Nota
bene.-- Por su interés reproducimos la editorial
de la revista La ciudad del trabajo. La
reproducimos especialmente para que sea objeto de estudio (Metiendo bulla).
La
conformación de un gobierno de coalición progresista es una oportunidad
histórica para revertir la inercia de la distribución negativa de rentas y de
poder actualmente imperante en las relaciones laborales, hoy profundamente
sesgada en favor de las grandes empresas en detrimento de los trabajadores, de
los autónomos y de las pequeñas empresas. Sin embargo, pese a que el programa
de gobierno pactado contiene indudables elementos positivos, sus objetivos
están diseñados a corto plazo y no parecen integrados, en su redacción inicial,
dentro de un diseño global del sistema que se quiere implantar. Por otra parte
nadie duda de la dificultad de articular las leyes necesarias en un parlamento
sumamente dividido y donde la presión de la oposición de derecha parece haberse
decantado por la extrema irracionalidad y el cierre a toda posible negociación.
La formación de las necesarias mayorías para la aprobación de las leyes
necesarias exigirá un profundo análisis que permita incorporar perspectivas
sociales y políticas diversas, donde además el problema de la distribución
territorial del poder, tanto administrativo como empresarial y sindical, puede
tener un destacado protagonismo. Por eso tal vez la mejor ayuda que puede
prestarse desde los distintos núcleos de la sociedad para el avance de los
objetivos fijados en dicho programa sea hacer aportaciones a una reflexión
colectiva y pública sobre el Derecho del Trabajo del futuro y sobre el papel
que en ese nuevo marco de relaciones laborales deba corresponder a los poderes
públicos y a los interlocutores sociales.
El
problema de nuestro modelo no es sólo “la reforma laboral del PP”, como se
insiste mediáticamente desde diversas instancias políticas y sociales. Nuestros
desajustes –como ocurre en buena parte de los países occidentales- viene de
antiguo. Por ejemplo, el actual debate sobre el despido por absentismo
justificado y su imputación a los cambios normativos de 2012 y 2013 obvia que
dicha causa de extinción figura casi en los mismos términos que hoy en nuestro ordenamiento
cuando menos desde el Estatuto de los Trabajadores de 1980 y que la
modificación introducida por la Ley 3/2012 se limitó a suprimir el requisito
del absentismo colectivo de la plantilla (lo que, sin duda facilitó el uso de
la figura), compensándolo con una restricción, al introducir en el régimen de
excepciones a la posibilidad de despido una genérica e inconcreta referencia a
“enfermedades graves”.
Las
políticas de “flexibilización” del mercado laboral, alterando sustancialmente
en favor del empleador el equilibrio de poder dentro de la empresa, son muy
anteriores al gobierno Rajoy. No olvidemos que la transición coincidió con la
crisis económica de mitad de los años setenta y que ya durante la misma se
iniciaron políticas de flexibilización. Pero quizá la que más impacto produjo
en nuestro mercado laboral fue la regulación de la contratación temporal en
1984, que de facto introdujo en el mercado laboral español la profunda dualidad
fijos/temporales que lo convierte en un caso singular en el contexto europeo.
Por hacer un repaso de los cambios más importantes desde entonces (con
numerosas reformas menores intercaladas), la reforma laboral de 1994 supuso una
importante reducción de la intervención administrativa y dio paso a la gestión
flexible de la mano de obra y el trabajo a tiempo parcial y a llamada mediante
subcontratas, empresas de trabajo temporal, anualización de la jornada, etc. La
reforma de 2002 fue un intento de abaratar y flexibilizar el despido que
fracasó parcialmente por el éxito de la huelga general (aunque la figura del
denominado despido exprés mantuvo su vigencia durante un decenio). Y la reforma
de 2010 del Gobierno Zapatero de la crisis fue un preludio de la posterior
reforma Rajoy de 2012, con dos contenidos importantes: el abaratamiento y
flexibilización del despido y la ruptura del poder negociador de los sindicatos
a través de los convenios colectivos sectoriales. Los ejes vertebradores de
todo el proceso histórico tienen tres claros ejes orientadores conexos:
incrementar la disponibilidad unilateral sobre el contrato de trabajo por la
empresa, limitar los mecanismos externos e internos de control y debilitar el
poder de las instituciones de defensa del interés colectivo (sindicato,
organismos unitarios y negociación colectiva). Y de forma subyacente existe una
finalidad no expresada, aunque evidente: la reversión del modelo de
distribución de rentas surgido del pacto welfariano. No deja de ser sintomático
que tanto en época de “vacas gordas”, como en época de crisis se prescriba,
desde múltiples instancias controladas por el poder económico –tanto
internacionales como estatales, incluido una y otra vez el Banco de España en
un exceso evidente de sus funciones legales-, idéntica receta: la moderación
salarial.
Pero
hoy son ya múltiples y variadas las voces (incluso en la prensa salmón o en
personas u organismos con efectivo poder real) que empiezan a constatar el
fracaso de las políticas neoliberales llevadas a término desde hace cuatro
decenios. Parece ya evidente que, aunque escudadas en sesudos estudios
económicos, éstas no han sido más que simple ideología desde sus orígenes.
