Mi librero de cabecera, Domènec Benet, me recomendó el libro de Javier Cercas. Nada más oír su razonado consejo planté mis reales en La Llopa, la afamada librería de Calella. Me hice con el libro y recogí mi encargo anterior: EL DESPIDO O LA VIOLENCIA DEL PODER PRIVADO; sus autores, ya lo hemos publicitado en otras ocasiones, son Antonio Baylos y Joaquín Pérez Rey. Me felicito por la elección y agradezco a Doménec –no es ninguna novedad— su sabio consejo. Dentro de unas semanas volveremos a hablar del libro de Baylos y Pérez Rey pues me tengo señalado leerlo despaciosamente y con el lapicillo de los apuntes en ristre para no perder las convenientes señales. Ahora es cosa de hacer algunos breves comentarios del libro de Cercas que, al igual que su afamado “Soldados de Salamina”, le pone a uno la carne de gallina. Advierto al curioso lector que sólo comentaré dos aspectos de este relato: un relato que recomiendo a todo el mundo muy vivamente. Se trata de lo siguiente: uno, mi personal bochorno por cómo veía yo en aquellas calendas (lo que el autor denomina “la placenta” del golpe militar); otro, la insuficiencia de la respuesta cívica y social contra el tejerazo.
Primero. Leyendo el libro me han venido a la cara los sofocos de mi incompetencia en aquel periodo ante la cuestión golpista. Yo pensaba en aquellos entonces que era una exageración el planteamiento que, de manera insistente, le oía a Marcelino Camacho que nos prevenía del ruido de sables. No pensaba que fuera una excusa sino simplemente un desenfoque. Es más, mi sonrojo se pone de bermellón encendido cuando recuerdo que, en cierta ocasión, me abstuve en la votación de un informe del propio Marcelino, lo que en el fondo equivalía a un voto en contra. No fui el único que pensaba de esa manera, pero –en esta ocasión— no conduce a nada señalar los cofrades que me acompañaban en mi disparatado razonamiento. Lo que importa es dejar constancia de que estuve poco al tanto de lo que estaba pasando realmente en el país. Cuando me enteré del golpe me recriminé para mis adentros.
Segundo. Me enteré del golpe en plena reunión del Comité ejecutivo del PSUC. El partido se encontraba en una dramática situación tras el desenlace de su Quinto Congreso. Llamé a la sede de Comisiones Obreras de Catalunya (estaba en la Avenida Meridiana de Barcelona, justo al lado del Edificio de Hipercord): “Dentro de una hora estoy ahí, convocad a la Comisión ejecutiva del sindicato. Joan Ramos y yo nos vamos a ver a Jordi Pujol”.
Cruzamos la Plaza de Sant Jaume, no vimos vigilancia especial en las puertas del Palau de la Generalitat, Joan Ramos y yo entramos en el edificio como Pedro por su casa. Nos dirigimos al despacho del Conseller de Treball, el amigo Joan Rigol, a quien encontramos hablando por teléfono y tranquilizando a su esposa. Ramos y un servidor le dijimos a Rigol que nos parecía muy mal que el Palacio estuviese indefenso. Le propusimos traer un nutrido grupo de sindicalistas para lo que hubiera de menester. No pudimos hablar con Pujol porque, como es natural, estaba haciendo gestiones ante el Capitán General y otras autoridades. El Conseller nos agradeció el detalle y le pongo por testigo de nuestra presencia e intenciones. A continuación nos marchamos raudo y volando a la casa de Comisiones.
La sala de la Comisión ejecutiva estaba atestada de sindicalistas. Los compañeros habían convocado, con mejor criterio que el mío, a los miembros de la Ejecutiva y a más personal que pudieron localizar en tan poco tiempo. La reunión tomó los siguientes acuerdos: 1) salvar la documentación, especialmente la referida a los afiliados, 2) ponernos al habla con las organizaciones territoriales del sindicato, 3) llamar a todas las organizaciones políticas y sindicales catalanas para hacer un llamamiento unitario en defensa de las libertades, la Constitución y el Estatut d’ Autonomía, y 4) convocar un movimiento de huelga en los centros de trabajo. El compañero Jaime Aznar se encargó de elaborar, en forma de ágil octavilla, nuestra convocatoria. Y la máquina se puso en marcha.
