José Luis López Bulla
(Mataró, Salón de Actos del Ayuntamiento, 4.12.15)
Primer tranco
Quiero agradecer al Señor Alcalde
el detalle que ha tenido con un servidor al invitarme a hablar en esta
ocasión, máxime cuando hace tantos años que estoy afortunadamente retirado del
patio de butacas de la política partidaria. Me han encargado que hable de la
Constitución Española, y a eso voy sin más protocolos.
La Constitución representó algo tan
esencial que, de ella aproximadamente, hubiera dicho Hegel que fue
«lo completamente otro» con relación a la dictadura franquista. Para ser más
exacto, fue antagónicamente lo otro.
Eso vivencialmente lo podemos afirmar los que sufrimos la Dictadura, pero
deberían saberlo políticamente quienes no vivieron aquel horror. Para decirlo
con breves palabras: la Constitución es el mayor almacén de bienes democráticos
más importante, cuantitativa y cualitativamente, de la historia de España.
Vista con sosiego, la Constitución se
encuentra hoy con dos problemas. El primero –sé que voy a contracorriente con
estos argumentos-- es el acelerado desfase que está sufriendo con
relación al actual paradigma de la reestructuración del orden mundial –no sólo
de los aparatos productivos y financieros-- de la globalización. El segundo
es, que fruto de la conquista de los contenidos de la misma Carta Magna, los
poderes territoriales se han ido desarrollando hasta tal punto que hoy están
constituyendo una serie de interferencias a una lectura mecánica del texto. Que
esto, en mi interpretación, constituya una paradoja es ya harina de otro
costal. Uno y otro problema o, si se quiere, interferencias exigirían la
necesidad de una reforma del texto constitucional.
Entiendo que de estas interferencias no se
ha enterado la política instalada que siempre hizo una lectura administrativa
de la CE. Su falta de pedagogía explicaría parcialmente la aparición de una
corriente crítica –minoritaria pero mediáticamente potente en las redes sociales--
hacia la Constitución y, por extensión, a la Transición española. No comparto sus, en algunos casos, ingenuos
argumentos. Tal corriente de opinión ha venido a decir que los males de nuestro
tiempo están vinculados a la transición y, como he dicho antes, a la Carta
Magna. No han tenido en cuenta, en el mejor de los casos, que a mediados de los
años ochenta se va consolidando en España y en el patio de vecinos europeo una
espectacular innovación y reestructructuración globalizante, una acentuación de
la crisis de los Estados nacionales, bajo la hegemonía de las políticas
neoliberales que van golpeando, fudamentalmente, la condición de vida y
trabajo, aunque no sólo, del conjunto asalariado en sus diversas tipologías.
Aquí está el problema central, no en las ingenuas o interesadas razones que
aducen los críticos de la Constitución y de la transición españolas. Quienes,
desde sectores de la izquierda, formulan tales quejas están exculpando las
políticas económicas que se imponen, así
desde Madrid como de la Plaça Sant Jaume a mano derecha, desde hace un
lustro, provocando un empobrecimiento de masas.
De manera que el reclamado planteamiento de un nuevo proceso
constituyente, tiene el defecto de apoyarse en una justificación, que me parece
infundada. Quienes planteen la necesidad de poner en marcha ese nuevo
itinerario constituyente deberían basarlo en una argumentación radicalmente
nueva. En todo caso, al final de mi intervención recuperaré este planteamiento
del llamado proceso constituyente.
Segundo tranco
Vivimos en lo que se ha dado en llamar
un «cambio de época» o, tomando prestado el título de un gran libro de Karl Polanyi, una «gran
transformación». Se trata de una gigantesca transformación, de reestructuración
e innovación de los aparatos productivos y de servicios de carácter global, que
ha cambiado el trabajo y la economía, que ha puesto en crisis al tradicional
Estado-nación, que ha cambiado la ciudad y producido importantes
discontinuidades y cesuras en las formas de vida en las que algunos nos hemos
criado. Ello ha sido producido mediante un desarrollo aparentemente objetivo de
la ciencia y la técnica, pero también por una serie de decisiones
conscientemente subjetivas de los poderes económicos y políticos. Ahora también
estamos ante lo «algo completamente otro» con relación al periodo que
representó la elaboración y aprobación de la Carta Magna. La CE ya no es exactamente
lo mismo en la globalización que cuando el Estado nacional parecía estar en
forma. Déjenme decirles que si tales cambios globales han interferido los
tradicionales poderes de los Estados nacionales, ¿cómo no iban a interferir en
la Constitución? Si no se reforma continuará desubicándose de los procesos en
curso, que no han hecho más que empezar.