Las
consecuencias negativas de esas prácticas políticas a lo largo de todos estos
años son hoy indiscutibles. Por un lado, el crecimiento desaforado de la
desigualdad, tanto en los ámbitos de los distintos Estados como a nivel
internacional (sin que, por otro lado, se hayan superado las brechas de
género). Por otro, la pérdida de la calidad democrática de nuestras sociedades,
con unos Estados impotentes frente a los grandes poderes oligárquicos,
prácticamente carentes de contrapesos y de controles, que actúan dentro de un
mercado global de capitales donde las fronteras, cada vez más letales,
solamente existen para los pobres.
Los
modelos de Estados sociales y democráticos de Derecho construidos en la segunda
mitad de los años cuarenta del pasado siglo, tras la Constitución de Querétaro
y sobre las cenizas de la de Weimar y de la 2ª República española, se han visto
sobrepasados por el imparable huracán neoliberal, la globalización y por los efectos de la tercera y ahora de la
cuarta revolución industrial. En esa tesitura una parte creciente de la
ciudadanía de los países occidentales –que en muchos casos ya no se consideran
personas trabajadoras, sino “capas medias”- está buscando salidas en valores
ajenos a la civilidad democrática, como el nacionalismo –con Estado o sin él- y
la culpabilización del “otro” (preferiblemente, el que no pertenece al mismo
grupo social, nacional, religioso o racial). El papel central del trabajo en la
sociedad y de los valores que de él derivan se ha visto fuertemente cuestionado
en favor de la simple especulación y la justificación dogmática y sinsentido de
la desigualdad, el propietarismo y el particularismo. Y con todo ello los
principios básicos de los estados democráticos y del Derecho internacional,
sobre los que se asentó la reconstrucción de Europa Occidental tras la segunda
Guerra Mundial, se encuentran en una crisis evidente cuando desde las más altas
instancias del poder en muchos Estados de Occidente, algunos muy
significativos, se consideran como meras antiguallas.
Con
todo, probablemente lo más grave ha sido la incapacidad de las izquierdas y los
movimientos progresistas –al menos en Europa- de articular una respuesta al
nuevo paradigma social. En lugar de construir un discurso alternativo sólido
frente a la ideología hegemónica se ha optado por el intento de poner paños
calientes sobre los estragos causados por el neoliberalismo y por seguir
exigiendo el cumplimiento de un pacto social welfariano que es papel mojado,
desde hace años, ante la denuncia implícita –y explícita- de la contraparte.
El
programa hecho público del gobierno de coalición recién nacido en el terreno de
las relaciones laborales se enmarca en esa tímida respuesta tradicional de las
izquierdas (aunque algunos tengan pesadillas en las que imaginan hoces y
martillos). No es ésta una crítica a sus contenidos: hoy por hoy es difícil que
el discurso de la civilidad democrática basada en los valores republicanos
pueda ir más allá, tanto por la correlación de fuerzas existente como por la
ausencia de un discurso alternativo previo. En estos momentos nadie ha dibujado
una hoja de ruta conocida. Pero si se quieren preservar los valores
democráticos hay que empezar inmediatamente a diseñar un nuevo modelo de
sociedad destinado a superar la desigualdad creciente, que subordine la
economía al derecho y valore la colaboración entre personas en lugar de
promover como único valor social la competitividad descarnada y el consumo
ilimitado de los recursos naturales. Esto es, un modelo donde prime la
colectividad por encima del individualismo, donde prime el futuro y la
preservación de las sociedades y del planeta frente a la satisfacción inmediata
de las apetencias más descabelladas. Ello resulta crucial e ineludible, entre
otras cuestiones, ante los efectos pavorosos del cambio climático en el que ya
vivimos. Ocurre sin embargo que en la construcción de esa alternativa partimos
prácticamente de cero, aunque empiezan a surgir magníficas reflexiones que,
desde distintas disciplinas, trazan los primeros borradores de un nuevo modelo
social.
Las
personas que nos dedicamos al Derecho del Trabajo, al menos aquéllos que
entendemos que la finalidad de nuestra disciplina es ante todo compensar la
desigualdad entre las partes y no la simple promoción de la competitividad y la
economía de las empresas, también deberíamos hacer un esfuerzo para empezar a
construir un modelo alternativo. Se trata de presionar desde la izquierda hacia
un avance en otro modelo social, tal y como se reclamó desde la tribuna del
Congreso de Diputados por miembros del actual Gobierno. Diseñar un modelo de
relaciones laborales adaptado a los nuevos tiempos, a los nuevos medios de
producción y a los nuevos sistemas productivos y de organización de las
empresas. Un modelo alternativo que, partiendo de la actual realidad,
restablezca los instrumentos de igualdad entre las personas asalariadas y las
empresas, adapte los tradicionales instrumentos colectivos de participación,
negociación y conflicto, readecue los sistemas de control interno y externo en
las relaciones laborales, module el ejercicio de los derechos fundamentales en
el centro de trabajo, acabando con la actual postración ante el derecho a la
libre empresa y el propietarismo, articule mecanismos efectivos de igualdad
efectiva entre géneros e introduzca los valores medioambientales en la
producción, todo ello además intentando superar el marco de los Estados para
aproximarse a una regulación global.
Para
eso hay que construir un foro de profesionales de las relaciones laborales que
ponga en circulación ideas para ese único futuro posible, donde se preserve la
civilidad democrática. En esa tarea no pueden estar solos los destacados
iuslaboralistas que, como Yolanda Díaz, Joaquín Pérez Rey o Amparo Ballester,
han asumido responsabilidades públicas. Están en juego los valores
constitucionales de nuestra disciplina y su propia supervivencia como parte de
una sociedad democrática de Derecho.