Miquel FALGUERA*
Resulta ahora que el Gobierno –en sus constantes oscilaciones a la hora de abordar la crisis económica- se inclina por una reforma laboral y los agentes sociales nos lanzan constantes guiños anunciando una próxima fumata blanca. En los actuales momentos los ciudadanos de a pié nos hallamos ante un arcano, en tanto que –salvo error- la única propuesta concreta públicamente anunciada pasa por una genérica e inconcreta adaptación del modelo alemán de reducción de jornada de los trabajadores en circunstancias de dificultades económicas.
No sé a ustedes, pero uno empieza a estar ya muy harto de que cada vez que este país pasa por situaciones negativas en el empleo se culpe siempre a la legislación laboral. Ya sé que soy muy ingenuo. Es más, reivindico la ingenuidad –bien entendida- como una virtud, recordando los versos de Celaya “en los malos momentos, decid que no entendéis. Y, tras escuchar, decid, porque es verdad, que seguís sin entender”. Pero ingenuo no quiere decir tonto. Hablando en plata: estoy hasta los mismísimos que la economía traslade sus responsabilidades al Derecho del Trabajo.
Cuando hay una crisis habrá que colegir que los economistas –oficiales- no han estado a la altura, si no, ¿para qué sirven? Sin embargo, en lugar de analizar dónde ha estado el fallo en su análisis (puesto que la mayor parte de ellos parecen no haber asistido a clase el día que se explicaba el pensamiento económico de Marx… si es que aún se explica en las facultades de economía) sus recetas son siempre las mismas: hay que flexibilizar el mercado de trabajo. Valga como ejemplo el Gobernador del Banco de España, que incomprensiblemente sigue ocupando su poltrona, pese a las responsabilidades del organismo que dirige en la actual crisis. Y esa receta es asumida al final por los políticos, prestos a maquillar las estadísticas negativas. Y ya se sabe que lo más rápido y fácil es optar por la redistribución negativa de rentas y alterar los poderes del contrato de trabajo a favor del empresario (si por lo que me cuesta un currante puedo contratar dos, contrato uno y medio: así se ha venido creando empleo).
Y en la presente situación ese remedio tradicional no deja de ser más contradictorio si cabe: ¿qué culpa tiene el pobre mercado de trabajo de boom de las burbujas inmobiliaria y financiera? (estallido que, además, era del todo previsible, incluso para los que, como un servidor, somos legos en economía)
Llevamos un cuarto de siglo con esa cantinela y con continuas reformas laborales que apenas han servido para nada. Sobre ello acaba de escribir un magnífico artículo mi primo Antonio Baylos en la revista Relaciones Laborales, al que me remito en su integridad, a la par que recomiendo su detenida lectura.
Uno, como iuslaboralista, está harto de que los dogmas economicistas –matizo: de matriz neoliberal- acaben afectando a mi trabajo. Las leyes están llenas de experimentos economicistas con nula repercusión en el empleo. La temporalidad de 1984 no sirvió para dichos fines, sino para precarizar las condiciones de acceso al empleo de varias generaciones de asalariados y para el incremento exponencial del gasto público –lo que, a la postre, constituye un mecanismo de redistribución negativa de rentas-. Aún estamos esperando que alguien haga autocrítica y se disculpe públicamente. Y luego tenemos más experimentos: que si el contrato a tiempo parcial y sus horas complementarias –que nadie usa-, que si el contrato de relevo –que usan las grandes empresas como mecanismo de prejubilación a cargo de la Seguridad Social-, que si el contrato de inserción o el de lanzamiento de nueva actividad –derogados por su ineficacia-, que si los planes de empleo con reducciones de cuotas a la Seguridad Social –con nula eficacia práctica-, que si la regulación de la flexibilidad contractual impuesta, en 1994, olvidando que la flexibilidad es consensuada o no es… Y ahora nos salen los “expertos” con el “contrato único”.
Los que reivindicamos la ingenuidad pensamos otra cosa: que si la economía va bien se crea empleo y si va mal se destruye el empleo. Pero el condicionado –no la causa- es el empleo. Por eso, no acabamos de entender porqué se abordan como solución siempre las consecuencias –el empleo- y no la causa –el modelo económico-. Por supuesto que no se trata de dejar con una mano delante y otra atrás a la ingente cantidad de gente que a raíz de la crisis ha perdido su trabajo y se encuentra en situaciones difíciles. Pero una cosa es eso –con las dosis de sacrificios colectivos que sean precisas- y otra, distinta, achacar el desempleo a las garantías del derecho del trabajo.
