Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado del
Tribunal Superior de Justicia de Cataluña
Es sabido que don Fernando de los Ríos, un
socialdemócrata de la vieja escuela (pese a que era vecino de una ciudad a
pocos kilómetros de Santa Fe y de
Parapanda), volvió escandalizado de su famosa entrevista con Lenin (quien,
por no ser natural de la Vega,
no se caracterizaba por su finura), cuando éste le espetó, en su conversación
en francés y ante su proclama de libertad eso de “pour quoi faire?”. En
realidad Vladimir Ilich, que era también un ilustrado, no estaba negando la
libertad como valor democrático, sino reclamando un para-qué se quería en
aquellos momentos revolucionarios, de imposición “manu militari” de una igualdad de tabla rasa, lo que no dejaba de
ser inaceptable para un liberal progresista como don Fernando. En definitiva,
el viejo (y añejo) debate entre la izquierda no anarquista.
Viene a ello colación simplemente por la
frase, respecto al tan manido pacto que los sindicatos llevan reclamando como
mecanismo de salida de la crisis en España,
que ahora está en boca de muchos y cuyo posible inicio se acaba de
escenificar, aunque con pocas esperanzas de éxito. Parafraseando al líder
bolchevique: ¿para que quieren los sindicatos el pacto?
Ya sé la respuesta, sin que nadie me la dé:
que la función de un sindicato es pactar e, inevitablemente, será concurrente
acudir al ejemplo de los denominados Pactos de la Moncloa, ante la dramática
situación de muchas personas y el estado de la economía. Pero creo
que es ésa una visión que debe ser matizada.
En efecto: el fin de un sindicato no es
pactar. Es, defender los derechos de los trabajadores ante la patronal y los
gobiernos. Sin duda que la experiencia acredita que el pacto es la mejor forma
de defensa de esos derechos, en tanto que por la situación de subordinación
social de los asalariados no se puede pretender imponer a corto plazo
hegemonías alternativas. Pero ello no implica que el pacto sea el fin: como el
propio conflicto, es el medio. De la misma forma que cuando el sindicato ejerce
el conflicto no lo ejerce por él mismo, sino como mecanismo de exteriorización
(y canalización) del malestar entre sus representados, cuando llega a un
acuerdo lo hace porque pretende mejorar las condiciones de vida de éstos.
Digan lo que digan los economistas
neoliberales (y los sociólogos individualistas acríticos), una organización
sindical es algo más que un lobby. No se trata sólo de conseguir una regulación
convencional o legal más cercana a sus intereses (o, en los últimos tiempos,
“menos mala”): también debe tener presente que su objetivo es hacer que el
trabajo asalariado sea menos dependiente, que las ideas de emancipación no se
desvanezcan (esto es: mantener su alteridad y su alternatividad propositiva) y
que el conflicto –aún el que se pierde- genera solidaridades activas (lo que
antes se denominaba “consciencia de clase”), más allá de personales
enfrentamientos, entre sus sujetos. Repito: el pacto no es el fin; es el medio.
El sindicato sigue siendo prisionero de la
cultura del pacto welfariano (aún en mayor medida que de la cultura fordista)
Un pacto en el que decidió –también, buena parte de la izquierda- dejar de
discutir su alternatividad radical y, por tanto, abandonar la pugna por el poder en la empresa, por el control social de
qué se produce y cómo se produce en ella y su vocación internacionalista. A
cambio obtuvo una parte más significativa del pastel –nacional- de la riqueza
para sus representados, unas sensibles mejoras en las condiciones de vida y
unos mecanismos, descafeinados, de participación en la empresa. Un pacto
welfariano que en el caso del Estado español tiene nombres y apellidos, fecha y
fotos: el de la Moncloa.
Qué duda cabe que con el acuerdo interclases
de postguerras en Europa –en España, en 1977- los sectores menesterosos
obtuvieron significativas ganancias. Ahora bien, no todas las izquierdas
aceptaron el contenido del pacto. De hecho, el tristemente famoso quinto
congreso del PSUC y su posterior ruptura se explica –más allá de teorías
conspirativas, de algún historiador que fue en su día parte- en esa clave. Sin
embargo, la realidad es tozuda: los trabajadores y las clases populares dieron
la espalda a las organizaciones de izquierdas –y los sindicatos- que se
situaron contra el acuerdo constitutivo del Estado del Bienestar, salvo
concretos momentos puntuales de conflicto social. Simplemente: el resultado del
acuerdo resultó favorable a sus intereses.