José Tablada organizó eficazmente el traslado de la documentación interna. Pedro Iglesias, Roser Martínez Saborit y el propio Tablada llevaron los papeles a una pollería cercana al Mercado del Clot, cuyo dueño era nuestro amigo Manel Fajula. Mientras tanto, los termos de café se multiplicaban en las plantas 14 y 15 del edificio de la Avenida de la Meridiana.
Se dispuso que Benito Fernández, miembro del Secretarido de Comisiones Obreras (provinente de la corriente autogestionaria de USO) hablara con las emisoras de radio para retrasmitir la declaración elaborada por Labrador, cosa que hizo en repetidas ocasiones. Mientras tanto, la multicopista que teníamos en la Unión sindical de Barcelona (en la calle Padilla) iba imprimiendo octavillas a todo meter. A las seis de la mañana numerosos grupos de sindicalistas de Comisiones estaban en los polígonos industriales y en las bocas de los metros entregando los papeles al personal. En las fábricas más importantes de la ciudad y en el cinturón industrial la gente reaccionó valientemente al llamamiento.
Pero antes, a eso de las 11 de la noche me llamó el gobernador civil de Barcelona: había que suspender el llamamiento a la huelga, me dijo. Me negué en redondo. Más tarde me convocó Jordi Pujol, y allí nos fuimos Benito Fernández, Bibiana Bigorra y un servidor. En su despacho se encontraba el President del Parlament de Catalunya, Heribert Barrera. Pujol me leyó la cartilla: había que desconvocar la huelga, había hablado con el Rey… Me negué y tras un sonoro rifirrafe (que ya ha sido explicado en otros momentos) nos fuimos con viento fresco. Había que hacer mucho aquella noche. De todo ello hay documentación escrita en libros diversos y reportajes periodísticos. Que me imagino le son conocidos a este gran periodista y escritor que es Javier Cercas.
Sin embargo, Cercas escribe [página 209 del libro “Anatomía de un instante”] que “”… salvo la Unión Sindical de Policías y el PSUC, el partido comunista catalán, apenas hubo una sola organización política o social que emitiera una nota de protesta, y cuando algún sindicato discutió la posibilidad de movilizar a sus afiliados, fue de inmediato disuadido de hacerlo con el argumento de que cualquier manifestación podría provocar nuevos movimientos militares”.
De lo dicho se desprende que a Javier Cercas, que ha hecho un buen trabajo en su libro, le ha faltado tiempo para tener una información más amplia. Lo que son las cosas: si esta parte del libro de Cercas la hubiera leído cuando tenía treinta años me habría dado un ataque de cólera. Ahora, con algunos más, sólo me entra un poquito de condescendiente perplejidad. La vejez le hace a uno ser un poquito más templado.
Primero. Leyendo el libro me han venido a la cara los sofocos de mi incompetencia en aquel periodo ante la cuestión golpista. Yo pensaba en aquellos entonces que era una exageración el planteamiento que, de manera insistente, le oía a Marcelino Camacho que nos prevenía del ruido de sables. No pensaba que fuera una excusa sino simplemente un desenfoque. Es más, mi sonrojo se pone de bermellón encendido cuando recuerdo que, en cierta ocasión, me abstuve en la votación de un informe del propio Marcelino, lo que en el fondo equivalía a un voto en contra. No fui el único que pensaba de esa manera, pero –en esta ocasión— no conduce a nada señalar los cofrades que me acompañaban en mi disparatado razonamiento. Lo que importa es dejar constancia de que estuve poco al tanto de lo que estaba pasando realmente en el país. Cuando me enteré del golpe me recriminé para mis adentros.
Segundo. Me enteré del golpe en plena reunión del Comité ejecutivo del PSUC. El partido se encontraba en una dramática situación tras el desenlace de su Quinto Congreso. Llamé a la sede de Comisiones Obreras de Catalunya (estaba en la Avenida Meridiana de Barcelona, justo al lado del Edificio de Hipercord): “Dentro de una hora estoy ahí, convocad a la Comisión ejecutiva del sindicato. Joan Ramos y yo nos vamos a ver a Jordi Pujol”.