Claro que habrá que poner solidaridad por TODOS –y no sólo por los trabajadores-, pero me parece que el debate ha de ser de mayor calado. Es decir, situarnos en el futuro y preguntarnos, con sinceridad: ¿qué tipo de empleo se precisa? Porque si se trata de precarizar aún más el mercado de trabajo tendré que colegir que el objetivo es seguir jugando a un modelo económico de limitado valor añadido y salarios bajos, ajeno a la innovación y centrado en sectores que apenas nada aportan a la riqueza real de un país (el tocho y el turismo)
Una reforma laboral actual que, en mayor o menor medida, en forma expresa o implícita, comportara incrementar competencias decisorias de los empleadores –como se ha hecho hasta ahora y como se aboga descaradamente por la patronal y sus impresionantes grupos de presión académicos y mediáticos, así como por la derecha política- no serviría para otra cosa que para seguir manteniendo ese modelo económico y productivo caduco y abrir aún más las zanjas de desigualdad. Y, por ende, para seguir huyendo hacia delante hacia esa fosa sin fin de un modelo económico meramente especulativo.
¿Por qué no invertimos los términos? Es decir, antes de hablar de reformas laborales nos ponemos de acuerdo en qué modelo económico y productivo es el necesario para nuestra realidad y, luego, diseñamos el modelo de relaciones laborales que se adecue a dichos fines. Desde luego, parece claro que jugar al dumping social tras la ampliación europea hacia el Este y con un mercado global –con mano de obra intensiva y barata en los países por ahora menos opulentos- es suicida. Pero ese otro modelo productivo y económico no acaba de diseñarse, salvo que consideremos que las propuestas de economía sostenible presentadas por el Gobierno van a tener alguna incidencia en el tema, con su contenido de generalidades y obviedades.
Me parece que la actual mesa de diálogo social tendría que empezar por ahí –y, a la vez, claro que sí, pensar sistemas de cobertura solidaria para las personas sin trabajo-, es decir por el modelo económico y productivo de este país. Y sin duda que ello obligaría a un amplio pacto de Estado que dudo mucho que hoy nuestra práctica política esté en condiciones de llevar adelante.
Hablemos claro: tenemos desde hace quince años (repito: QUINCE años) una legislación altamente complaciente con la flexibilidad unidireccional –es decir, la que atribuye competencias al empresario para modificar el contrato de trabajo por razones productivas, omitiendo prácticamente cualquier referencia a la misma práctica por parte del trabajador por razones familiares o personales-, combinada con una práctica –que no, una legislación- de uso y abuso de la temporalidad exorbitante. Una legislación que, sobre el papel, es puesta como ejemplo por iuslaboralistas extranjeros proclives a los intereses patronales. Pero, sin embargo, la implementación “natural” del nuevo modelo productivo de la flexibilidad, que supere el fordismo, tiene aún un largo camino por recorrer en la práctica. Una buena prueba de cómo la simple imposición por el legislador es ineficaz, un elefante en una cacharrería. Y una evidencia de la necesidad de modificar nuestro modelo productivo, en el marco de un cambio de nuestra economía, que debe ir acompañada, por supuesto, de un ímprobo esfuerzo formativo. De nada sirve cambiar la legislación y adaptarla a “lo nuevo”, si, en paralelo, no se cambia también el modelo productivo. Tenemos un software más o menos moderno para un hardware obsoleto. E, incluso, estoy dispuesto a afirmar que esa legislación “flexibilizadora” en nuestro modelo productivo para lo que ha servido es para reforzar las prácticas contractuales –y productivas- caducas, al dotar de mayores competencias unilaterales al empresario, con lo que la flexibilidad necesaria se ha acabado convirtiendo en precarización. Y en ese panorama: ¿a alguien le extraña que seamos uno de los países con menores índices de productividad?
Habrá, por tanto, que colegir que si el modelo productivo y económico ha de mutar –lo que parece obvio- nuestra realidad laboral (y, por supuesto, educativa) está desfasada, porque está pensada y diseñada para aportar bajo valor añadido. Por eso no comprendo cómo se pretende adaptar, de nuevo, nuestro mercado de trabajo al nuevo sistema de producción desde la Ley. La flexibilidad –como nueva manera de producir- se basa en la diversidad y el cambio constante. Y son esos elementos que difícilmente la Ley puede abordar porque su contenido, por definición, es homogéneo e inmutable.
