No éramos pocos en aquellos entonces los que pensábamos que Santiago Carrillo y Marcelino Camacho exageraban el peligro de golpe de estado. Es más, recuerdo que, en cierta ocasión, me abstuve a la hora de votar un informe de Marcelino Camacho en la dirección del sindicato. Todo lo más, considerábamos que dentro de los militares había un aguerrido grupo de deshechos de cantina, ciertamente ultras del mucho hablar pero que, al final, no podrían dar el golpe. No era esta la opinión del grupo dirigente del PCE. Que, de hecho, fue el único partido que avisaba continuamente de las idas y venidas, de los ruidos de fronda de correajes de diverso pelaje, paisanos de distinta condición y periodistas de alcanfor.
No quisiera enfadar a nadie, pero el resto de las fuerzas democráticas tuvieron comportamientos que iban desde el tarambanamente aventurero hasta la inopia más acrisolada. Ese estar en Babia por parte de tales fuerzas democráticas, hecha la excepción del PCE, tal vez podría explicar que todavía no conozcamos el núcleo duro del golpe. Me explico: puede ser que quienes estaban haciendo, en aquellas calendas, la puta i la Ramoneta no quieran que se tire de toda la manta: la puntita nada más. Vale, por último me permito recordar ANATOMÍA DE UN INSTANTE DE COMISIONES OBRERAS DE CATALUNYA. A propósito de Javier Cercas.
Bruno Trentin dijo de manera educada que “la izquierda estaba distraída de las cuestiones sociales”. Era un lenguaje conceptualmente duro y, a la vez, exquisitamente amable. Lo que no sabemos es qué hubiera pensado Trentin si hubiera oído que, en un programa televisivo, Zapatero afirmó que un café valía ochenta céntimos. O, ahora más reciente, nunca sabremos qué cara hubiera puesto Bruno si hubiera seguido el debate barcelonés entre Jordi Hereu (actual alcalde de la ciudad) y su compañera de partido (socialistas catalanes) Montserrat Tura. Como es sabido, ambos compiten en primarias para la nominación definitiva como candidatos.
Casi al final del debate entre ambos candidatos –en la noche platinoche, noche que noche nochera, según dejó sentado Federico-- Tura afirmó que “el sueldo normal se encuentra entre 2.200 y 2.500 euros mensuales”. Al público asistente se le puso la cara de cartón piedra al constatar que la aspirante –ex Consejera en el gobierno catalán en tiempos de Maragall y Montilla, y una de las dirigentes del partido— no tenía ni rapajolera idea de lo que estaba diciendo. Lo curioso del caso es que, momentos antes, Tura había manifestado que “hay que prestar más atención a lo que dice la gente”, un añejo tópico donde los haya.
Aquí hay algo más que una anécdota: es la constatación del desconocimiento de amplios sectores de la izquierda política de lo que genéricamente llamamos “cuestión social”. Lo que, a su vez, es consecuencia, de una despreocupación caballuna ante dichos problemas. Que tiene, in primis, un origen: la izquierda política ha dimitido de abordar los problemas concretamente más sentidos de la gente de carne y hueso. Y si queremos sacarle más punta al lápiz, diremos lo siguiente: esa izquierda es tan antigua como la ropa que hace un siglo usaba la mujer. Que la tita Pilar cantaba imitando a Selica Pérez Carpio.
Es la tradicional izquierda del viejísimo movimiento obrero (en todas sus acepciones políticas) que hacía aquella distinción: la alta política para el partido; los salarios son cosa de los sindicatos. Que entró en crisis definitiva cuando al sindicalismo confederal le salió la muela del juicio. En definitiva, el resbalón de Tura no es para mondarse de risa sino para constatar hasta qué punto perviven, hogaño, los viejos talantes de la izquierda de antaño. Susurros, aproximadamente bien informados, esparcen la nueva de que Tura es, también, candidata a dirigir el partido de los socialistas catalanes. Desde luego, condiciones tiene para ello.
En su más reciente trabajo bloguero, Antonio Baylos nos alerta razonadamente de AHORA EL PACTO DE COMPETITIVIDAD y, más concretamente, de la ofensiva contra la cláusula de revisión salarial, un sueño antiguo de la patronal española. De hecho, la única novedad es la irrupción de doña Angela Merkel en la escena española. Por lo demás, salta a la vista la técnica de gota malaya que la derecha económica y sus alrededores indiferenciados ejercen contra una serie de mecanismos sociales, tales como la cláusula mencionada o la ultractividad.
Vale decir que, hasta la presente, nadie ha argumentado laicamente contra la política salarial que durante años ha llevado a cabo el sindicalismo confederal español. Por lo general se ha tenido un comportamiento de moderación, incluso en los momentos de expansión económica. Más todavía, el carácter de la cláusula de revisión (sobre la base de la inflación prevista) ha sido útil para la economía del país. Y, en otro orden de cosas, no han sido pocas las veces (incluso desde sectores empresariales) que declaraban perversamente inútil el modelo basado en los bajos salarios. Por todo ello sorprende que, al tercer día, salgan del sepulcro toda una serie de antiguallas.
La cláusula de revisión salarial puede argumentarse de dos maneras: una de castizo sentido común; otra, con libro de texto de primero de Talabartería Social, que sería la argumentación académica. Vayamos por partes.
El castizo sentido común indica que, según la cuenta de la vieja, la cláusula de revisión garantiza –siempre en teoría, la vida es mucho más complicada— el mantenimiento de los efectos de lo que firmaste. Digamos pues que se opera la vieja ley de lo comido por lo servido.