Ocurre, sin embargo, que el pacto welfariano
ya sólo es papel mojado. Y lo es
porque la contraparte ha decidido que, tras el derrumbe de los sistemas
parasocialistas en media Europa y el acomodo –como resultado del pacto- de los
trabajadores de la otra media, ya no precisan seguir repartiendo la parte del
pastel que creen les pertenece por derecho natural. La izquierda ya no da miedo
porque no tiene alternativas. Por el contrario, la derecha sí las tiene, esto
es: el retorno a la sociedad propietarista y el egoísmo que comporta, el fin de
la igualdad y fraternidad como valores sociales, la privatización de lo
público, el desmantelamiento de los mecanismos de distribución de rentas, el
sometimiento de los valores colectivos a la libertad individual, el fomento de
la codicia y el enriquecimiento a cualquier precio… Ante es huracán –que ha
calado profundamente en todos los estratos sociales: sin la aceptación de todo
ello por las capas populares no hubiera sido posible la pirámide de Ponzi que
nos ha llevado a esta tormenta perfecta- buena parte de la izquierda y los
sindicatos mayoritarios no están respondiendo más que con la invocación del
principio “pacta sunt servanda”, es decir, reclamando el cumplimiento del pacto
del pasado siglo. Y paradójicamente la izquierda que no lo aceptó es ahora la
más firma valedora que aquellas conquistas, con la consigna de “ni un paso
atrás”. Ni la izquierda del pacto, ni la izquierda que no lo firmó ofrecen hoy
alternativas plausibles (más allá de la invocación de lógicas y teorías del
pasado siglo).
Me van a permitir que recuerde lo que ocurrió
con el denominado Pacto de las pensiones, de principios del 2011: ante las
imposiciones de los famosos mercados, de la inédita carta de la Troika y rendición final
del Gobierno Zapatero tras las iniciales reticencias, los sindicatos
mayoritarios acabaron suscribieron un pacto de modificación del modelo de
Seguridad Social en base a la lógica de cambiar lo que fuera posible la
propuesta inicial (hacer “menos mala” la nueva regulación) en lo que no era más
que una inercia de la lógica welfariana. Y, por su parte, los sindicatos
alternativos pusieron el grito en el cielo ante
que consideraron una traición (si no recuerdo mal, convocaron incluso
una huelga general de muy escasa incidencia) para que la Seguridad Social
–el mayor logro del pacto social del siglo pasado- no se tocara (pese a que
históricamente habían estado en contra del acuerdo del que surgió el Estado del
Bienestar) Nadie ofreció alternativas sólidas sobre un nuevo modelo de
previsión social. Sencillamente, porque se seguía siendo prisionero, por activa
o por pasiva, de la cultura del pacto welfariano.
Pues bien, apenas dos años después de dicho
Acuerdo de las pensiones, los palos que los sindicatos intentaron poner en las
ruedas de la reforma a peor del sistema de Seguridad Social se han roto:
sucesivos y continuados Decretos-leyes han empeorado, incluso, el proyecto
inicial del Gobierno Zapatero. Y no sólo eso: ya se nos anuncian nuevas
reformas regresivas. Ya se sabe: la necesidad de estabilidad del sistema,
entendida no tanto como un nuevo diseño de protección social –de articulación
de la fraternidad ante la crisis- sino de minusvaloración de la parte de rentas
que se aportan al mantenimiento de las personas no productivas y de
desmantelamiento de la previsión social pública a favor del ahorro individual.
Permítanme ahora la pregunta: ¿de qué sirvió
el mentado acuerdo del 2011? Sólo para demorar en unos meses el contenido
inicial.
Pero no critiquemos únicamente a los
sindicatos mayoritarios. Imaginémonos ahora que éstos no hubieran suscrito el
pacto y hubieran convocado una huelga general, como reclamaban los minoritarios.