La flexibilidad sólo puede ser regulada desde la negociación colectiva. Los intentos de la Ley para ello han sido inanes por los motivos que acaban de exponerse. Pero es que, además, optar por la ampliación de competencias del empresario en sede de autonomía individual también resulta contraproducente. La flexibilidad exige consensos y reclama un sistema de relaciones laborales menos jerarquizado que el fordista y un reparto de competencias entre los agentes sociales más horizontal. Es por eso que las prácticas de flexibilidad situadas en el plano individual acaban afectando a la propia productividad.
Para regular la flexibilidad están los convenios colectivos. Sin embargo, su panorama actual es desolador. Esa es la conclusión a la que he llegado en un estudio reciente sobre los contenidos convencionales en la regulación de la flexibilidad contractual en el ámbito global de la negociación colectiva catalana y sectorial estatal (en un seminario de ESADE sobre la materia que codirige Joan Coscubiela)
Veamos algunos ejemplos. Un sesenta por ciento de los convenios colectivos de Cataluña siguen regulando el modelo de encuadramiento profesional en base a las categorías fordistas y sólo un 19 por ciento lo hacen sobre la noción de grupo o nivel profesional. Y si ése mismo análisis se realiza en los convenios sectoriales estatales, resulta que la clasificación por este último concepto, más amplio, sólo se observa en un 39 por ciento. En materia de movilidad funcional, cabe observar, de entrada, que es éste un tema ampliamente regulado –más del cincuenta por ciento de los convenios catalanes así lo hacen- y, además dicha regulación dista mucho de ser generalista o carente de contenidos –paradójicamente es uno de los aspectos más normados en la negociación colectiva-. Sin embargo, esa regulación es, generalmente, limitadora, estableciendo requisitos complejos. Y, por el contrario, son muy pocos los convenios catalanes que contemplan aspectos esenciales al respecto, como la determinación y cuantificación del salario aplicable (menos de un tres por ciento), los encuadramientos profesionales y actividades en los que opera siempre la movilidad funcional (menos de un dos por ciento), realización de cursos de formación o períodos de adaptación previos (un 3 %), la formación e información en materia de riesgos laborales en relación al nuevo puesto de trabajo (apenas un 0.5 % de los convenios). Y, asimismo, resulta destacable que sólo un diez por ciento de las normas colectivas contemplan mecanismos de participación al respecto (de los que dos terceras partes no establecen más que un simple trámite de información). Y, por su parte, sólo un 7,4 % de los convenios colectivos regulan la polivalencia.
O en materia de movilidad geográfica, sólo un 21,4 % de los convenios contemplan la figura (y apenas un 7 por ciento regulan la movilidad locativa sin cambio de residencia y sus garantías) Por su parte, poco más del 10 % de los convenios regulan el régimen aplicable a la modificación sustancial de las condiciones de trabajo y algo más de un 25 por ciento, la distribución irregular de la jornada. A lo que cabe añadir que sólo he hallado cinco normas colectivas que establezcan algún tipo de causalidad específica a la hora de preveer la imposición de medidas de reestructuración de las plantillas. Y estoy hablando de una muestra de 758 convenios colectivos.
El cuadro descrito ha de ser completado desde la perspectiva de la flexibilidad horaria ejercida por el trabajador. Así, cabrá felicitarse que prácticamente una cuarta parte de los convenios catalanes contemplen el derecho de las personas asalariadas a permisos o licencias para acompañar a familiares al médico. Sin embargo, ese aspecto debe ser comparado con el resto del depauperado panorama que ofrece la regulación de la disponibilidad del tiempo de trabajo para la conciliación de la vida laboral y familiar de los trabajadores y trabajadoras. Entre otras muchas posibilidades: el régimen de permisos o licencias para asistir a entrevistas con tutores escolares de los hijos en edad escolar no llega al 3 por ciento; sólo 11 convenios contemplan la posibilidad de permisos no retribuidos por causas familiares y sólo 20 convenios desarrollan en forma efectiva el mandato del art. 38.4 ET después de la Ley Orgánica de Igualdad (por tanto, la posibilidad de que la persona trabajadora adapte horarios y turnos para el cuidado de hijos o mayores)