La argumentación académica de la Talabartería Social –perfectamente complementaria y compatible con la cuenta de la vieja— parte de la distinción y vínculo entre salarios y poderes adquisitivos; una diferenciación y un vínculo que no es necesario recordar pues el auditorio de este blog lo sabe a pies juntillas. Esta cláusula se explica porque la parte social no tiene ninguna participación en la fijación de las políticas, tanto micro como macroeconómicas, y por tanto es de naturaleza no ofensiva sino meramente defensista o, si se prefiere, de aparente compensación, que nunca es plena. De ahí que, mientras no tengamos una política salarial propia del paradigma postfordista, habrá que defender la cláusula en cuestión.
El problema está en el interés de la derecha económica (y de los palmeros que dispone por babor y estribor) en provocar una nueva acumulación capitalista. De la que, por lo general, nosotros tenemos escasos conocimientos, y así nos luce el pelo.
Querido Miquel, dispensa si (parece que) abuso de tu paciencia, pero es el caso que los lectores de este medio me exigen que vuelvas a la carga con la famosa triada libertad – igualdad – fraternidad. Por otra parte, debo informarte que el “nivel de audiencia” de tus dos últimos artículos es impresionante; no te lo concreto para evitarte un ataque de sobrevenido egotismo. Así es que he pensado …
… he pensado que, ya que hemos conversado sobre la libertad y la fraternidad, le echemos un vistazo (quiero decir que escribas) sobre la igualdad. Para que nadie se llame a engaño, sí es necesario decir que estamos hablando de la igualdad, basada en la diversidad de las personas, no en su homologación. Bien, hablar de la igualdad no te costará demasiado pues en no pocos trabajos, especialmente sobre negociación colectiva, le has hincado el diente a tan importante asunto.
Por lo que a mí respecta, me importa pensar sobre ello. Porque tengo la impresión de que se está dando una regresión de civilidad, cuya primera víctima es la igualdad: tanto en las condiciones materiales en que vive la humanidad como en las culturales que, en cualquier modo, reflejan esas condiciones. Peor todavía, no sólo estamos asistiendo al incremento de la desigualdad sino al alargamiento de la franja entre ricos y pobres.
Y si preocupante es lo anterior, no lo es menos –en mi poco documentada opinión-- que la política de izquierdas se ha retirado, por así decirlo, de las fronteras de la igualdad y, mutatis mutandi, se ha ido deslizando hacia las de signo liberal. Por ejemplo, desde mi cultura reformista me parece disparatado la sacralización que la izquierda lleva haciendo de la teoría de la igualdad de oportunidades de partida. Un contagio, a mi modo de ver las cosas, de la biblia liberal más civilizada y una inversión de la tradicional teoría de la igualdad que antaño defendieron las izquierdas. Lo digo porque –corríjeme tú-- en teoría la igualdad de oportunidades de partida puede darse, en teoría; pero en la práctica esa igualdad no se opera en el punto de llegada. Tanto descuido por parte de la izquierda le ha llevado a no argumentar a la ofensiva contra las teorías de la “desigualdad productiva”, que dejó dicho el pelandusco de Friedrich von Hayek, afirmando que puede ser el motor del desarrollo.
Pues bien, hay otra razón por la que creo estás en condiciones de escribir largo y tendido: tu exhaustivo conocimiento de materias donde se concreta esa crisis de la igualdad; me remito a la MIQUEL FALGUERA: Carta abierta al sindicalismo que tanta perplejidad provocó en su día. En fin, ya ves que no puedes negarte a atizar el necesario debate. Ya veo cómo se agitan las sombras de Rousseau y del Barbudo de Tréveris a la espera de lo que digas.
Miquel Àngel Falguera i Baró.
Con todo, sólo una reflexión a vuela-pluma, sin madurar: la fraternidad es la pata olvidada en el desideratum de la sociedad perfecta. Olvidémonos ahora de los nombres históricos de esa sociedad perfecta: socialismo o comunismo ("a cada uno... a cada cual..."), entendidos como las etapas hacia el fin de la historia, que, por cierto, inventamos los rojos y no el neoliberalismo -¿te suena la "lucha final"?- : creo que afortunadamente hoy es ésa una perspectiva caduca, que a cualquier racionalista le debe parecer infantil. Simplemente, porque la sociedad perfecta no existirá nunca, porque no somos dioses, sino animales racionales.
Pero otra cosa es que nuestra especie precisa de paradigmas para establecer las reglas de convivencia. A eso lo llamamos civilidad. Ya sé que esa perspectiva es una aberración pequeño burguesa para un marxista. Pero, como sabes porque lo hemos hablado en varias ocasiones, mi yo jurista le ha ganado la batalla hace tiempo a mi yo marxista, aunque me cueste reconocerlo en público. Pues bien, llamemos a ese desideratum como se ha hecho desde Grecia: democracia (me remito a las interesantes reflexiones de Alvarez del Cubillo en su blog, que espero algún día acabe). El gran error de la izquierda es que ha caído en la trampa de la derecha: conceptúa de democracia entendida como sistema ya acabado y perfecto al actual modelo político, v.g.: la lectura de lo que está actualmente ocurriendo en el Norte de África: la gente se manifiesta, nos dicen y repiten, para tener sistemas democráticos, entendiendo por tal, al parecer, el "nuestro".
Democracia no es sólo votar cada "x" tiempo o que me pueda asociar o manifestarme o la libertad de información, etc.. Eso es libertad. Democracia no es sólo igualdad (desde una perspectiva jurídica: no discriminación e igualdad ante la ley, en la aplicación de la ley, en el contenido de la ley y la aún balbuceante igualdad en las relaciones interprivatus: nos queda aún un largo camino por recorrer -a diferencias de las instituciones liberales- para dotar de auténtico contenido a la igualdad en su vertiente sustantiva y no meramente formal).
