ORGULLO Y PASIÓN
Por Robert
Deglané
Voy a someter a vuestro esmerado juicio, queridos
tártaros, una declaración solemne pero provocativa: las reacciones de nuestra
derecha salmantina –léase del barrio de Salamanca de Madrid– no responden tanto
a la tradicional simbología e ideología de nuestra derecha carpetovetónica como
al impacto globalizador. Y como esto va de pedagogía, trataré de hacerme
explicar.
Las cohortes salmantinas salen a la calle con sus
banderas –esta vez constitucionales, curiosamente, y no con el aguilucho–, sus
plumíferos sin mangas, sus mascarillas con la banderita…y con sus cacerolas, no
sabemos si estas son para hornilla de gas o para cocinas de inducción, algo más
sofisticadas. El hecho es que salen a la calle de su barrio para protestar
contra el confinamiento y las leyes del estado de alarma, profiriendo ese
magnífico grito de ¡libertad!, que puesto en su boca es como si le pusieras un micrófono
a un mono. Los chicos y chicas de acento gangoso, los maduros rentistas de esas
calles madrileñas que dan su nombre a un marqués urbanizador y especulador, han
decidido comunicarnos a gritos que ya no aguantan más y que están dispuestos a
gritar y salir a la calle hasta que don Pedro Sánchez se marche. Estas
manifestaciones de nuestra extrema y descerebrada derecha sociológica tienen un
marchamo muy nuestro, muy de «España cañí», pero a la vez coincide con un
amplísimo seísmo social que se está produciendo en todo el mundo y que responde
a unas claves sustanciales y nucleares.
Dichas claves van por la vía de la globalización;
mejor dicho, del rechazo a esta globalización que está sustrayendo poder,
influencia, capacidad de generar negocios y sentido existencial de vida a una
buena parte de las clases medias acomodadas y no tan acomodadas de todo el
orbe. Trato de decir que los procesos globalizadores que comenzaron hace ya dos
décadas o más están afectando de forma particular, aunque no única, a esas
capas tradicionales sostenedoras de unas derechas nacionales que antes estaban
de acuerdo en los consensos sociales y los acuerdos democráticos y hoy están
dispuestas a derribar todo eso para recuperar no se sabe qué.
Alguno me dirá: ¿son acaso de clase media esos
campesinos y trabajadores de las zonas agrarias del medio oeste que votan a
Trump? Ya les contesto: obviamente no, son clases trabajadoras que, como en
otras muchas ocasiones, trasladan a un discurso conservador, patriota,
nacionalista, las expectativas frustradas de sus ingresos y sus influencias
perdidas. Ante la ausencia de un discurso desde la izquierda americana, capaz
de atraer la frustración de esas clases marginadas por la globalización
–discurso que por otra parte fue posible durante los años que van desde 1930 a
la década de los sesenta como bien nos recordaba Richard Rorty en un librito de
hace unos años, Forjar nuestro país–, esas capas trabajadoras han
puesto su confianza en los discursos demagógicos, ultranacionalistas y
falsamente proteccionistas de la nueva derecha que lidera Trump.
Veamos el caso de Francia, similar pero diferente, en
este caleidoscopio de proyectos neoconservadores, más o menos libertaristas,
más o menos parafascistas, más o menos ultranacionalistas. Le Pen es Juana de
Arco, no una figura nacional de otro país. Su identificación con la figura
heroica francesa es necesaria para recoger el consenso de una sociedad
estructurada entre campo y ciudad, ganadores y perdedores de la globalización,
capas altas urbanas y capas trabajadoras marginadas. Esta nueva derecha
nacionalista francesa cataliza bajo un prisma francés y proteccionista lo que
es resultado de un proceso de relocalización industrial y de globalización
comercial.