Con todo, quizás lo que resulte más preocupante es el modelo de organización del trabajo que se deriva de nuestra negociación colectiva. La inmensa mayoría de los textos que observan el tema lo hacen a partir de una lógica jerarquizada claramente fordista que, en sus contenidos y formalidades, es idéntica a la de las extintas ordenanzas laborales y reglamentaciones de trabajo. Permítanme un ejemplo. Así, el artículo 8 del convenio colectivo de trabajo para las industrias del aceite y sus derivados para los años 2008-2010 (publicado en el DOGC de 13.11.2008), en el que se afirma: “La organización del trabajo de cada una de las secciones y dependencias de trabajo es facultad exclusiva de la dirección de la empresa, que responde de su ejercicio ante el Estado. En consecuencia tiene el deber de organizarlo de forma que pueda lograr el máximo rendimiento en todos los aspectos: mano de obra, materiales, tiempo, etc., hasta el límite racional y científico que permitan los elementos de que dispone y la necesaria colaboración del personal para dicho objeto, todo ello respetando lo establecido en el artículo 41.2 del Estatuto de los trabajadores”. ¿Es posible hallar una retórica más desfasada y autoritaria? Sin duda que sí: se trata sólo un ejemplo, escogido al azar. La mayor parte de los convenios colectivos siguen esa misma lógica. Sólo he hallado 16 acuerdos en toda Cataluña que especifiquen medidas tuitivas en el ejercicio empresarial de sus capacidades de control (repito: sobre 758). Y, por seguir con la ejemplarificación: sólo 7 convenios regulaban en forma expresa nuevas formas de organización del trabajo o sólo 2 contemplan el teletrabajo. Y si ese análisis se extiende a la negociación sectorial estatal, los resultados no son mejores: la mitad de ellos nada dice sobre esta materia, un 27 % lo hace en redactados asimilables a las ordenanzas y un 21 % hace mención a mecanismos de participación de los trabajadores en la organización del trabajo en términos similares o idénticos a los del actual marco legal. Sólo tres convenios de ese ámbito contienen alguna cláusula de adaptación a “lo nuevo” desde una perspectiva genérica y sólo siete hacen mención expresa a la implantación y efectos contractuales de las nuevas tecnologías.
Por una parte, nuestra legislación está adaptada a la flexibilidad –matizo: a la flexibilidad unidireccional por parte del empresario-, pero, sin embargo, no puede regular (por la diversidad y la mutación constante) el fenómeno. Y por ello reclama constantemente en forma expresa o implícita (porque no puede hacer otra cosa) la ayuda de la negociación colectiva. A la vez, nuestra legislación es reacia a regular las nuevas formas de organización del trabajo desde la perspectiva del nuevo modelo de ejercicio de las capacidades decisorias empresariales. Y apenas nada dice al respecto, salvo algunas reflexiones en relación a la implantación de nuevas tecnologías y su impacto en la prevención de riesgos laborales y la posibilidad de intervención sindical en la política medioambiental de la empresa (y, en ambos casos esas redacciones heterónomas generales tienen como origen la normativa comunitaria)
Pero esas llamadas de auxilio del legislador y esas omisiones en relación a las nuevas formas de organización del trabajo y los imprescindibles mecanismos de participación de los asalariados, no son desarrolladas por nuestros convenios colectivos. Si alguna persona está interesada en la materia le propongo un simple divertimento: comparar los textos de determinados de convenios en su redacción actual respecto a la de hace un cuarto de siglo. En lo sustancial apenas se apreciarán cambios, pese a que las formas y modos de producir nada tienen que ver entonces y ahora.
Y es ahí donde aparece la paradoja. Los empresarios se niegan a soltar prenda en el modelo organizativo de los centros de trabajo, pretendiendo mantener sus competencias y poderes en lógica jerarquizada fordista, pero reclamando la máxima flexibilidad unidireccional –lo que no es más que simple precarización-. Y, por su parte, el sindicalismo negocia la flexibilidad, pero lo hace en forma reactiva, intentado poner el máximo de trabas y garantías formales y se muestra incapaz –capidisminuido como está y atacado por todos los frentes en su legitimación constitucional- de discutir de tú a tú, en la mesa de negociación el modelo tradicional de poder –y de legitimación social- de su contraparte. A lo que cabe añadir que tampoco el sindicalismo ha asumido como algo propio, no ha metabolizado, la flexibilidad –probablemente por simples motivos generacionales y de estructura interna, así como por su origen impositivo-. Volviendo al panorama negocial antes expuesto: no deja de ser sorprendente que uno de los aspectos más formalmente regulados en nuestros convenios sea la movilidad funcional. Pues bien: ¿qué tiene de malo la misma para el trabajador, si va acompañada de mayor formación, mayores capacidades profesionales, prevención de riesgos y de regulación de tutelas salariales y de tiempo de trabajo?