Cruzamos la Plaza de Sant Jaume, no vimos vigilancia especial en las puertas del Palau de la Generalitat, Joan Ramos y yo entramos en el edificio como Pedro por su casa. Nos dirigimos al despacho del Conseller de Treball, el amigo Joan Rigol, a quien encontramos hablando por teléfono y tranquilizando a su esposa. Ramos y un servidor le dijimos a Rigol que nos parecía muy mal que el Palacio estuviese indefenso. Le propusimos traer un nutrido grupo de sindicalistas para lo que hubiera de menester. No pudimos hablar con Pujol porque, como es natural, estaba haciendo gestiones ante el Capitán General y otras autoridades. El Conseller nos agradeció el detalle y le pongo por testigo de nuestra presencia e intenciones. A continuación nos marchamos raudo y volando a la casa de Comisiones.
La sala de la Comisión ejecutiva estaba atestada de sindicalistas. Los compañeros habían convocado, con mejor criterio que el mío, a los miembros de la Ejecutiva y a más personal que pudieron localizar en tan poco tiempo. La reunión tomó los siguientes acuerdos: 1) salvar la documentación, especialmente la referida a los afiliados, 2) ponernos al habla con las organizaciones territoriales del sindicato, 3) llamar a todas las organizaciones políticas y sindicales catalanas para hacer un llamamiento unitario en defensa de las libertades, la Constitución y el Estatut d’ Autonomía, y 4) convocar un movimiento de huelga en los centros de trabajo. El compañero Jaime Aznar se encargó de elaborar, en forma de ágil octavilla, nuestra convocatoria. Y la máquina se puso en marcha.
José Tablada organizó eficazmente el traslado de la documentación interna. Pedro Iglesias, Roser Martínez Saborit y el propio Tablada llevaron los papeles a una pollería cercana al Mercado del Clot, cuyo dueño era nuestro amigo Manel Fajula. Mientras tanto, los termos de café se multiplicaban en las plantas 14 y 15 del edificio de la Avenida de la Meridiana.
Se dispuso que Benito Fernández, miembro del Secretarido de Comisiones Obreras (provinente de la corriente autogestionaria de USO) hablara con las emisoras de radio para retrasmitir la declaración elaborada por Labrador, cosa que hizo en repetidas ocasiones. Mientras tanto, la multicopista que teníamos en la Unión sindical de Barcelona (en la calle Padilla) iba imprimiendo octavillas a todo meter. A las seis de la mañana numerosos grupos de sindicalistas de Comisiones estaban en los polígonos industriales y en las bocas de los metros entregando los papeles al personal. En las fábricas más importantes de la ciudad y en el cinturón industrial la gente reaccionó valientemente al llamamiento.
Pero antes, a eso de las 11 de la noche me llamó el gobernador civil de Barcelona: había que suspender el llamamiento a la huelga, me dijo. Me negué en redondo. Más tarde me convocó Jordi Pujol, y allí nos fuimos Benito Fernández, Bibiana Bigorra y un servidor. En su despacho se encontraba el President del Parlament de Catalunya, Heribert Barrera. Pujol me leyó la cartilla: había que desconvocar la huelga, había hablado con el Rey… Me negué y tras un sonoro rifirrafe (que ya ha sido explicado en otros momentos) nos fuimos con viento fresco. Había que hacer mucho aquella noche. De todo ello hay documentación escrita en libros diversos y reportajes periodísticos. Que me imagino le son conocidos a este gran periodista y escritor que es Javier Cercas.
Sin embargo, Cercas escribe [página 209 del libro “Anatomía de un instante”] que “”… salvo la Unión Sindical de Policías y el PSUC, el partido comunista catalán, apenas hubo una sola organización política o social que emitiera una nota de protesta, y cuando algún sindicato discutió la posibilidad de movilizar a sus afiliados, fue de inmediato disuadido de hacerlo con el argumento de que cualquier manifestación podría provocar nuevos movimientos militares”.
De lo dicho se desprende que a Javier Cercas, que ha hecho un buen trabajo en su libro, le ha faltado tiempo para tener una información más amplia. Lo que son las cosas: si esta parte del libro de Cercas la hubiera leído cuando tenía treinta años me habría dado un ataque de cólera. Ahora, con algunos más, sólo me entra un poquito de condescendiente perplejidad. La vejez le hace a uno ser un poquito más templado.