Escribe Pedro López
Provencio
Los capitales circulan por la fibra
óptica casi sin cortapisas ni control. Las mercancías se trasladan alrededor
del globo con gran facilidad. Las personas vemos restringidos o anulados
los derechos a la movilidad y a fijar nuestra residencia donde más nos
convenga.
Hace unos de cien mil años nos pusimos
de pie y empezamos a utilizar las manos. Procuramos encontrar las formas y los
instrumentos que nos facilitasen saciar nuestras necesidades. Empezamos usando
el palo y la piedra. Las unimos después para formar hachas y lanzas, más
duraderas y eficaces. Aprendimos a encender, manejar y controlar el fuego, que
nos proporcionó luz y calor. La invención de la rueda, unida a la domesticación
de animales de tiro, nos descargó de pesadas tareas de transporte. También
aprendimos a obtener energía hidráulica. El descubrimiento de los metales y la
metalurgia representó un avance colosal en la creación de instrumentos con los
que incrementar la obtención de bienes y de servicios.
Pasamos de ser nómadas, buscando la caza
y los frutos que ofrecía la naturaleza, a ser sedentarios, fundando aldeas,
pueblos y ciudades. Cooperando y coordinando los esfuerzos y las tareas
conseguimos que prosperase la agricultura, la ganadería, la construcción, la
metalurgia.
Al principio, cada unidad familiar debía
procurarse el mínimo vital de comida, vestido y cobijo, necesario para la
subsistencia. Luego se pasó a una situación en la que ese mínimo vital se
rebasaba cada vez con mayor amplitud y continuidad. Por eso algunas personas
pudieron dedicarse completamente a otras tareas diferentes de las de
procurarse, directamente, esos mínimos vitales. Nacen los artesanos: herreros,
carpinteros, albañiles, tejedores. Intercambian sus productos con los sobrantes
de alimentos que cosechaban los agricultores y ganaderos. Aparece lo que
llamamos la División Social del Trabajo.
El incremento de los bienes producidos
dio origen a otros oficios e instrumentos. La milicia para apoderarse o retener
la producción y los medios de producción, principalmente las tierras. Los
ordenamientos jurídicos, la policía y las cárceles, para regular las relaciones
de propiedad, comerciales y de convivencia. La moneda para, originariamente,
facilitar las transacciones. Y el mercader, que compraba en grandes cantidades
lo que producen unos para vendérselo a otros, en los mismos o diferentes
territorios.
Se institucionalizó el comercio.
Inicialmente fue de bienes de consumo. Pero pronto derivó en la compraventa de
objetos de lujo, armas y esclavos. La diferencia entre el precio de compra y el
de venta pudo ir aumentando por la desconexión entre el coste de producción y
su utilidad práctica.
Más tarde esos mercaderes ya no se
limitaron a comprar y vender los productos acabados. Empezaron a proporcionar a
los artesanos las materias primas que precisaban para su trabajo: semillas para
el agricultor, metales para el herrero, hilo para el tejedor. Aumentaba la
variedad y la cantidad usada. Su procedencia también era cada vez más distante.
Igual sucedió con los medios de producción: máquinas, herramientas, energía.
Todo se hacía cada vez más complicado y costoso de obtener sin la intervención
del intermediario.
El mercader, dedicado a comprar y vender
sin producir, se fue haciendo con el control de la producción. Con la parte la
fundamental de los medios necesarios para iniciarla y concluirla. Por eso
pudieron obtener mayores beneficios. Usando un instrumento real de presión
económica sobre los artesanos: la amenaza de proporcionarles o no las materias
primas, los medios de trabajo y la de comprarles o no sus productos
acabados. Al artesano aún le quedaba la formación y la información
profesional de su oficio y la producción de artículos útiles por sí mismos.
El dinero obtenido por los mercaderes,
resultante de la diferencia entre el precio de compra y el de venta, fue
aumentando continuamente. Así apareció la figura del prestamista, muchas veces
usurero, que dio origen al banquero. Su objeto es acumular dinero propio y
ajeno a fin de prestarlo a cambio de un interés, evaluando previamente las
garantías de devolución.