En consecuencia, si se comparte el punto de partida expuesto (es decir, que la Ley es ineficaz para regular el nuevo modelo productivo y que el ámbito natural a esos efectos es la negociación colectiva), habrá que colegir que nuestros convenios colectivos no están cumpliendo con sus deberes. Y es ahí –y no en la Ley- en dónde debería incidir, desde mi punto de vista, la concertación social en curso.
Sin embargo, creo que esta constatación, sin más, es del todo simplista. Si nos limitamos a quedarnos ahí llegaríamos a una conclusión errónea, de simple culpabilidad a los agentes sociales. Y estoy convencido de que existe un problema de fondo de mayor transcendencia: que nuestro modelo de negociación colectiva –el modelo legal y el real- es obsoleto.
Veamos: es conocido que ése nuestro modelo se caracteriza, entre otros por tres elementos centrales. El primero, su absoluta dispersión cuantitativa: hay en España casi seis mil convenios y, lo que es peor, en la práctica no existen reglas de articulación y concurrencia claras y terminantes. El segundo: pese a esa dispersión, más del ochenta por ciento de los trabajadores y trabajadoras rigen sus condiciones contractuales por convenios sectoriales. El tercero: nuestro modelo de negociación colectiva –como la Ley- toma como punto de referencia la gran empresa, obviando que el ochenta por ciento de nuestros empleadores tienen la condición de pequeña o pequeñísima empresa. Por tanto, pese a tanta dispersión, ocurre que la inmensa mayoría de trabajadores ven reguladas sus condiciones contractuales por convenios sectoriales y que éstos contemplan normas generales en clave ajena a la realidad de las dimensiones –y necesidades- de la mayor parte de las empresas.
Soy consciente de gran debate sobre el modelo de negociación colectiva que desde la perspectiva neoliberal se viene librando desde hace tiempo en la economía. Un sector aboga por la máxima centralización, mientras que otro –el menos dogmático- apunta en una línea contraria. Es ése un debate que lleva tiempo planeando sobre las distintas mesas de concertación de los agentes sociales estatales (que, en muchos casos, no ven con malos ojos el sistema centralizado, desde una perspectiva de incremento de su poder interno, pero sin una reflexión seria sobre la adaptación del instrumento convenio colectivo a la nueva realidad productiva)
Pues bien, debo afirmar que es ése un debate que me parece del todo intranscendente. El problema, desde mi punto de vista, no está en la cantidad, sino en los contenidos. Si los economistas neoliberales se preocupan por qué sistema es más útil para avanzar en la subindiciación salarial, con su pan se lo coman. A mí, como buen ingenuo militante, me parece más necesario reflexionar cómo regular en clave actual la flexibilidad a efectos de derechos y civilidad.
Y me permitirá mi hipotético lector que haga aquí un paréntesis que me parece importante en mis reflexiones. Así, debo matizar gran parte del panorama negativo que hasta ahora he efectuado. No es verdad que la negociación colectiva no se esté adaptando a lo nuevo. Esa lectura negativa se limita a los convenios colectivos. Pero está ocurriendo que la flexibilidad sí se está regulando en las empresas. Lo que ocurre es que se está haciendo desde los acuerdos y pactos de empresa. Y es aquí dónde surge el problema. Es un problema para los iuslaboralistas, porque desconocemos qué está ocurriendo en realidad en las empresas: a diferencia de los convenios esos pactos no se publican en ningún diario oficial y se quedan dentro de las cuatro pareceres, reales o virtuales, del centro de trabajo. Pero es también un gran problema para el sindicato, porque desconoce que está pasando de verdad y en perspectiva general en las empresas. Y ello comporta no sólo una pérdida de riqueza de los contenidos negociales, sino un alejamiento significativo entre el convenio (que se va quedando como un punto de referencia, cada vez más distante) y la realidad negocial del centro de trabajo. En el seminario al que me he referido un empresario lo exponía con claridad diáfana: “cada vez me preocupa menos el convenio sectorial. Lo mío es lo que debo negociar con el comité de empresa”.