Ya nos lo avisó Jürgen Habermas en su famosa
«constelación posnacional»: las decisiones que toman los Estados, en virtud de
sus competencias legítimas en sus territorios, coinciden cada vez menos con las
personas. A ello el filósofo alemán le llama «agujeros de eficiencia».
Sostengo, como he referido antes, que la
crisis territorial –mejor dicho, de los poderes territoriales entre sí y de
ellos, unos más que otros, con el poder central-- es el resultado del
desarrollo positivo de la Carta Magna. Cierto, también de decisiones subjetivas
de los intereses políticos. De unas decisiones que chocan entre sí, que tienen
como elementos principales la pugna entre el centralismo y, en nuestro caso,
Cataluña. Ahora bien, soy del parecer que esos elementos principales están en
clave nacionalista. Ambas tienen, en mi opinión, una misma raíz: la
desubicación del actual paradigma de la globalización con la exaltación solipsista
del campanario.
Lo diré por lo derecho: tanto el
nacionalismo carpetovetónico como el catalán son la expresión de que sus
gestores políticos están desubicados de las grandes transformaciones en curso:
es una querella de antiguos, que no perciben este cambio de época. Que eso se
disfrace de otra cosa, no impugna lo que intento decir. Que las izquierdas
políticas y sociales, en un grado desigual, no lo hayan percibido es algo tan
sorprendente para lo que no tengo explicación.
Por ambas razones –vale decir, el
radicalmente nuevo paradigma y la cuestión territorial-- es necesaria la
reforma del texto constitucional. Con las actuales normas, ya que es sabido que
«leyes hacen leyes». Francamente, no veo otra solución que en clave federal. Hay,
en mi opinión, dos problemas en este sentido, y ninguno tiene nada que ver con
que haya pocos o muchos federalistas en España y/ o que se llegue tarde a la
cuestión. El primero es que la parte política que se declara formalmente
federalista tiene vértigo de ensartar la aguja; el segundo, es que, ligado a lo
anterior, nadie sabe de qué manera hay que darle contenido físico a toda una
serie de cuestiones que, castizamente, llamaré las cosas de comer: la
fiscalidad, como alma nutriente de las políticas de Estado de bienestar y
otras. Mientras no haya un mayor acercamiento a tales cuestiones, mucho me temo
que estaremos haciendo retórica, academicismo.
Con relación al universo de los derechos
me resulta conveniente traer a colación una de las enseñanzas de mi
maestro, Bruno Trentin, que
considera que «cada revolución industrial –y lo actual es algo más que
eso—cuestiona los equilibrios de poder y las formas de subordinación en el
trabajo». Por ello, considero que el texto reformado debería llevar parejo una
aproximación al nuevo paradigma de la globalización y a la nueva fase de
innovación tecnológica. De ahí que consideraría imprescindible la fijación de
una serie de derechos de ciudadanía social vinculados al hecho tecnológico,
porque los que se recogen actualmente están referidos al sistema fordista y
taylorista que ya, desaparecido o a punto de extinción ese sistema, son pura
herrumbre.
Con toda seguridad –dadas las actuales
circunstancias y el impacto de los atentados terroristas de matriz
yihadista-- es de suponer que se intentará un endurecimiento del texto o,
peor todavía, a su desnaturalización. Me refiero al manoseado binomio
«libertad» y «seguridad». Sobre ello siempre se ha insistido en un debate que
yo tengo por trucado. ¿Por qué no se puede equiparar libertad
y seguridad? Por esta sencilla razón: la seguridad es una variable dependiente
de la libertad. O, si se prefiera de esta manera: diremos que la seguridad no
es una variable independiente de la libertad. Lo que quiere decir lo siguiente:
la libertad es una función y la seguridad es una variable de
aquella. Más claro todavía: la seguridad, con ser importante, es sólo la prótesis de la libertad.
¿Quieren ustedes un ejemplo que, dicho
por un reformista como un servidor no despierta sospechas de bakuninismo? Este:
la confusión entre libertad y seguridad ha llevado a las izquierdas políticas y
sociales desde hace más de un siglo a una cierta impotencia emancipatoria
poroque su radicalidad democrática aparecía un tanto mellada, mientras se iba
desarrollando el diapasón de los colmillos retorcidos de las derechas.