El mercader transformado en capitalista,
por el acopio de dinero, cambia de estrategia con la ayuda del banquero. Deja
de proporcionarles a los artesanos las materias primas y los medios de
producción y no les compra los productos que fabrican. Concentra en un edificio
de su propiedad los materiales y las herramientas y les ofrece a los artesanos
únicamente un empleo en su fábrica. De esta manera se adueña de la producción
en lugar de tener que comprarla. Y el artesano se trasforma en obrero al tener
que vender su fuerza de trabajo en vez de vender su producción. Al pequeño
taller le es imposible competir con la gran fábrica. La inversión necesaria
para obtener la energía de la máquina de vapor y la electricidad lo hacen
prohibitivo.
Hay un cambio de paradigma. El trabajo,
que era el medio de conseguir saciar las necesidades de las personas, pasa a
ser el instrumento principal con el que se enriquece una minoría a costa de la
mayoría. De trabajar lo mínimo necesario para vivir cada vez mejor, a trabajar
lo máximo posible para conseguir, como objetivo principal, aumentar los
beneficios de los dueños de los medios de producción y de la banca.
También ocurre otro cambio. Los
artesanos y sus gremios tenían grandes dificultades para oponerse a la
prepotencia de los mercaderes a causa de su individualidad competitiva. Ahora,
los obreros se encuentran unidos por iguales intereses directos. En contra de
un mismo patrón y por permanecer juntos en la fábrica. Aunque el capitalista
disponga de igual o mayor prepotencia.
En el siglo XIX surgen los sindicatos y
los partidos de izquierdas. Aparecen diversas teorías que denuncian la relativa
precarización en que se sumía a la mayor parte de la población en beneficio de
la minoría capitalista. Los obreros organizados se hacen cada vez más fuertes y
consiguen ir imponiendo derechos de asociación, de reunión y de huelga. A
través de difíciles y costosas luchas que ocasionan gran sufrimiento.
Como resultado del sufragio universal,
la intervención de los órganos del Estado son cada vez menos propicios a
satisfacer exclusivamente los intereses capitalistas. La unidad sindical, que
propicia la negociación colectiva, hace que en la correlación de fuerzas se
obtengan resultantes favorables a las reivindicaciones obreras. Disminuye la
jornada laboral, se incrementan los salarios y, en general, mejoran las
condiciones de trabajo.
Entonces el empresario advierte que no
le conviene dejar al resultado de la negociación colectiva la cantidad de
productos a fabricar por los obreros, los salarios que deben pagar por ello y
las condiciones en que se ha de realizar el trabajo. Hay que introducir
limitaciones “científicas” que pudieran calificarse de “indiscutibles”.
Comprueban también que la cualificación
profesional de los trabajadores, sus conocimientos y experiencia, hace difícil
su rápida sustitución, tanto en caso de huelga como en el de despido o baja
voluntaria de la empresa.
También se proponen disminuir los costes
de fabricación. Para ampliar el margen de beneficios y competir mejor con
trabajadores autónomos y pequeñas empresas. Con las grandes ya llegan a
acuerdos mutuamente beneficiosos. Y también precisan aumentar la producción
para acaparar mercados distantes, que ya es posible con la modernización de los
transportes.
Se propician nuevas técnicas y procesos
que refuerzan su poder y su control sobre el trabajo y los trabajadores. Para
eso nació, a principios del siglo XX, la denominada Organización Científica del
Trabajo. Como parte de la Organización Industrial. Que busca más la acumulación
y la decisión unilateral que la eficacia y la eficiencia.
Aparece el Taylorismo. El cerebro en la
oficina y el brazo en el taller. La dirección planifica, prepara y controla lo
que debe producirse y cómo. Los obreros realizan el trabajo siguiendo las
órdenes recibidas, sin que les esté permitido pensar. Se parcelan y se
desmenuzan las tareas. Se destruye el nexo psico-físico del trabajo profesional
que vincula al trabajador con el producto que elabora. Con los sistemas de
cronometraje, de primas y de valoración de puestos de trabajo se procura
individualizar, estimular la ambición personal y destruir los vínculos de
solidaridad. Se convierte al trabajador en un autómata que ha de adaptarse al
puesto de trabajo prediseñado.