La democracia es también que yo no vea al "otro" como mi adversario o como mi enemigo, sino como mi hermano. De ahí el nombre de la tercera pata: la fraternidad Te recomiendo la bonita misiva de García Montero a Joaquín Sabina que publicaba el sábado Público: http://www.publico.es/espana/359726/querido-hermano). Y, por tanto, que la sociedad perfecta de los hombres libres e iguales nos asegure a todos desde el momento del nacimiento que podremos desarrollar toda nuestra potencialidad como ser humano (a través de los derechos básicos: alimentación, vivienda, subsistencia digna, educación, pero también ante cualquier estado de necesidad que pueda ocurrirnos en la vida) Y eso comporta una redistribución de rentas de arriba hacia abajo. Yo puedo ser libre y tener reconocida formalmente la igualdad: pero, ¿de qué me sirve si no tengo casa o no tengo qué comer o no he tenido la formación suficiente?
Libertad, igualdad y fraternidad son tres elementos conexos -a veces, difícilmente diferenciables- sobre los que se estructura ese modelo (repito: modelo) de sociedad perfecta por venir, sabiendo que no vendrá nunca. Y eso no viene sólo de la revolución francesa, aunque, en puridad tendríamos que decir de los jacobinos-: tiene obvios antecedentes, repito lo que decía en mis reflexiones: el derecho a la felicidad, sin ir más lejos, aunque nos podríamos remontar como tu mismo apuntas más atrás.
Porque la fraternidad es un concepto que entronca, sin duda, con el simple humanismo, que nos viene de los griegos, pasa por determinados sectores del cristianismo y del Islam, y estalla con la Ilustración. Y se acaba plasmado en la famosa frase de Marx que citas: la civilidad avanza en la medida en que cada uno puede desarrollarse libremente como ser humano. Mi desarrollo personal es el desarrollo de la humanidad y viceversa. La derecha lo que ha negado en los últimos siglos es precisamente esa visión fraternal -amén de la igualdad-. Sólo les valía la libertad en el plano individual. La libertad en los contratos. La libertad basada en la propiedad. Ante ello, el discurso reactivo de la izquierda pasó por negar la libertad e imponer un concepto de igualdad de tabla rasa que integraba, sin diferenciaciación, la fraternidad: la democracia como desideratum -la sociedad perfecta- se impondría a través del gobierno de los trabajadores en una etapa de transición (o sin ella, en el concepto anarquista: bastaba la revolución y el imperio de la sociedad perfecta... aunque el anarquismo no confundió nunca igualdad con fraternidad: es más hizo de ésta el pilar de su ideología) Esa lectura reactiva también viene de Marx... en su contexto histórico, no lo olvidemos.
Ese combate se acaba con el Welfare -con los procedentes de Weimar y Querétaro-: plena libertad, determinadas dosis de igualdad y Estado Provindencia, como rémora de la fraternidad. Y es un pacto que dura cincuenta años. Pero es un pacto que ha impuesto la povertá laboriosa tras su secular lucha -y porque, no lo olvidemos, existía la URSS como amenaza-. Pero el Welfare no era el sistema perfecto. Como he dicho muchas veces -y repito, porque creo que se olvida- la izquierda también se dejó plumas en el mismo: las renuncias fueron muchas.
Ocurre que el neoliberalismo no es más que le denuncia del contrato welfariano. A la derecha ya no le sirve, porque las condiciones en que se vió obligada a pactar ya no existen (a eso los juristas lo llamamos "rebus sic stantibus") Consecuencias: restricciones a la libertad para su reconducción al nexo propietarista -¿no somos hoy menos libres que hace treinta años? ¿no tenemos más sesgada la información?-; negación de la igualdad como valor (con una sola excpeción: la no discriminación por razón de género: la lucha de las mujeres lo ha acabado imponiendo como elemento incontrovertido socialmente: no es nuevo, ese avance de civilidad pasó ya, por ejemplo, con la abolición del esclavismo); y negación radical de la fraternidad: la propiedad es sacrosanta, no ha de tener límites sociales, fuera el Estado -la sociedad- de mis propiedades, menos impuestos, menos cuotas de la Seguridad Social, menos intervencionismo. Quién no triunfe -se enriquezca- tiene un problema, que no es el mío. Lo que en definitiva niega el neoliberalismo es la fraternidad -el humanismo, a la postre-
Lo brutal de la actual situación es que la artificial creación de la riqueza de los últimos años -basada en la simple especulación- ha acabado implementando esos valores en las clases menesterosas. Es lo que se denomina como capitalismo popular, sin el cual habría sido imposible la génesis de la actual crisis sistémica. Y de la ruptura de la solidaridad como valor sólo se han salvado -de momento- los sindicatos (aunque también operan aquí obvios mecanismos de simple defensa por los trabajadores).
La actual crisis ha hecho estallar la base del discurso neoliberal. Sin embargo, tras unos momentos iniciales de duda, se ha rehecho y sigue insistiendo en que el problema han sido los intervencionismos, que el Estado es aún más fuerte, etc. ¿Y qué dice la izquierda ante ello? NADA. Unos, lo que podráimos denominar impropiamente ya como socialdemocracia, pidiendo votos con el argumento: "yo intentaré que las medidas no sean tan duras como haría la derecha, pero la pérdida de derechos se ha de hacer inevitablemente porque vivimos en el mundo que vivimos; resignación"; y la izquerda radical proponiendo resistencias y lucha, sin ninguna alternativa, salvo apelar a caducos conceptos -que ya no sirven en los actuales momentos- o invocando ahora el cumplimiento del pacto welfariano. ¿No sería mucho más simple obviar ideologías tradicionales y divisiones y volver a reivindicar los valores de la izquierda, por tanto, del humanismo? Olvidarnos del pacto welfariano y repensar cómo resituamos los valores republicanos en la actual etapa. Y es ahí donde la fraternidad juega el papel esencial. Porque se trata de oponer a la negación del otro del neoliberalismo la solidaridad humana. Cierto que ese "pathos" está en el discurso de las izquierdas. Pero no está en sus políticas, ni en sus alternativas específicas.
