posible el socialismo.
Así
las cosas, el sindicalismo (o, mejor dicho, los sindicalismos) acabaron
contagiados del fervor taylorista-fordista de sus mentores. Una anécdotas Rabaté el famoso secretario general de los metalúrgicos de la Cgt francesa se pasó media
vida despotricando contra el sistema taylorista; cuando se enteró que Lenin lo alabó
por los siglos de los siglos cambió velozmente su punto de vista, y con la
elegante seguridad de quien se siente vicario, en un congreso sindical
argumenta cantinfleando justamente lo contrario. Por otra parte, dices –y dices
bien— que el sindicalismo sigue siendo un sujeto nacional. Lo que es muy cierto,
a pesar de la existencia de organismos que, en pleno paradigma global, siguen
llamándose internacionales, y su
carácter es de meras coordinadoras.
Con
mucho gusto titularemos este capítulo como El
final de las viejas certezas. Que para un servidor significan las relativas
a la "bondad" del taylorismo-fordismo, y –te pregunto-- ¿podemos seguir
sosteniendo la certeza de las vías nacionales? No es necesario que contestes
ahora porque tenemos por delante diecinueve comentarios con el pretexto del
libro de Trentin. Mientras tanto recibe, desde Parapanda, un abrazo con
aquellos antiguos palmoteos en la espalda que, me parece, tampoco se
estilan ya. JLLB
Parapanda,
29 de abril de 2012.
Posdata.
Sabrás que ayer recibí una llamada telefónica. Una voz preguntó
misteriosamente: ¿Es ahí la ciudad del
trabajo?. Resultó que era Jaume Puig, el
Peli. Cenamos juntos, y al final Carmen Ortega, Roser, Jaume y yo gritamos “¡viva
la libertad!”. Efectos del corazón y del verdejo, naturalmente.