¿Seria ahora la regulación de la Seguridad Social mejor? Mucho me temo que la
respuesta a dicha ucronía es simple. Los resultados de las últimas huelgas
generales aún merecen un análisis serio por tirios y troyanos. Y que quede
claro que no estoy diciendo que no se deba acudirse al conflicto: lo que afirmo
es que éste ha de vincularse con propuestas de alternatividad íntegra del
sistema. Si no, el conflicto se convierte en una mera pataleta.
No hay salida para la izquierda sino busca
una alternatividad propositiva global ante el vendaval neoliberal. Alternativa
que ya no puede ser el cumplimiento del acuerdo constitutivo del Estado del
Bienestar, sino una nueva propuesta que cause temor a su contraparte y que
genere esperanzas populares. Si la izquierda y el sindicato no se sacan de la
cabeza la lógica welfariana no podrán avanzar. Permítanme aquí una reflexión
incidental. Las ideas progresistas sólo están avanzando en forma efectiva en
una única parte del mundo: Hispanoamérica.
Pues bien, quizás no sea casualidad que sea ahí, precisamente, dónde no
existió –por motivos históricos: ser el patio trasero del Imperio tenía ese
precio- un Estado del Bienestar sólido (o el incipiente que existía en algunos
países fue dinamitado por cruentos golpes de estado militares, como banco de
pruebas de lo que después fue el neoliberalismo)
No hay que olvidar, sin embargo, otro
elemento importante y significativo: las clases populares también siguen
imbuidas en la lógica welfariana. Y no sólo eso: la cultura del capitalismo
popular (la codicia como valor social) sigue envenenando muchas mentes. Ahí
está el ejemplo de las recientes elecciones islandesas.
Sin embargo, “lo nuevo” (entendiendo por tal
a quienes no sólo pretenden parchear el modelo, sino volver a construir una
civilidad alternativa) parece emerger en esos movimientos de diferente calado
que salpican con protestas toda Europa, generalmente al margen de partidos y
sindicatos –mayoritarios-, que los contemplan como una especie de “parvenus”
sin futuro o que, en el mejor de los casos, pretenden cooptarlos.
Esos jóvenes indignados ven al sindicato como
una parte del sistema. Y no les falta razón: el sindicato ha sido parte del
sistema como resultado del pacto welfariano. Y eso no tiene porqué ser
entendido en un sentido negativo: precisamente porque aquél se integró se
lograron las conquistas de civilidad que se obtuvieron. Por eso, los padres de
los jóvenes indignados viven mucho mejor que sus abuelos, pero aquéllos saben
que esa dinámica no va a ir con ellos. En el fondo concurre también un serio
problema intergeneracional, al margen de los entrañables y combativos
yayos-flauta (compuestos en buena parte por antiguos militantes sindicales y de
izquierdas, lo que debería merecer alguna reflexión aparte).
Y ahí aparece la paradoja: los jóvenes
indignados dominan las calles con su incipiente discurso alternativo, que
discute el sistema “in toto”, pero no las fábricas (donde mayoritariamente
están sus padres)
En el debate concurrente en ese magma
emergente siempre aparece la cuestión del “trabajo”. Pero ocurre que ese
movimientismo no es capaz de penetrar en las fábricas, con lo que su discurso
carece de sustrato suficiente. Entre la mayor parte de los trabajadores activos
la lógica welfariana sigue aún vigente (con todo, siguen viviendo mejor que sus
padres), como antes se indicaba.
Se habla mucho en esos cenáculos de los
movimientos alternativos de la necesidad de fundar sindicatos ajenos al
sistema; o, incluso, se ven con buenos ojos y ciertas simpatías los sindicatos
que, en su día, optaron por no integrarse en el pacto welfariano. Ahora bien,
dicha inquietud dista, en estos momentos, de plasmarse en una alternatividad
suficiente frente a los sindicatos mayoritarios. No en vano sólo estos tienen
la capacidad real de convocar huelgas generales.
Y no es ésa una cuestión que pueda imputarse
al sistema, como es frecuente oír por ahí. A diferencia de los partidos, los
sindicatos son una necesidad de los trabajadores, que nace del imperativo de
unirse para plantar cara, desde su subalternidad, al patrón (no en vano, los
anglosajones siguen denominando al sindicato “the Union”) El sindicato surge
–con la excepción de supuestos
históricos muy concretos- desde abajo. Por eso, y salvo ejemplos muy puntuales
surgidos de circunstancias históricas específicas, los intentos de crear un
sindicato desde arriba acaban fracasando. Cuando un sindicato mayoritario no
cumple su papel de representación es inevitable que aparezcan organizaciones
alternativas. Hallaremos múltiples ejemplos de esa tendencia en todos los
países del mundo. Sin ir más lejos: las Comisiones Obreras surgidas bajo el
franquismo.