Por sus raíces históricas la Seguridad Social es el ejemplo más claro: es la cláusula más importante del contrato welfariano. Pues bien, ¿por qué no superar el concepto de Seguridad Social? Por tanto, avanzar hacia el de "Solidaridad Social" integrando en un único sistema todas las prestaciones públicas de previsión. Previendo las múltiples situaciones nuevas de estados de necesidad que pueden aparecer y que no están cubiertas hoy o están mal cubiertas. Pero también -y sé que esto queda muy mal, pero creo que es necesario- olvidando la tabla rasa igualitaria en materia de prestaciones. No es solidario, por ejemplo, que alguien que tiene dos pisos de propiedad en alquiler o rentas del capital significativas cobre desempleo, mientras que la mayoría sin recursos se quede ningún ingreso tras el período de prestación o, en su caso, subsidio. Por supuesto, todo ello acompañado de otro modelo fiscal, que cada vez es más imprescindible: es la otra gran cláusula del contrato welfariano.
Pero eso significar repensar la Seguridad Social desde la perspectiva de los valores republicanos -y singularmente, por la propia naturaleza de la misma- de la fraternidad. Y olvidando el modelo anterior, haciendo propuestas desde la perspectiva más general poswelfariana. No sé si te he contestado.
Querido Miquel, observo con agrado que llevas mucho tiempo insistiendo en la fraternidad, esa tercera pata que acuñaron los revolutionnaires fraceses en aquella alta ocasión que vieron los siglos. Es más, diré que tu insistencia es muy anterior al libro que publicó en su día el amigo Toni Domenech.
Me permito proponerte la necesidad de redefinir la fraternidad en estos tiempos que corren. Lo digo por la importancia que le concedes en todos tus planteamientos y, ahora más en concreto, en EL PACTO DE PENSIONES ¿ES UNA TRAICIÓN?. En todo caso, tengo la impresión –a partir de ahora escribiré titubeando porque no estoy ducho en esta materia-- , digo que tengo la impresión de que necesitamos ir a las primeras fuentes. Por lo tanto, parece inevitable que echemos algo más que un vistazo a la famosa triada de “libertad, igualdad y fraternidad”. Es decir, obligatoriamente debemos vincular la fraternidad a la madre de todas las batallas, esto es, la libertad. Veamos.
Supongo que coincidimos, amigo Miquel, en que la crítica que se le puede hacer a la Constitución más radical de las tradiciones burguesas –la francesa de 1793-- es la siguiente: dice que se le confiere al hombre el poder de hacer todo aquello que no pueda dañar los derechos de los demás. Ahora bien, andando el tiempo Karl Marx considera que ese esquema “francés” es la prisión que provoca que la sociedad burguesa no consiga elevarse más allá de su propio egoísmo. De esta crítica surge la idea del “otro”; ahí es donde nuestro Barbudo de Tréveris construye una concepción del hombre total con su propia antropología. Más todavía, a partir de ahí enlaza con su complemento: en el cambio de la concepción del trabajo hasta entonces dominante. En resumidas cuentas, Marx se distingue del pensamiento liberal clásico (“la propia libertad acaba donde comienza la libertad de los demás”) afirmando que la libertad del otro es la condición de mi libertad. Exactamente expuesto así: “El libre desarrollo de cada cual es la condición para el libre desarrollo de todos”, que dejó sentado en el Manifiesto comunista.
Pero no es sobre esta base marxiana como se construyó el concepto de fraternidad, sino como hechura de la triada liberal francesa. Mi pregunta, pues, estimado Miquel, son estas: así las cosas, ¿es conveniente repensar el concepto de fraternidad ligado a la libertad (“del otro es la condición de mi libertad”)? Díme algo y no me tengas en ascuas. Además, para concretar la estrategia que planteas en tu reciente escrito pienso que es de la mayor importancia vincular la fraternidad al concepto marxiano de libertad.
El amigo Miquel Àngel Falguera i Baró en su artículo SEGURIDAD SOCIAL, IZQUIERDA Y FRATERNIDAD dice cosas de gran importancia. Aparentemente, a simple vista, da la impresión de que es una crítica razonada a los parciales de don Quintín el Amargao, esa izquierda chuchurría que se empeña en dar lecciones a todo el mundo menos a ella misma. Sin embargo, nuestro hombre hace algo más notable: proponernos por qué veredas podría caminar la izquierda para reconducir muy seriamente las grandes cuestiones de la Seguridad Social y del Estado de Bienestar en general. Como se comprenderá esto es más importante que polemizar con los esfinterologemas (los razonamientos que surgen de los músculos del ano) del amargao don Quintín. Ni que decir tiene que comparto lo que dice Miquel Falguera. Ahora bien, me será permitido añadir algunas pinceladas para, desde otra mirada complementaria, reforzar los argumentos de nuestro autor.
Primera pincelada. Falguera afirma que “el pacto welfariano ha sido dejado sin efectos por la oligarquía, tras la derrota sin paliativos de la izquierda, el triunfo del neoliberalismo y la instauración del “capitalismo popular”. El autor me va a permitir que introduzca una enmienda constructiva; yo diría que “el pacto welfariano está siendo ásperamente atacado por la oligarquía, tras la derrota sin paliativos de la izquierda, el triunfo del neoliberalismo y la instauración del capitalismo popular”. Lo que equivale a considerar que, a pesar del durísimo ataque contra el pacto welfariano, siguen en pie importantes conquistas del Estado de bienestar.