La alienación se completa cuando Ford
introduce la cadena de montaje. El desmenuzamiento del trabajo en mínimas
operaciones mecánicas llega a extremos inauditos. Se persigue que la capacidad
reflexiva y consciente del trabajador vaya reduciéndose cada vez más. El
sistema se perfecciona para conseguir maximizar el rendimiento inmediato del
utillaje y de la mano de obra.
Un cazador lleva los cartuchos, otro la
escopeta, un tercero carga el arma, un cuarto dispara y un quinto recoge la
caza, para que el dueño de la escopeta y los cartuchos se quede con el conejo.
Durante los dos últimos tercios del
siglo XX, los sindicalistas observan la descualificación profesional progresiva
de los trabajadores en la fábrica. Su fatiga, descontento y aburrimiento. El
aumento del control patronal por medio de jefes de equipo, encargados y
vigilantes. Este despotismo de fábrica entra en contradicción con la mayor
formación y capacidad intelectual de las personas. Resultado de la
universalización de la enseñanza, la formación profesional y el acceso a la
Universidad.
La presión sindical y la conveniencia
empresarial hacen que se realicen numerosos estudios relacionados con el
trabajo desmenuzado y la fatiga. Se descubre que la falta de satisfacción por y
en el trabajo y el temor al encargado aumenta la tensión del obrero y disminuye
su rendimiento.
La escuela de Harward y su director
Elton Mayo, propugnan armonizar la jerarquía con el liderazgo. Buscan
“integrar” a los trabajadores en la empresa, elevar la “moral de grupo” y
desarrollar el “espíritu de cuerpo”. Para que sientan que participan en una
misma “comunidad de intereses”. Las decisiones deberán ser democráticas o, por
lo menos, informadas. Se comprueba que el rendimiento va más ligado a la
satisfacción de las necesidades, a la realización de la personalidad y a la
seguridad en el empleo, que a la forma de remuneración.
Se implantan las técnicas de Relaciones
Humanas. No hay que reprender, sino formar y ayudar cuando los resultados son
insuficientes. Desarrollar un interés leal y entusiasta por la empresa
sintiéndola como cosa propia. Se planea la “formación humana” de los mandos y
se investiga su vida privada para conseguir la “estabilidad emocional” que
procure un buen ambiente en la empresa.
Para “integrar” al trabajador en la vida
de la empresa se multiplican las reuniones colectivas según el status. Ser
invitado a una de rango superior supone un premio distintivo. Se difunden
periódicos de empresa y películas. Se instalan “buzones de sugerencias” y se
realizan “evaluaciones del desempeño”. En la contratación de trabajadores no se
tiene en cuenta solo la formación, la capacidad y la experiencia. La práctica
de la “entrevista” permite evaluar la personalidad y las actitudes presentes,
pasadas y futuras. Se elaboran listas negras con trabajadores poco dóciles.
Todo se hace para obtener más
rendimiento, neutralizar la acción sindical donde la hay o retardar su
aparición donde no existe. Se busca la alienación y la integración del
trabajador. En ningún caso se pone en cuestión el régimen económico, la
propiedad, la decisión unilateral ni el contenido del trabajo, que sigue siendo
demoledor y cretinizante.
Aparece también una alternativa
socio-técnica. Hay que transformar el ciclo productivo para mejorar las
relaciones laborales. Surge después de detallados análisis de costes y
pérdidas. Se observa que, con gran frecuencia, el absentismo, los abandonos o
peticiones de traslados frecuentes y el descenso en la cantidad y calidad en el
trabajo, suelen ser expresiones de problemas latentes, entre los que la
precariedad y la eventualidad en el empleo tienen gran importancia.