En esa tesitura me van a permitir que
reencuentre la pregunta inicial: ¿un pacto social para qué? Las inercias
welfarianas determinan que el sindicato tenga la necesidad de pactar. Pero no
debe olvidar aquella otra premisa antes apuntada: su principal misión no es
ésa, sino la defensa de los intereses de los trabajadores. Y es aquí dónde
surgen las dudas.
Primera duda: no se puede ser tan ingenuo
como para pretender que, ante la actual correlación de fuerzas, estemos
hablando de una negociación en serio. Unos –la contraparte-, tienen muy claros
sus objetivos, aunque siempre se escuden en las necesidades económicas, como si
el discurso neoliberal les fuera ajeno. Y tienen, además, magníficas armas de
coacción (los mercados, las imposiciones de la Troika, el temor a los
rescates, el cierto consenso social del que goza el capitalismo popular y el
propietarismo, un dominio de la información casi hegemónico…) Otros, los
sindicatos –y los partidos de izquierda en su caso- no tienen alternativas, más
que la simple invocación del acuerdo del siglo pasado y su arma no es otra cosa
que el conflicto social. Y me van a permitir que constate cómo ese conflicto
está siendo poco eficaz para conformar un cambio en las políticas neoliberales,
más allá de victorias en puntuales escaramuzas (y no sólo en España). El
hipotético pacto, por tanto, no sería otra cosa que “hacer menos malo” lo que
los opulentos pretenden (es decir, demorar en el tiempo la implementación del
desiderátum neoliberal). Es notorio que cualquier contrato no es otra cosa que
poner negro sobre blanco el resultado de la correlación de fuerzas,
subsistiendo intereses concurrentes, aunque diferenciados, entre los firmantes.
Pues bien, mientras los poderosos tienen la fuerza y su objetivo es volver a la
situación anterior previa a la conformación del Estado del Bienestar, las
clases populares no tienen más que el ejercicio de un conflicto que no alcanza
la suficiente virulencia –con el riesgo que conllevaría el escenario en que la
virulencia resultara suficiente pero sin control- y su intención no es otra que
mantener en lo que se pueda lo de “antes”. Más que un pacto nos hallaríamos, quizás,
ante una negociación de las condiciones de rendición.
Segunda duda: pese a lo anterior, puedo
aceptar que esa lógica de “hacer menos malo” el panorama actual no tiene, per se, porqué ser negativa, vista la
actual correlación de fuerzas y a la espera de tiempos mejores. Ahora bien,
ocurre que todos sabemos que el Gobierno puede aceptar cuatro retoques para la
galería –la caída libre ante la opinión pública en que se encuentra le puede
impeler a hacer algunas concesiones-, pero que a la mínima que pueda se va a
pasar esos compromisos por el forro. Así ocurrió con el Pacto de las pensiones.
Así ocurrió con el pacto patronal y sindicatos de principios del 2012 y la
reforma laboral posterior. El objetivo de las políticas neoliberales no es otro
que desmantelar el Estado del bienestar y la regresión de rentas, incrementando
la desigualdad. Eso
ha generado la actual crisis. Y tras la inicial estupefacción, el
neoliberalismo ha visto la crisis como un momento histórico estupendo para
profundizar en sus intenciones, en tanto que su adversario está más desarmado
que nunca.
Por tanto está bien aprovechar los temores de
los políticos neoliberales para intentar poner palos en las ruedas –otra vez- a
sus intenciones. Pero se debe ser perfectamente consciente de que esos palos se
van a romper, porque el Poder –no, los políticos- tiene claramente diseñado el
futuro.