Entiéndase bien: cada vez que se ha suscitado ese debate, las izquierdas se han
ido empequeñeciendo –especialmente la que el profesor Alain Supiot llama la
izquierda homeopática.
¿Quieren un ejemplo?
La praxis del fordismo-taylorismo, que
es algo más que un sistema de organización del trabajo, ha querido imponer este
dilema: a cambio de la seguridad se debe renunciar a una importante parcela de
libertad en el centro y puesto de trabajo, una formulación que fue
convertida por el ingeniero Taylor en
“científica”. Por lo general, el movimiento sindical no cayó en ese cepo –como lo
prueba su constante itinerario de conquistas sociales en el centro y puesto de
trabajo--, pero efectivamente estuvo condicionado. Lo que le lleva a nuestro
amigo italiano a afirmar rotundamente que «lo primero es la libertad». Que es
precisamente el título de su último libro La libertà viene
prima (Riuniti, 2004).
El discurso que sitúa la seguridad en el
mismo eslabón de la libertad no sólo es truculento sino que, sobre todo, es una
expresión más de una democracia autoritariamente demediada. Más todavía,
porque las derechas –mediante dicho artificio-- quieren recuperar el
terreno que fueron perdiendo a lo largo de los últimos doscientos años. Por lo
menos, desde que la libertad, igualdad y fraternidad, con todas sus
imperfecciones y límites, fueron ganando terreno. Ahora, entrados en el nuevo
paradigma de la nueva revolución industrial, la derecha –volvemos a
Trentin-- cuestiona los equilibrios de poder y las
formas de subordinación en el trabajo en todos los ámbitos. Provocando no sólo
la paralización de conquistas sociales sino –por primera vez-- la regresión de derechos sociales en el
ecocentro de trabajo. Porque lo cierto es que, por primera vez, nos encontramos
en una fase de la parábola descendente de los derechos de ciudadanía social.
Con todo soy del siguiente parecer: ¿es
posible una reforma de la Constitución sin la auto reforma de la política, esto
es, de los partidos, sujetos sociales y operadores económicos? Teóricamente,
sí. Pero en la práctica estaríamos ante un desfase entre la Constitución
reformada y la vetustez y estancamiento de los partidos y la vida política,
neutralizándose ambos.
Tercer tranco
Permítanme revisitar el terreno más
familiar que he pisado a lo largo de mi vida pública: el sindicalismo confederal.
Que es consagrado en nuestra Carta Magna como una pieza fundamental del orden
constitucional. Lo hago, en parte, para seguir el hilo de la pregunta anterior
sobre la tan manoseada cuestión de la reforma de la política.
Déjenme hacer una breve digresión. No me
parecen convincentes no pocas de las propuestas que en esa dirección hacen
dirigentes de ciertos partidos y bastantes politólogos. Más o menos, plantean
aspectos importantes de la vida política e institucional. Sea. Pero, si ustedes
se han fijado bien habrán notado que poco o nada se dice sobre la auto reforma
de los partidos. Es como si pudiera coexistir una reforma de las
instituciones dejando intacta la talabartería y la intendencia de los partidos
políticos.
Eso sería darle sólo una mano de pintura
a las instituciones. Diré más, no creo que la actual forma-partido pueda ser
útil en una Constitución federalista. Ni tampoco con esa mano de pintura.
Entiendo que hay mucha tela que cortar. Y es ahora cuando entro en el terreno
del sindicalismo confederal.
Ignacio Fernández Toxo, ha razonado
de esta manera sobre CC.OO: «no podemos seguir haciendo lo mismo para
conseguir los mismos resultados. Si el sindicato no se reinventa, el viento de
la historia se lo llevará por delante». Yo haría extensiva esta idea al
conjunto de los sindicatos. Y en muchas
ocasiones he escrito que esa reinvención del sindicato debería pasar por los
siguientes ejes: a) la readecuación de la acción colectiva al nuevo paradigma
de la innovación y reestructuración global de la economía, porque ya hemos
dejado atrás el largo sistema de organización fordista y taylorista; b) la
apertura de un debate que, con sosiego y pragmatismo, debería conducir a la
unidad sindical orgánica, esto es, a un sindicato unitario.