Quiero decir con todo lo dicho que ante la globalización
homogeneizadora la respuesta que se da es a partir de unos discursos
identitarios y nacionalistas. Pero ese discurso particularista lo único que
hace es esconder la frustración generalizada de capas muy diversas e incluso
contradictorias entre sí, dándoles una pátina de unidad que nos recuerda, solo
nos recuerda, a aquellos procesos del fascismo italiano y el nazismo iniciales
de los años veinte del siglo pasado.
El sociólogo Colin Crouch describe de forma precisa
este fenómeno: «La globalización es, para muchos, un atentado a su deseo de
sentirse orgullosos en los diversos ámbitos de vida: en el trabajo, en su
identidad cultural, en su comunidad, en las ciudades y países en los que viven,
en el amplio abanico de ideas que constituye la noción alemana de Heimat,
la patria» (Colin Crouch, Identità perdute Globalizzazione e
nacionalismo, Laterza, 2019).
Lo que se está produciendo, así lo entiendo yo, es una
ruptura en el tradicional proyecto de la derecha neoliberal que, desde los años
70 y prosiguiendo en la primera década de este nuevo siglo, montó un aparato
ideológico, cultural, hegemónico y de reparto de beneficios que llegó hasta los
sectores más relacionados con lo que llamaríamos “clases subalternas”: el piso
hipotecado pero al fin y al cabo piso en propiedad e incluso segunda residencia
en la playa, el 4×4 renovado cada cinco o pocos años más, las vacaciones en
Oriente o en el Caribe, la universidad para los hijos, la sanidad doble (una
pública financiada con los impuestos y otra particular de cuota privada) para
evitar las colas en urgencias, el colegio privado porque el público está lleno
de inmigrantes, la posibilidad de hurtar parte de las ganancias en una economía
tributaria oscura y de tipo B, etc.
Las gentes que salieron por la tarde a la calle a
golpear cacerolas y gritar ¡libertad! son los herederos de aquellos fachas del
bigote paso de hormiga y gafas oscuras…pero también son los apartados de una
rueda de la fortuna que a otros les ha dado mejores resultados. Son pocos pero
ruidosos, no saben expresar de otro modo su descontento y siempre lo adornan de
una música al estilo del novio de la muerte, pero fuera de su
barrio se difuminan en un Madrid más complejo y diverso.
Y aquí es a donde quería llegar. La cuestión
primordial no es lo que hacen los pijos de ese barrio del centro-norte
capitalino; el auténtico y verdadero “problema” va a ser cómo van a reaccionar
ante esta crisis las clases subalternas, las inmensas masas que habitan en las
periferias madrileñas, barcelonesas, sevillanas, valencianas, etc. y a las que
esta crisis puede hacer mucho daño. En ese verdadero caldo de cultivo que son
las ciudades populosas, centradas en economías de servicios e industria, es
donde se juega el destino de nuestra democracia.
Según Crouch, lo que está en juego desde hace unos
años en este proceso globalizador es una nueva fase del conflicto que surgió ya
en el siglo XVIII entre valores del antiguo régimen y los de la Ilustración. Un
conflicto en el que por un lado se sitúan los representantes de la autoridad
conservadora y de la tradición familiar y, por el otro, la libertad de la
razón, de la innovación y del cambio. Es difícil, seguramente, sintetizar todo
en esa forma histórica de guerra de ideas y modelos de vida. No es que
globalización sea igual a modernidad, ni defensa de lo conquistado se
identifique con la tradición conservadora. Es algo más complejo, sin duda, pero
tiene mucho de ese enfrentamiento que no es ya solo de clase sino también de
concepciones amplias sobre la vida y la convivencia «en un mundo grande y
terrible», como dejó escrito el sardo.
Apostilla: el título de esta entrada, Orgullo
y Pasión, corresponde a una película de 1957, dirigida por Stanley Kramer y
cuyo argumento es el siguiente: Guerra de la Independencia (1808-1814). En
1810, durante la invasión de España por las tropas napoleónicas, un grupo de
guerrilleros, con la colaboración de sus aliados ingleses, intenta evitar que
un cañón de gran calibre caiga en manos de los franceses. No digo ná.