Se introducen, en el proceso de trabajo,
formas de rotación de tareas, alargamiento o ampliación y enriquecimiento,
islas de trabajo corresponsables y con cierta autonomía. Algunos sindicalistas
participamos en esta alternativa para conseguir mejoras. Pero no es bien
recibido por la generalidad de trabajadores individualizados, que ha de asumir
más responsabilidades, en algo que no es suyo, por el mismo precio. Menos aún
por los mandos intermedios que temen perder prebendas. No se trata de un
movimiento de buenos sentimientos filantrópicos. Sin embargo es de destacar los
intentos que se iniciaron en Noruega con la “democracia industrial” y de
autogestión en Yugoslavia.
En el siglo XXI ha vuelto a cambiar el
paradigma. Tiene su origen en la ideología triunfante que propugnaron Ronald
Wilson Reagan, Margaret Hilda Thatcher y Karol Józef Wojtyła, que contó con la
inestimable ayuda de lo que representó la caída del muro de Berlín.
Ya parece asumido que el trabajador debe
considerarse como un simple apéndice del sistema. Se le contrata cuando no
existe otra posibilidad y siempre representa, cuanto menos, una molestia. Algo
de lo que conviene prescindir cuanto antes y con las mayores facilidades. Que
la persona sea portadora de un cúmulo de necesidades, tendencias, hábitos,
intereses, valores, aptitudes, actitudes, que se encuentre en un medio social
determinado y que trate de realizarse en su entorno laboral, familiar y social,
solo complica la estabilidad del sistema.
Por eso los cambios en la legislación laboral
se encaminan, principalmente, a hacer más fácil el despido y a entorpecer la
acción sindical. Se procura automatizar hasta los servicios más personales. Lo
que conduce a la desocupación permanente de una gran parte de la población. Se
propugna los autónomos emprendedores. Que se autoexploten al ritmo que marque
la entidad para la que trabajen, que les impone precio, calidad y plazo.
La fuente principal de obtención de
beneficios también ha cambiado. Imposible seguir “creciendo” ilimitadamente. La
fabricación intensiva de bienes materiales empiece a no resultar rentable en
esta parte del mundo. Proporciona insuficientes beneficios al capital. La
sociedad europea está saturada, aunque la distribución siga siendo
extremadamente injusta. La reposición puede obtenerse con lo que se fabrica en
otros países. Sin derechos, sin libertades y con salarios de miseria. Lo poco
que aquí se produce solamente será competitivo si se hace en aquellas
condiciones laborales. La seguridad en el empleo y la negociación colectiva son
un impedimento para la producción basada en la explotación del trabajador
asustado.
En este nuevo siglo, los capitalistas
-los mercados, los inversores financieros -, siguen aumentando su fortuna.
Antes con la actividad inmobiliaria. Ahora con la permanente especulación
financiera. Y no solo sobre los bienes existentes sino también sobre los
futuros, de tal manera que, obtenido el beneficio, podría ser innecesario
producir la mercancía. Las pérdidas ya las cubrirá el Estado Liberal. O los no
iniciados, que se arriesgan a jugar a la bolsa o a la especulación financiera.
Se protegen los monopolios energéticos de la electricidad y el petróleo. Se
dificulta la generación autónoma de energías renovables por particulares.
Se enriquecen también y muy especialmente
con los intereses que genera la deuda pública que nos han endosado. Que se
incrementa cada año sin solución de continuidad. Imposible de devolver. El
déficit aumenta sin parar. Y con la deuda privada que, como por encanto, se
transforma en pública. El intento de corromper a políticos y funcionarios es un
distintivo del sistema.
La acción depredadora se dirige también
hacia los servicios públicos. La sanidad, la enseñanza, los servicios sociales,
la obra pública, los sistemas de previsión social, la jubilación, los
transportes. Todo tiene que transformarse en objeto de negocio. Lo que ahora
son derechos ciudadanos pasarán a ser mercancías. Objeto de compra-venta para
clientes que disfruten de estos servicios en función de sus posibilidades económicas.
La beneficencia se encargará de los pobres y de los millones de parados al
acecho de un disputado puesto de trabajo.