Segunda pincelada. Falguera es del (atinado) parecer que “Si el pacto welfariano ya no está en vigor –y no lo está salvo para quien no quiera verlo-- ¿qué impide a la izquierda reencontrarse con aquellas viejas reivindicaciones a las que renunció en su día? Si un contrato se rompe por una de las partes, la otra no está limitada por lo que en su día ambas pactaron y tiene manos libres en los compromisos adquiridos”. A lo que habría que añadir, por mi parte, lo que sigue: el pacto welfariano se dio en el contexto de la hegemonía del sistema de producción fordista; el tránsito del fordismo hacia otro paradigma comporta un desequilibrio del Estado de bienestar tal como lo hemos conocido. O lo que es lo mismo, el nuevo paradigma requiere un conjunto de tutelas –un nuevo pacto welfarístico, si se quiere— que sea expresión de ese nuevo sistema. De no hacerlo (gradualmente, por supuesto) estaremos siempre con el ay ay en el cuerpo y más expuestos a todo tipo de ataques desde babor y estribor.
El problema es que las izquierdas siguen, unas, en Babia y, otras, en Chez Maxime. Así es que no parece seguro que desde las files de don Quintín el Amargao se sepa configurar el (necesario) modelo que plantea Miquel Falguera. Desde los sindicatos hay la hipótesis de que pueda ser. Pero con una condición: que suelten el lastre de la chatarrería fordista que sigue presidiendo su argamasa cultural. También por esa razón necesitan todo el apoyo del mundo.
SEGURIDAD SOCIAL, IZQUIERDA Y FRATERNIDAD
Miquel Àngel Falguera i Baró
Magistrado Tribunal Superior de Justicia de Catalunya
No es mi intención valorar ahora el reciente acuerdo sobre las pensiones. No lo haré por falta de tiempo; pero también porque hace ya muchos años que he tomado la decisión de estudiar a fondo las normas tras ser publicadas en el BOE. En caso contrario corro el riesgo –la edad y la mala vida pasan factura- de acabar confundiendo el contenido del acuerdo inicial, el anteproyecto, el proyecto y la propia ley y equivocarme, a la hora de la aplicación, en la regulación concreta.
En todo caso, afirmo sin ambages que los sindicatos han cumplido con su papel constitucional. Ante el ruido del cabreo de la derecha (¡qué triste eso de basar toda la estrategia política en “el tú no sirves, yo lo hago mejor y no arrimo el hombro porque estás tu”!), el corporativismo egoísta de mucha gente y las críticas de traición desde la izquierda radical, cabrá recordar que los sindicatos han hecho lo que tenía que hacer como tales sindicatos: intentar parar en lo posible el golpe auspiciado por los centros oligárquicos de poder contra la Seguridad Social, con la resignación cómplice del gobierno. Puede uno estar de acuerdo o no con concretas medidas, pero en todo caso hay algo que resulta indiscutible: sin el pacto la reforma hubiera sido mucho peor. Y sólo por eso es positivo. Otra cosa, ciertamente, son las formas: no sé hasta qué punto el secretismo en la negociación era el apropiado tras una huelga general.
Si los críticos desde la izquierda quieren buscar culpables habrá que mirar al bosque y no empezar a dar hachazos a los únicos árboles –los sindicatos- que han resistido mal que bien a la derrota de la izquierda por el neoliberalismo.
Porque, ¿qué dice la izquierda en general y en sus múltiples expresiones sobre cuál debe ser el futuro de la Seguridad Social y, más allá, de las políticas sociales en los actuales estados opulentos? Prácticamente nada. Sólo mantener el estatus quo.
Y creo que ése es el error de la izquierda en materia de Seguridad Social, como en tantos otros aspectos: seguir reivindicando el pacto welfariano, sin darse cuenta que éste es simple papel mojado. Porque la Seguridad Social es algo más que “eso” que parece estar ahí desde siempre para asegurarnos las pensiones. Es una expresión histórica concreta de una de las tres patas de la democracia: la fraternidad. Es decir, el derecho de todos los ciudadanos y ciudadanas a que la sociedad –o, si se prefiere, aunque a mi particularmente no me gusta, el Estado- les garantice una vida digna ante cualquier situación de necesidad, cuando no sean económicamente productivos o por falta de ingresos suficientes, para que puedan desarrollar toda su potencialidad como seres humanos. En definitiva, el “derecho a la felicidad” de los padres constituyentes americanos (que actualmente, por cierto, está en trámite de plasmación en la Constitución brasileña)
Cuando empiezo mis clases sobre Derecho de la Seguridad Social siempre uso el mismo punto de partida –a fin de que los alumnos entiendan qué es la Seguridad Social-: el Título Cuarto del Libro Sexto de las Leyes de Indias. En él se regulan las Cajas de censos y bienes de la comunidad. Ocurre que cuando las fuerzas colombinas llegan al Nuevo Mundo encuentran un sistema de organización social muy peculiar en las comunidades indígenas cuyo sustento es básicamente agrícola: las tierras son comunales, se trabajan por todos y las ganancias se distribuyen en tercios: uno para la propia comunidad –y, obviamente, el cacique-, otro para las personas que trabajan las tierras y otro a favor de los sujetos que no pueden trabajar, por razón de edad o invalidez. Los castellanos no tocaron básicamente el sistema –sin duda que la labor de Fray Bartolomé de las Casas y sus seguidores fue fecunda-, limitándose a apropiarse del tercio de ganancias “institucional”. Pues bien: ese otro tercio destinado a los ciudadanos no productivos es lo que, en términos actuales, denominamos Seguridad Social.