De lo primero se desprende la necesidad de un Pacto social por la
innovación tecnológica que contemplara el universo de las relaciones industriales y de servicios
en la fase posfordista en la que nos encontramos, con los derechos de
ciudadanía que se corresponden con el masivo y cambiante hecho tecnológico, que
genéricamente deberían estar sancionados en la Constitución. Un pacto social
por la innovación tecnológica como elemento central de la modernización de las
relaciones laborales, de los agentes sociales y los operadores económicos.
De lo segundo se entiende la unidad sindical entre,
por lo menos, Comisiones
Obreras y UGT; por estas razones:
las divisiones sindicales de antaño, que estaban en clave ideológica y de
subordinación a los partidos que le daban aliento, ya han sido superadas. Hasta tal punto han sido superadas que la
celebrada unidad de acción entre los sindicatos nos parecen ya una pareja de
hecho.
Ahora bien, ¿cuáles son las enemistades de los
reformadores, de la necesidad de proceder a amplias reformas, incluída la de la
Constitucón? En primer lugar, la falta de liderazgo que siempre tiene miedo de
cuestionarse a sí mismo, este sería un miedo antropológico. Pero también hay un
miedo político del que ya avisó Maquiavelo: «Porque el que introduce innovaciones tiene como
enemigos a todos los que se beneficiaban del ordenamiento antiguo, y como
tímidos defensores a todos los que se beneficiarán del nuevo», que es el eterno
dilema de los reformadores.
Por supuesto, estamos hablando de reformas con
sentido, de carácter progresista. Porque también es verdad que esa palabra se
ha prostituido y, por lo general, se ha dado y se está dando mucho gato por
liebre.
Cuarto tranco
Hace tiempo que venimos oyendo hablar de
la necesidad de un «proceso constituyente» en España. Es una palabra
escénica –en el sentido que Verdi le daba a ello-- que repiten algunas
fuerzas de izquierda. El colofón de dicho proceso sería –se supone-- o bien una
reforma substancial de la Constitución o una nueva Carta Magna. No
obstante, para mi paladar todavía está por concretarse qué carácter, qué
contenidos, con qué sujetos políticos y sociales y qué itinerario tendría el mentado
proceso para llegar a buen puerto. Mi impresión es que se trata de la propuesta
de un estuche estético del que sus promotores no mencionan el contenido de su
interior. O sea, epígrafes sin desarrollo, eslóganes mediáticos, y poca cosa
más.
Me parece, aunque corro el riesgo de
meter el remo en el corvejón, que en dicha propuesta hay una idolatría a la
ley. Una especie de culto de que la ley lo puede todo. Los más precavidos
dirían que casi todo. Lo que me parece algo muy atrevido. Por lo
que, aunque sea tartamudeando, me atrevo a formular las siguientes
interrogaciones. ¿Qué sentido tiene ir a una reforma parcial o total del texto
constitucional manteniendo intactas las actuales patologías políticas y
sociales? ¿No sería más útil caminar en una gran operación reconstituyente,
cuyo itinerario –largo o corto— no soy capaz de precisar con aproximada
concreción? Utilizo la expresión «reconstituyente» como aquello que devuelve al organismo condiciones de salud, fortaleza y vigor.
O hay reformas profundas en el carácter
y la forma partido (y sindicato) o el proceso constituyente, tal como me da la
impresión que está concebido, sería agua de borrajas. Así pues, soy del parecer
que la coexistencia entre un texto reformado o un nuevo texto constitucional
sin un proceso reconstituyente sería un cero a la izquierda. Reconstituyente en
el sentido vitamínico que, en este caso, equivaldría a regeneracionista.
Con lo que, en apretada conclusión, lo
fundamental, aquí y ahora, es la regeneración de la vida política española. Mi
amigo y maestro Bruno Trentin llegó a
escribir –y repetir hasta el agotamiento-- sobre la necesidad de la
«reforma de la sociedad». Entiendo al maestro: no pocas patologías sociales
están también en la base de los problemas de la política. No es cierto que la
sociedad sea santa, santa, santa y los políticos sean tan desvergonzados y sin
referencias a la misma sociedad. Digamos que, en buena medida, los políticos y
la política son aproximados trujimanes de la base social.
Reitero, nuevamente, mi agradecimiento
que me posibilita predicar toda una serie de suposiciones escasamente
compartidas por su heterodoxia o por ser aproximadamente descabelladas.