Para que la ciudadanía soportemos estos
cambios hay que convencernos de que no hay alternativa. Se permite el fraude y
la evasión fiscal de los que más tienen. Se reducen los impuestos directos y se
conceden amnistías fiscales. En consecuencia, faltan recursos económicos para
mantener los servicios públicos con el nivel de calidad logrado. Para
acostumbrarnos al servicio privado se instaura el copago y el repago a la
población en general.
Se empeoran las condiciones laborales de
los funcionarios, pero se les permite compatibilizar otra actividad en lo
privado. Así se perjudica más el público. Se asignan los casos más difíciles,
costosos y con peor diagnóstico a las instituciones públicas. Los más ligeros y
sencillos se atienden en los centros privados que, además de la asignación
económica pública, cuentan con la aportación privada de los usuarios más
acomodados. A la policía se le permite usar métodos más bestiales,
especialmente contra los inmigrantes. Con la Ley mordaza. Se incrementa la
seguridad privada. Al currículo académico se le ponen reválidas y se aumentan
las exigencias para la obtención de becas. Con la excusa de la excelencia se
limita el ingreso y la continuidad en la enseñanza superior.
Avanzan las tecnologías de la
información y de la comunicación. La permanente conexión al móvil parece que
nos iguala a todos en el acceso la noticia y al conocimiento. Falsa ilusión. Estamos
quienes suministramos los datos. Los que tienen los programas y la maquinaria
necesaria para almacenarlos y tratarlos. Y quienes disponen de los instrumentos
adecuados para valorarlos y están en condiciones de usarlos en su propio
beneficio. Los datos no son iguales, no es lo mismo el que suministra el
adolescente que el que proporciona el científico, el del autónomo que el de las
grandes corporaciones financieras, empresariales o estatales, que los lanzan
con intenciones concretas que les beneficien. Los algoritmos marcan y resaltan
las diferencias y aumentan las desigualdades.
Continúa el mismo régimen que se inició
en la Baja Edad Media. Hay quien trabaja. Hay quien controla. Hay quien se
apropia la riqueza producida. Se margina y se excluye a personas y colectivos.
Unos que nunca tendrán un empleo permanente y otros que no lo encontrarán jamás
y serán la mayoría de la población. Si no se disminuye drásticamente la jornada
laboral. Y se siguen repartiendo costes y beneficios de forma desigual. El 1%
se ha apropiado de tanto patrimonio como tiene el 99% de la población mundial.
Desde que el Capitalismo se ha revelado
como único modelo posible el Mercado se ha erigido en el gran referente. Se ha
hecho con la hegemonía del discurso. Los medios de comunicación nos trasladan
la ansiedad de las subidas o bajadas en la bolsa. La preocupación por la
inflación o la deflación, por los beneficios de los bancos, la prima de riesgo
o la devolución de la duda.
Nuestro modo de vida parece vinculado a
los grandes magos de las finanzas y a sus habilidades y maniobras. Warren Buffett, Amancio Ortega, Carlos Slim, George Soros, Bill Gates.
Que toman sus decisiones en función exclusiva del beneficio abstracto. Que, en
ocasiones propicias, incluso hacen espléndidas obras de caridad. El nuevo
oráculo del que se fían son los tableros electrónicos donde se reflejan los
resultados de la especulación financiera. Prescindiendo totalmente de las
personas, a las que no conocen, no saben de su existencia ni si están
relacionadas o no con sus disposiciones.
La cosa va bien si lo dice la tele o lo
descubrimos en la tablet o el móvil. Al que estamos unidos permanentemente. Si
alguien duda será porque ignora los mecanismos reguladores del sistema. Solo
los grandes gurús de la economía lo entienden. Y también puede que sepan el por
qué quieren seguir incrementando su inmensa fortuna, que no podrán gastar
aunque viviesen 100 vidas. Si no es por la codicia esquizofrénica paranoide que
muy probablemente padecen.
Habrá que proponerse variar el rumbo a
poco que encontremos viento favorable.