Ese fenómeno comunitarista fue también observado por otras potencias europeas en sus políticas coloniales (sin que consten que dictaran leyes para su mantenimiento). Y de ahí surgió la noción de la Ilustración del buen salvaje. Y, por cierto, la idea marxiana del comunismo primitivo. Y de ello nace el concepto de fraternidad, como forma de estructuración racional y solidaria de la sociedad (idea que puede ya encontrarse en Platón y en diversas prácticas de múltiples religiones, también la cristiana inicial)
A lo largo de los dos últimos siglos la gran divergencia entre la izquierda y la derecha –ahora que muchos se preguntan en que se diferencian- es que ésta sólo hacía énfasis en uno de los elementos esenciales de la democracia, la libertad (no estoy hablando de fascismos o tradicionalismos, sino de la derecha liberal). Mientras que la izquierda integraba en sus valores también la igualdad y la fraternidad (aunque, ciertamente, en muchas ocasiones reivindicando la supresión temporal de la libertad a fin de conseguir una sociedad perfecta)
La solidaridad social se plasmó en los orígenes del sindicalismo a través del mutualismo (de tal manera que en buena parte, entonces no se diferenciaba entre éste y el sindicato, siguiendo la lógica gremial) Y conforme la lucha de los trabajadores cobró fuerza, ese mutualismo se integró en el Estado, aunque desplazando la responsabilidad a los empresarios, como dadores de trabajo. Es lo que se conoce como seguros sociales, en definitiva, una especie de contrato de seguro, al que debían hacer frente esencialmente los empleadores, pues eran ellos los que, a la postre, se lucraban con el riesgo del trabajo.
Sin embargo, ese modelo bismarkiano quebrará con la implantación de la Seguridad Social, propiamente dicha, con las nuevas políticas de distribución de rentas norteamericanas tras la crisis del 29 y, significativamente en Europa, al finalizar la Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces una parte de las ganancias de los ciudadanos activos se destinan a dotar de ingresos a los ciudadanos que no pueden serlo. Esa es –a la postre, redescubierta, pues ya se practicaba en sociedades “primitivas”- la idea de la Seguridad Social. Por tanto, cabrá recordar que la Seguridad Social no ha estado siempre ahí: tiene apenas siete decenios. Y, en España sólo se implantó hace cuarenta y cinco años (por cierto, cabría empezar a desterrar esa idea popular que “Franco sólo hizo algo bien: la Seguridad Social”; si la oligarquía no se hubiera levantado en armas contra la República, el sistema se habría impuesto mucho antes, como en el resto de Europa). Pues bien, la Seguridad Social no es ninguna concesión de las clases opulentas. Al margen de la secular lucha del movimiento obrero surge por dos realidades conexas: la existencia de un modelo social alternativo en media Europa (la URSS y anejos que, con todos sus horrores aseguraban a los ciudadanos un mínimo de subsistencia) y la sensación de hartazgo de las capas populares europeas y norteamericanas tras haber sacrificado dos generaciones en los campos de batalla de dos guerras mundiales (no está de más recordar que Churchill pierde las elecciones en manos del laborista Attlee pocas semanas después de ganar la guerra)
De ahí surge el gran pacto social welfariano: un nuevo modelo de estructuración de la sociedad capitalista, que aseguraba a los ciudadanos unas rentas mínimas en caso de estados de necesidad (generalmente vinculadas con su previa aportación productiva y económica, al menos en la mayoría de modelos contributivos). Unas nuevas reglas de reparto del pastel. Sin embargo, lo que se olvida a menudo es que también la izquierda se dejó plumas en ese pacto –como en todos los pactos sociales, también el actual de las pensiones-: renunció, expresa o tácitamente, a construir otro modelo de sociedad diferente. Renunció al internacionalismo. Renunció a discutir el poder en el seno de la empresa. Renunció al control de la sociedad sobre la producción y la propia empresa. Renunció a un modelo de participación política y social más directo. Renunció, en definitiva, a la construcción inmediata del paraíso en la tierra, al “asalto de los cielos”. Cierto: no lo hizo toda la izquierda en forma expresa –sí, la socialdemocracia- Pero no es menos cierto que el pacto welfariano venía a colmar las expectativas mínimanente igualitarias de la mayor parte de las clases menesterosas, por lo que se acabó convirtiendo en el gran legitimador social del modelo social y en el gran dique frente al “peligro rojo”.
Ya sé que esas son las verdades del barquero. Pero ocurre que vivimos unos tiempos en los que hay que recordarlas, en medio del griterío vacuo. Griterío que omite algo evidente: el pacto welfariano ha sido dejado sin efectos por la oligarquía, tras la derrota sin paliativo de la izquierda, el triunfo del neoliberalismo y la instauración del “capitalismo popular” (causa última de la grave crisis sistémica actual) En otras palabras: ¿para qué han de seguir renunciando las clases opulentas al mayor trozo de pastel cuando no tienen amenazas, ni nadie que se les enfrente? Por eso la Seguridad Social les sobra. Quien quiera asegurarse su futuro en situaciones hipotéticas de necesidad que ahorre. Y si no se puede ahorrar o el estado de necesidad no lo permite, mala suerte. La vida es así de dura. En definitiva, el retorno a un modelo censitario de organización política, basado en la mera propiedad. En el que la libertad la ejerzan los propietarios, sin que la sociedad pueda interferir en el ejercicio sacrosanto de la misma y sin tener que aportar nada de sus ganancias. Hace pocos días un político de la derecha tan moderada como Duran i Lleida lo expresaba claramente, ya sin ambages, afirmado:” Si la sociedad quiere que aquí (por el Parlamento) vengan simplemente gente que no tenga nada de propiedad y quieren que ésta Cámara al final sea una Cámara de funcionarios y de gente pobre, pues vamos por el mejor de los caminos” (estoy seguro que Cipriano García soltó un exabrupto en el cielo de los pobres al oír tamaña desfachatez)
Lo terrible es que esas propuestas van ganando consenso social. Y lo hacen también entre las clases menesterosas –aunque ilusamente se consideren clases medias-, porque la izquierda ha renunciado a la didáctica de la política, en definitiva a explicar la fraternidad. No está de más recordar que el impuesto de sucesiones y el del patrimonio han sido derogados o capidismuidos por gobiernos que se dicen de izquierda –en el Estado y en Cataluña-: así, al parecer, se ganan votos (por cierto: ya estamos viendo los votos que se ganan). Y si cada vez hay más trabajadores que se quejan de lo que se les quita cada mes en materia de Seguridad Social –como ocurre- pronto asistiremos al debate de la privatización del sistema, como desde hace tiempo se está planteando desde diversas e interesadas instancias. Sin embargo, pocos recuerdan que los planes de pensiones privados han sido los principales afectados por la actual crisis económica, haciendo perder gran parte de sus ahorros a muchas personas, cuando no sumiendo a la miseria a muchos pensionistas de varios países. O como aquellas experiencias de privatización de la Seguridad Social en el cono sur latinoamericano han quebrado. He escrito ya en varias ocasiones como no deja de ser significativo el gran impacto mediático que tienen los periódicos informes que realizan supuestos analistas solventes –pagados por instituciones financieras- para demostrar la imposibilidad futura del sistema de Seguridad Social, anunciado su quiebra para un futuro inmediato: si se busca en las hemerotecas se hallarán estudios de hace veinte o menos años que auguraban la debacle para el años 2000 o el 2005. Sin embargo, los media apenas nada dicen de la crisis de los modelos de ahorro privados.