Y no me sirve la excusa del desgate del
actual Gobierno popular. Vale, la derecha está convencida de la bondad del
neoliberalismo y cree en el darwinismo social (ahí están, disfrazadas de
austeridad, sus políticas de educación, sanidad y servicios públicos o el
acogotamiento presupuestario a las
Comunidades Autónomas y las Administraciones locales porque son éstas las que
gestionan la mayor parte de los servicios públicos welfarianos) pero es que
ocurre que un hipotético –muy hipotético- gobierno socialista no se apartaría
demasiado del actual panorama, porque una parte del PSOE sigue creyendo en
estúpidas terceras vías y la otra –espero que mayoritaria- no tiene alternativa
plausible-. Y la izquierda real no tiene aún fuerza suficiente –ni un mensaje
alternativo claro- para romper la intoxicación del capitalismo popular en las
clases subordinadas.
La excusa de los mercados, la troika y Europa
comporta, por tanto, que tirios y troyanos, por convencimiento o por necesidad,
sigan adelante en la lógica neodarwinista neoliberal, arrasando a corto plazo
los obstáculos que se hayan puesto en cualquier acuerdo. Porque eso es lo que
pretende el Poder: incrementar la desigualdad
Ahí tienen ustedes las recientes
declaraciones del comisario comunitario de empleo recomendado a España la
instauración del denominado “contrato único”, tan querido por determinados
economistas neoliberales, esto es: una regulación que convierta los contratos
temporales en la lógica general del sistema de relaciones laborales, por tanto,
que el empresario pueda extinguir el vínculo laboral cuando quiera, sin causa,
pagando una mínima indemnización y, especialmente, sin control judicial
posterior. Propuesta que mereció la respuesta de la virtual Ministra
de Empleo española, diciendo algo así como: “ya lo estudiamos en su momento,
pero llegamos a la conclusión que era inconstitucional”. Y aunque luego el
comisario susodicho se retractó, sus palabras están ahí. El mensaje ha llegado
(que es lo que se pretendía): hay que profundizar más en la desregulación del
contrato de trabajo, como mecanismos de subindiciación salarial. En todo caso,
no estaría de más que, si queda algún jurista en su departamento comunitario,
alguien le recordara a ese preboste que, al menos de momento, en la Unión sigue en vigor la Directiva 99/70, sobre
contratos de duración determinada, que limita la temporalidad a los supuestos
causales. Y que el artículo 30 de la
Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea
–equiparable a rango de tratado constitutivo- reconoce la tutela de los
trabajadores ante los despidos injustificados.
O, por seguir con los ejemplos, también puede
el lector encontrar en los periódicos de reciente fecha las declaraciones del
Presidente del Gobierno español: “podemos negociarlo todo, menos la reforma
laboral”. Ergo: el modelo de imposición unilateral de las condiciones de
trabajo, el ninguneo del sindicato y la presión legal hacia la rebaja salarial
se queda como está.
Pues bien, en esa tesitura, es evidente que
no estaría negociando el futuro de nuestro modelo productivo, del sistema de
relaciones laborales y el de la previsión social –que es lo que, imbuidos en
lógica welfariana, pretenden los sindicatos-. Lo que se estaría pactando, en
realidad, es el parcheo de las actuales políticas neoliberales. Y eso no sería
otra cosa que su legitimación.
Tercera duda: Acepto también que un pacto
social pueda servir –mientras los palos de las ruedas no se rompan- para “ganar
tiempo”, a la espera que algún día los ciudadanos se den cuenta de la
perversidad de los valores dominantes. Ahora bien, un acuerdo de ese calibre
significaría que una parte muy significativa de la ciudadanía –en especial, los
jóvenes indignados- se ratificaran en ver al sindicato como una parte del
sistema. Y eso comportaría un suicidio del sindicato firmante a medio plazo: en
la medida que vegetativamente los trabajadores welfarianos –provectos- sean
sustituidos pos los post-welfarianos –jóvenes-. La tentación de representar la
mayoría actual es comprensible. Pero permítanme que recuerde lo que ha ocurrido
en muchos casos en los que el sindicato ha optado por aceptar dobles escalas en
los convenios (y no sé si hablar en pasado, en tanto que los nuevos mecanismos
legales ya permiten la subindiciación salarial generalizada, por la simple
voluntad del empleador y tras el cumplimiento de algunos requisitos formales,
por lo que las dobles escalas han perdido sentido): al cabo de cierto tiempo, cuando
los trabajadores jóvenes acaban siendo mayoría desbancan a los sindicalistas
provectos de sus cargos de representación, reclamando la paridad retributiva.