Intentemos elaborar algún cesto con los mimbres dispersos hasta ahora expuesto. Así, imaginemos qué modelo de negociación colectiva –o, mejor dicho, de convenios colectivos- constituiría el desiderátum. Y desde mi punto de vista (al margen de los convenios de empresa, muy numerosos pero poco significativos cuantitativamente, como se ha visto) el modelo ideal no estaría muy alejado de alguna experiencia práctica ya existente, como el convenio de la Industria Química. Se trataría, así, de diseñar un convenio sectorial diverso, que diferenciara entre subsectores, actividades y modelos de organización del trabajo; cuyo ámbito fuese claro y definido, huyendo tanto del latifundio (por ejemplo, el sector del metal en el que se agrupa en una misma y prácticamente indiferenciada regulación a la gran empresa sin convenio propio que al taller mecánico de la esquina), como del minifundio (verbigracia, el sector del comercio, con múltiples convenios diferenciados en función del producto que se vende). A la vez, un convenio que trazara las líneas generales de la regulación contractual, permitiendo su concreción en cada empresa a través de acuerdos o pactos, con capacidades de control y validación posterior por la comisión paritaria. Y, finalmente, un convenio que permitiera la continua adaptación de sus contenidos a través de la actuación de dicha comisión paritaria.
El modelo de foto fija del convenio tradicional –que se toma una vez cada “x” años, cada vez más- no se adecua a un modelo productivo en cambio constante, que obedece a una lógica videográfica. Y, por otra parte –siguiendo con el símil- parece necesario pasar de la gran cine con mucha capacidad en la que se proyecta una única película a otro multisalas, donde se aúnen bajo un mismo techo proyecciones diferenciadas.
Se trata, pues, de adaptar nuestra negociación colectiva a las nuevas realidades productivas. Y para ello es, por supuesto, preciso que los agentes sociales cambien su “chip” negociador: no sólo por lo que hace los contenidos, sino también –creo que esencialmente- respecto al propio modelo de negociación colectiva. Y ello pasa por el establecimiento de reglas claras de articulación interna y distribución de reglas de concurrencia, por un papel más dinámico de las comisiones paritarias y por un modelo más abierto de contenidos.
Sin embargo, parecen también precisos cambios en la Ley. Por una parte, debe superarse la doctrina del Tribunal Supremo en relación a las limitadas competencias normativas de las comisiones paritarias. De esta manera, debería dotarse a dichos organismos de la posibilidad de disponer y adaptar constantemente de los contenidos del convenio. Y no parece surgir aquí ningún obstáculo para el cambio legal desde la perspectiva constitucional, en tanto que determinadas lecturas de los pronunciamientos del TC respecto a la composición de las comisiones paritarias, obvian que ahí se estaban analizando la aplicación del derecho a la libertad sindical en relación al derecho a la igualdad y no la propia negociación colectiva. Y, asimismo, parece necesario que el legislador establezca en la Ley el claro sometimiento de los acuerdos y pactos de empresa al convenio colectivo. Es ése un vacío clamoroso de nuestra legislación, que está permitiendo esa disgregación desarticulada –y, a veces, la precarización de las condiciones contractuales- a la que antes se hacía referencia.
Y, finalmente, creo que no estaría de más una reflexión a fondo en relación a los propios agentes sociales y las competencias de negociación. Quizás ha llegado el momento de replantear –como el máximo prócer de Parapanda viene exigiendo desde hace decenios- el papel de los organismos unitarios de representación en la empresa en beneficio del sindicato. Y quizás es también llegado el día de horizontalizar el poder decisorio en el seno del sindicato, porque es éste el que debe adaptarse al modelo productivo y no al revés.
Piensa uno que –más allá de aspectos puntuales de necesaria solidaridad ante la crisis- la prioridad en los actuales momentos debería pasar por una reflexión a fondo sobre el modelo productivo futuro y la adaptación al mismo de nuestro sistema de relaciones laborales. Y no tanto por el mero sometimiento de la legislación laboral a las necesidades puntuales de empleo: ese modelo ya sabemos a dónde lleva. A más de lo mismo. A una espiral sin fin de precarización que acaba afectando a la productividad y al modelo económico. Se trata de adaptar nuestro marco contractual laboral a la nueva realidad productiva, tanto en sus contenidos como en el imprescindible salto hacia un nuevo modelo más democrático de relaciones laborales. Y ello pasa, inevitablemente, por un cambio radical de nuestra negociación colectiva: no sólo en sus contenidos, sino esencialmente, por el propio modelo.
Pero, en fin, no me hagan demasiado caso. Ya he advertido que hablo desde la reconocida y pura ingenuidad.
*Miquel Falguera es Rector de la Universidad de Parapanda.
Radio Parapanda. Habla mi sobrino y dice UN DEBATE SOBRE LAS POLÍTICAS DEL TRABAJO EN LA FUNDACION 1 DE MAYO.