Con todo, lo que me parece más preocupante es que la visión actualmente hegemónica de la Seguridad Social es esencialmente economicista, obviando su contenido social, jurídico y político. Claro que hay que adaptar el modelo a situaciones previsibles de futuro: ¿es que acaso no lo hacían los indígenas americanos ante situaciones de escasez? Pero una cosa es ésa y otra, muy distinta, situar la Seguridad Social como un mero instrumento económico. Es algo más. Es mucho más: es una práctica de civilidad y de solidaridad social. Es un instrumento de fraternidad.
La izquierda ha renunciado en la práctica a dotar de mayor contenido a la fraternidad, dando por bueno el Welfare. Y ahora se acaba convirtiendo, atónita, en una simple valedora de ese antiguo pacto social. Pero es ése un pacto social que la contraparte –los opulentos- han dado ya por roto. Y cuando aquí hablo de izquierda me refiero a toda la izquierda: ¿Qué es, si no, el grito de traición que se lanza contra los sindicatos sino la simple reivindicación de las condiciones anteriores?
Si el pacto welfariano ya no está en vigor –y no lo está salvo para quien no quiera verlo- ¿qué impide a la izquierda reencontrarse con aquellas viejas reivindicaciones a las que renunció en su día? Si un contrato se rompe por una de las partes, la otra no está limitada por lo que en su día ambas pactaron y tiene manos libres en los compromisos adquiridos. Los juristas sabemos eso desde la antigua Roma, al menos. Pues bien, si la izquierda deja de ser prisionera del contrato extinto, quizás estará en condiciones de replantear nuevas propuestas sociales que reivindiquen renovada la fraternidad como eje de su discurso.
Y así: ¿por qué no superar el propio concepto de Seguridad Social y resituar la noción de fraternidad o solidaridad social en un ámbito más general? Pocas propuestas hay en ese sentido, salvo la conocida renta básica universal. Aún siendo un planteamiento interesante –minimizado injustamente en el debate político- creo que debería afinarse, en tanto que, en caso contrario, se corre el riesgo de que se acabe convirtiendo en un elemento de redistribución negativa de rentas (al menos, por lo que hace a la versión más purista de la propuesta)
Pero, con todo, si se replanteara la noción de fraternidad, creo que la izquierda estaría en condiciones de dar nuevas alternativas de civilidad, incluso desde el actual sistema. Y ello en base a tres parámetros: la unificación en un solo modelo de todas las rentas públicas ante estados de necesidad, la fijación de qué debe entenderse por ingreso mínimo asegurado y digno y la ampliación de supuestos causantes.
Se trataría, en primer lugar, de reunificar los diversos trazos de derechos de fraternidad que hoy existen, desperdigados e inconexos. Veamos: la cobertura de las situaciones de los ciudadanos en estado de necesidad –asistencia sanitaria al margen- la hallaremos hoy además de la propia Seguridad Social en sus niveles contributivo y asistencial, en los fondos y planes de empleo, Seguridad Social complementaria, políticas de dependencia, integración de las personas discapacitadas, rentas de ciudadanía, asistencial social, políticas activas de empleo, políticas familiares, etc. No existe ninguna coordinación entre esos instrumentos, generalmente corresponden a Administraciones diferentes –tanto vertical como horizontalmente-, obedecen a lógicas distintas y no tienen coherencia ominicomprensiva. ¿No sería necesaria la integración de todas esas políticas dentro un único modelo harmónico? Es decir, que los ciudadanos supieran cuáles son sus derechos ante los distintos estados de necesidad en que pueden hallarse a lo largo de su vida en una forma integrada y que se unificaran en una única contabilidad, aun con distintas fuentes de financiación. Sin duda que la unificación tendría efectos notorios en el costo social pero, además, sería una magnífica forma de hacer palpable la fraternidad como derecho de la ciudadanía.