Un pacto en los actuales momento no
conllevaría otra cosa que la aceptación de nuevas concesiones y retrocesos de
derechos, a cambio de supuestas ventajas que de aquí pocos meses desaparecerían
del mapa (a los pactos de los últimos tiempos me remito) Y eso no podría ser
explicado a esos jóvenes indignados que lo que están reclamando –sin experiencia
política y sin un bagaje cultural previo que controlan sus mayores- es una
alternatividad y no el parcheo. Si algún puente podía tenderse hacia ellos se
rompería definitivamente.
Y no debe olvidarse que ese magma emergente
superará el movientimismo y se acabará convirtiendo en un sujeto político. De
esta forma, la alternatividad surgida desde abajo acabaría viendo al sindicato
como algo a superar… algo de eso está ocurriendo en Italia.
Cuarta duda: un pacto social como el
propuesto por los sindicatos tendría lógica si, como ocurrió en 1977 en la Moncloa, lo que se
estuviera negociando es el futuro modelo de sociedad. Por tanto, que aunque
ahora toca apretarse el cinturón, en el futuro, cuando la situación económica
mejore, se repartirá el trozo del pastel al que ahora se renuncie, poniendo las
bases de ese nuevo reparto. Pero es que esa dinámica es contraria a lo que
pretende la
contraparte. Más allá de la demagogia política y mediática,
es obvio que lo el futuro modelo social por el que aboga el neoliberalismo no
es el del retorno al estado social y democrático. Bien al contrario, su
objetivo es el desmantelamiento de todas las tutelas, garantías y mecanismos de
igualdad que se lograron con el Estado del Bienestar. Un pacto tiene sentido
cuando el objetivo es común –aunque existan divergencias sobre cómo lograrlo-,
pero no lo tiene cuando el escenario futuro es divergente.
Mientras
los sindicatos y la izquierda sueñan con volver al Estado del Bienestar, la
derecha y el Poder persigue su desaparición. ¿Qué sentido tiene ante ese
panorama un nuevo acuerdo social?
Y última duda: un acuerdo de este tipo no
sería otra cosa que la continuación de la cultura del sindicato como agente de
negociación, alejándolo de la del sindicato-conflicto. He escrito en otras
ocasiones en este mismo blog, Metiendo bulla, que el pacto welfariano determinó que la
estructura y la cultura del sindicato se basara esencialmente en la negociación
(y a los apuntes previos de estas líneas me remito), superando la cultura del
sindicato-conflicto. De hecho, también era ésa una cláusula implícita del
contrato constitutivo del Estado del Bienestar. No está de más recordar en este
punto el gran debate en el seno de las Comisiones Obreras tras los pactos de la Moncloa y la
reorganización de valores que su aceptación comportó a medio plazo.
Ahora bien, en los actuales momentos, ante la
ofensiva generalizada del adversario para desmontar el Estado del Bienestar, el
sindicato debe tener también un plan “B” y, por tanto, empezar a readecuar su
discurso, su práctica y su cultura –también sus dirigentes- a esa nueva
realidad.
Pongamos algún ejemplo: hasta la crisis,
cuando se negociaba un expediente de regulación de empleo, el sindicato sabía
que existía una capacidad de presión sobre un tercero, subordinado a la opinión
pública –la
Administración laboral-, que era quién decidía. Por eso en
muchos casos partía de una negociación en la opción era la negociación (menos
despedidos, soluciones alternativas, mayores indemnizaciones) y no el
conflicto. Con la nueva regulación legal hoy es el empresario quién decide
unilateralmente, cumpliendo una serie de formalismos impuestos por la
legislación comunitaria, y con un control judicial –sometido actualmente a
fuetes presiones desde muy variados ámbitos-.
Antes de la reforma laboral reciente, el sindicato partía de la
consideración de que cualquier convenio o acuerdo era de mejora de las
condiciones laborales; hoy eso ya no está siendo así –máxime cuando la
“reformatio in peius” está ya en la Ley-. Por eso la cultura del sindicato era la de
la negociación, no la del conflicto –todo ello, enmarcado en la lógica del
pacto welfariano-.
Por tanto, la lógica del sindicato, los
saberes de sus dirigentes, su práctica concreta y su estructura estaba basada
en la negociación, no en el conflicto –a diferencia de la situación previa del
Estado del Bienestar-.
