Escribe Pedro López
Provencio
La preocupación principal, en este país
de los despropósitos, parece ser los medios a emplear. Que tienen gran
importancia. Los fines a alcanzar, utilizándolos, parecen quedan relegados.
Cuando no olvidados o no explicitados. Así, se discute con pasión sobre
centralismo, autonomía y federalismo. Plurinacionalismo e independencia.
República o monarquía. Y se exigen derechos procedimentales inexistentes o
imaginarios. Ninguna referencia a obligación, deber o compromiso. Que siempre
es para los otros. Como si estuviésemos en una eterna adolescencia.
Decía Aristóteles que “un montón de
gente no es una república”. Sin embargo, eso parece creer muchos de los que
habitan en este noreste de la Península Ibérica y algunos otros residiendo
actualmente en Bruselas y Ginebra.
En las últimas décadas del franquismo,
rara era la manifestación de izquierdas, en Barcelona, en la que no entonásemos
con entusiasmo: “España, mañana, será republicana”.
Como la transición propiamente dicha,
entre 1976 y 1982, coincidió con mis nocturnos estudios de derecho, no puede
extrañar que fueran de mi interés los conceptos de dictadura, tiranía,
aristocracia, oligarquía, demagogia, democracia, monarquía y república.
Especialmente si, siendo profundamente republicano, íbamos a pasar, según decían
personas de mi total confianza política, de una dictadura tiránica a una
monarquía democrática. A un gobierno de la Ley con democracia representativa.
Aplazando la utopía del gobierno del pueblo para el pueblo con democracia
directa, al que aspirábamos.
Y ¿dónde queda mi República? me pregunté y
pregunté a mis maestros. Las cosas son las que son y no las que se dice que
son. Me dijeron. Haremos una Constitución fundamentalmente republicana, pero
aceptaremos una monarquía simbólica como forma de Estado. Pasaremos
de un Caudillo que ostentaba todos los poderes del Estado, traidor, corrupto y
asesino, a un Rey que ejercerá simples funciones de fedatario de los actos de
Estado y de representación de postín. Me pareció excelente el cambio, especialmente
considerando la correlación de fuerzas existente. Entonces y ahora.
Entendí y entiendo la República como
aquella forma de gobierno en que se propugna la libertad, la igualdad y la
solidaridad. Que se fundamenta en el “imperio de la ley” y no en el “imperio de
los hombres”. Donde el poder reside en el pueblo, que lo delega temporal y
transitoriamente en unos representantes, que son responsables ante él. Éstos
designan unos gobiernos a los que deben controlar. Para ello, sus
actos han de ser públicos. Sin que astucia o razón alguna permita mantenerlos
ocultos. Y han de actuar siempre de acuerdo con el principio de legalidad, de
asignación de competencias, mediante el procedimiento establecido y con
interdicción de todo tipo de arbitrariedad. Con respeto a las minorías. Sus
actos deben poder ser revisados, corregidos y sancionados, en su caso, por la
jurisdicción competente, por el tribunal predeterminado por la ley,
independiente y sometido exclusivamente a la Ley y al Derecho.
Es decir un Estado Social y Democrático de
Derecho con separación de poderes. En el que los poderes públicos deben
promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo, y de
los grupos en que se integra, sean reales y efectivas. Han de remover los
obstáculos que impidan o dificulten su plenitud. Y tienen que facilitar la
participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural
y social.
La idoneidad para el acceso a los cargos
públicos se ha de basar en criterios de mérito, capacidad, publicidad y
responsabilidad. Es lo que establece la Constitución Española de 1978. Que
contempla una sola excepción. La Jefatura del Estado. Que la ostenta el Rey,
que accede al cargo por vía hereditaria. Lo que sería inasumible, desde el
punto de vista republicano, si ejerciese algún Poder del Estado. Sus actos como
tal, para que sean válidos, han de estar refrendados, decididos con
anterioridad, por alguna persona que sí ejerza algún poder del Estado. Por eso
causa estupefacción que algunos “republicanos” le exijan actuaciones propias.
Este privilegio hereditario familiar
debería aparejar un comportamiento ejemplar. Pero ha habido incumplimientos,
tanto en relación con la corrupción como en el de las buenas costumbres. Pero
también es cierto que ha habido una abdicación, perdida de títulos nobiliarios,
ostracismo social y, en cuanto haya sentencia firme, probable entrada en
prisión, sin que exista ningún “poder monárquico” que les ampare.
Es frecuente la creencia en que la forma
de estado de un país es la monarquía si hay un rey en ejercicio y república si
no lo tiene. Eso era cierto cuando la soberanía y el ejercicio del poder lo
ostentaba el Rey. Pero no cuando su función es meramente simbólica y la
soberanía reside en el Pueblo del que emanan los Poderes del Estado, tal como
establece nuestra Constitución.
Fue a partir de la Primera Guerra Mundial
cuando las monarquías tradiciones fueron encontrando su fin en Europa. Se
impusieron las formas de estado republicano y los monarcas tuvieron que ceder
sus poderes y prerrogativas a las instituciones democráticas. Con el Tratado de
Versalles desapareció el imperio austrohúngaro y el alemán. Pero en algunos
países europeos perdura la monarquía con funciones tasadas y sin poderes de
estado.
Es ya habitual que la misma palabra
conduzca a conceptos diferentes y lleve a equívocos. Hay países que formalmente
son repúblicas pero que en la realidad son regímenes autoritarios y
dictatoriales. Y hay monarquías, como las europeas, que en su funcionamiento
real son auténticas repúblicas pues, como en la española, la soberanía reside
en el pueblo.
Pero también es cierto que, por buenísima
que sea la forma de estado y la constitución que la contempla, si los
gobernantes elegidos son malos los resultados pueden ser pésimos. Y aquí, en
España incluida Cataluña, los gobiernos han respondido, en su mayoría, a los
intereses políticos económicos y sociales de la derecha ultramontana y
carpetovetónica. Alguna responsabilidad nos cabrá a las gentes de izquierdas.
Mientras no seamos capaces de ganar las
elecciones por amplia mayoría, convenciendo a nuestros conciudadanos de la
bondad de nuestros proyectos y de nuestros actos, los reniegos al Estado, a la
Constitución y los desplantes al Rey, son simples brindis al sol que
desorientan a la ciudadanía y tapan las insuficiencias de tan valientes
adalides.