Y en ese marco, cabría plantearse los límites de la fraternidad en relación con el mínimo vital de una renta digna –aún a costa de abrir la caja de los truenos corportativa-. Por poner un ejemplo: ¿tiene sentido que una persona pueda percibir la prestación de desempleo si tiene unas rentas muy elevadas, como hoy ocurre, mientras una buena parte de parados con evidentes necesidades no tienen ya ningún ingreso?; o ¿tiene sentido que una persona joven, que puede rehacer su vida y con ingresos suficientes, pueda percibir a lo largo de toda su vida una pensión de viudedad si ha tenido la desgracia que su pareja ha fallecido poco después de su unión afectiva? Mientras tanto, el sistema paga pensiones de viudedad mínimas a las viudas de pensionistas, que nunca trabajaron por motivos de separación de la vida laboral por matrimonio y filiación hegemónica cuando eran jóvenes y para las que se diseñó en su día esa prestación.
Y, por otra parte, ¿por qué renunciar a nuevas prestaciones, aún en el propio sistema de la Seguridad Social? Por seguir con la ejemplarificación: ¿por qué una persona que está pasando un mal trago en su vida, por causas familiares o personales, no tiene derecho a separarse momentáneamente del trabajo, con ingresos suficientes, a fin de rehacerse mínimamente del golpe sufrido? Un número importante de los procesos de incapacidad permanente que hoy se dilucidan en los juzgados responde a un arquetipo: mujer, madura, con escasa formación y empleo en actividades accesorias, con problemas familiares graves, que presenta una depresión no grave y, a menudo, una fibromialgia o un síndrome de fatiga crónica. Con los actuales parámetros ese cuadro no es, salvo excepciones, incapacitante. Y, sin embargo, parecería lógico que la legislación diera un respiro en su azarosa vida a esas personas, permitiéndoles un respiro. Cierto es que el número de prestaciones de la Seguridad Social se ha incrementado en los últimos decenios. Pero también lo es que ningún legislador se ha parado a pensar qué circunstancias pueden acaecer en la vida para que uno no pueda seguir siendo económicamente activo y dar una respuesta global a las mismas.
Saquemos a la economía de la Seguridad Social. O, mejor dicho, dejémosla limitada a un mero –pero necesario- carácter funcional o accesorio. Reivindiquemos la Seguridad Social como derecho de ciudadanía, como la muestra más importante de la fraternidad humana. Y hagámoslo con ojos nuevos, ya no cegados por la venda del pacto welfariano. Seguir empeñados en el cumplimiento de sus cláusulas es ya ahistórico. La auténtica alternativa emancipadora es la reconstrucción de un discurso alternativo desde la fraternidad redescubierta. Sin duda que el sindicato está siendo incapaz de resituarse en el nuevo escenario postwelfariano –el propio pacto de pensiones lo patentiza-. Pero no le culpemos por intentar parar el golpe lo mejor que ha podido, porque esa falta de adaptación a lo nuevo es propia de toda la izquierda. Lo otro, los gritos de traición, servirán para auspiciar el corporativismo y hacer manifestaciones. Pero, sin contenidos alternativos, no son más que la defensa de un pacto social caduco. Y, paradójicamente, también una defensa de las renuncias, en su momento de la izquierda.
Las consecuencias de la huelga general del 29 de septiembre han sido más rápidas que las de la famosa del 14 de diciembre de 1.988. Ahora se han echado ver a los cuatro meses; en aquella ocasión de antaño tuvo que transcurrir un año y pico para que viéramos resultados, y eso que en aquel entonces ni siquiera trabajaron las calderas de Pedro Botero.
Tengo la sensación que hay amplios sectores que todavía no son conscientes de la importancia política del acuerdo sobre pensiones y el resto de materias que han sido concertadas. Nuevamente sobre el carácter de los contenidos me remito a lo dicho por los dirigentes sindicales en Acuerdo para la reforma del sistema de pensiones – 2011 (Motivación y resumen de contenidos). Así pues, ¿en qué consiste la importancia política de este acuerdo? Vayamos por partes.
Primero. Trasforma lo que, durante meses, fue la tónica unilateral del Gobierno en concertación social. Y, hasta donde nosotros sabemos, negociar es algo substantivo al sindicalismo confederal.
Segundo. El acuerdo ha trasladado el centro de decisión, que antes estaba en el pacto gobierno con las derechas nacionalistas, al territorio de la concertación social. Que esto provoque algún que otro roce entre Zapatero y los nacionalistas, es cosa suya. Porque, a decir verdad, los ha dejado tirados en la cuneta. De la misma manera que ha dejado tirados en el arroyo a una serie de personajes de muy alto fuste que le jaleaban en su política de confrontación y le exigían bombásticamente aquello de más vale reformas sin pactos que pactos sin reformas.
A otra cosa, mariposa.
No entro en las críticas razonadas que algunos han hecho al acuerdo de pensiones; están en su derecho y, sin retranca, afirmo que deben ser tenidas en cuenta por el sindicalismo. Pero sí quiero entrar en un problemilla que algunos carajilleros están instrumentalizando: la figura de Marcelino Camacho. La más representativa podría ser la siguiente: “YA EN SU DÍA mARCELINO (sic) SE VIO OBLIGADO A DIMITIR, POR EL ACERCAMIENTO A LA LÍNEA DEL PSOE. AHORA ENCIMA EMPRENDEN UNA CAMPAÑA PARA HACERNOS CREER QUE LA EFORMA (sic) ES ES NECESARIA. SIN-VERGÜENZAS”. Que dice una comunicante en facebook.
Por supuesto, esta joven no es una carajillera, pero sí lo es quien le ha dicho que “Marcelino se vio obligado a dimitir…”. Cosa que no ocurrió nunca, lo que pasó fue otra cosa. Y doblemente carajillero porque –esto es una hipótesis-- no le informa a la muchacha que él mismo pitó a Marcelino cuando éste defendía el acuerdo nacional de empleo en 1982 y, antes, los Pactos de la Moncloa con más vehemencia incluso que Santiago Carrillo. Por lo tanto, sólo sugiero un castigo al carajillero de marras: que se le deje sin coñac durante una semana.