Pues bien, en las actuales circunstancias se
antoja evidente que el sindicato no puede seguir instaurado en la cultura de la
negociación como paradigma único. Pero ello comporta un cambio radical que dudo
mucho que una buena parte de sus dirigentes –surgidos ya en la etapa
welfariana- puedan metabolizar.
¿Qué hacer? –hoy el espectro de Lenin me
embarga-. Me cuentan que un dirigente histórico de Comisiones Obreras –que es,
también, jurista- va proclamando por ahí la necesidad de volver a la noción de
movimiento sociopolítico que caracterizó a dicha organización en sus orígenes.
Y a mí, particularmente, no me parece dislate alguno.
El sindicato debe decidir si continua siendo
parte del sistema en unos momentos en los que a éste ya no le interesa su
legitimación por aquél y en los que su intervención a través de los mecanismos
tradicionales es escasamente útil para la mejora de las condiciones de vida y
de trabajo de sus representados.
El sindicato debe decidir si supera su
discurso de alternatividad puntual –esto es: dando respuesta a concretos y
específicos problemas del momento- o mira más allá, buscando una alternatividad
global.
También debe decidir si la respuesta al
neoliberalismo pasa únicamente por poner palos en las ruedas o buscar
respuestas globales.
Debe
decidir si apuesta por superar la ruptura intergeneracional. Y, especialmente,
debe dejar de ver el movimientismo emergente de las nuevas generaciones como
algo ajeno.
El debate actual ya no puede ser sólo el del
trabajo y su mundo. Lo que está en juego es la preservación de la civilidad
democrática y la búsqueda de un nuevo paradigma democrático, no el
mantenimiento de las cláusulas pactadas bajo el welfare. Y ello comporta, al
fin, la recuperación de los viejos valores, a los que en su día se renunció con
el pacto social de postguerras (o en postfranquismo, en España) a cambio de
unas ventajas que ahora la contraparte pretende eliminar.
Sólo desde esa alternatividad global el
sindicato cumplirá con sus fines últimos y dejará de ser un mero lobby de
intereses.
Sólo desde la alternatividad propositiva “in
toto” (no, en parte), conjunta entre la vieja izquierda (que deberá,
forzosamente renovarse si no quiere morir), el movimiento emergente y el mundo
del trabajo que el sindicato representa es posible parar la actual ofensiva de
los poderosos. El árbol del pacto no debe impedir ver el bosque de la civilidad
democrática.
Y esto no es sólo una cuestión de cambio de
estrategia. Es, esencialmente, un cambio de cultura, de praxis, de núcleos
dirigentes y, muy en particular, de organización interna. De pensar en el
futuro y no sólo en el hoy.
Finaliza el maestro Josep Fontana su reciente
libro “El futuro es un país extraño”
(de hecho, una addenda del imprescindible “Por
el bien del imperio”):
“Quienes
se benefician de esta situación, han podido endurecer las reglas de la
explotación como consecuencia de que no ven en la actualidad un enemigo global
que pueda oponérseles, y controlan sus entornos con una combinación de
adoctrinamiento social y represión de la protesta. Pero tal
vez no hayan calculado que los grandes movimientos revolucionarios de la
historia se han producido por lo general cuando nadie los esperaba, y con
frecuencia, donde nadie los esperaba. Pequeñas causas imprevistas han iniciado
en alguna parte un fuego que ha acabado finalmente extendiéndose a un entorno
en que muchos malestares sumados favorecían su propagación. El de comienzos del
siglo XXI es un mundo con muchas frustraciones y mucho rencor acumulados, que
pueden prender en el momento más inesperado. La capacidad de tolerar el
sufrimiento no es ilimitada y las asíntotas del poder capitalista pueden estar
efectivamente llegando al límite.
No se trata, sin embargo, de limitarse a resistir, sino que hay que aspirar a
renovar lo que se combate. (…) La tarea más necesaria a que debemos
enfrentarnos es la de inventar un mundo nuevo que pueda ir reemplazando al
actual, que tiene sus horas contadas”.
Pues eso. Los tiempos pasados no volverán. El
paradigma de futuro depende de lo que ahora se decida. Y es precisamente el
sindicato el único que tiene la fuerza –de momento- en la actividad humana más
imprescindible, el trabajo.