Pedro López Provencio
El conocimiento y la información
conforman la base del Poder. Desde siempre. Ahora, aún más. Con el uso de
máquinas electrónicas y programas digitales se pueden recopilar, almacenar,
procesar y transmitir información y datos en cantidades y velocidades
inimaginables no hace mucho. De poca utilidad si no se poseen los instrumentos
que los discriminen, los interpreten adecuadamente y puedan hacerse valer en
beneficio propio. Se cede solo una parte disgregada y parcial. Para que la usen
quienes han de servir, con su trabajo, a la oligarquía de turno. Y para que se
vayan acomodando a las pautas prediseñadas a fin de encajar mejor en el
sistema. Mientras se distraen con nimiedades y juegan al absurdo. Y se aíslan
hasta para comunicarse.
Formas de organizar el trabajo
con enajenación del conocimiento del trabajador.
“Haz lo que te diga ese nuevo de
la oficina” me dijo el encargado. Al poco, se me acercó un señor con corbata,
tablilla y reloj. Me dijo que continuase haciendo mi trabajo habitual. Mientras
lo hacía, vi como tomaba notas y accionaba constantemente los pulsadores del
reloj. A los pocos días me llegó un papel en el que se describía, de forma
simple, parcial y esquemática, el trabajo que yo había realizado. Y se señalaba
el tiempo en el que lo había hecho, mientras ese señor me observaba. Entonces
me pareció increíble que “a ese nuevo de la oficina” le pagasen tan buen
salario por esa tarea. Tiempo después nos facilitaron unos impresos en los que
debíamos anotar, nosotros mismos, todos los trabajos que íbamos haciendo y el
tiempo que empleábamos en hacerlos. Nos incomodó mucho. Eso sucedió a mediados
de 1964. Unos años después, en un seminario en la escuela Profesional del Clot,
de la mano del ingeniero Comín, empecé a entender que eso era el pilar sobre el
que se asentaba la organización “científica” del trabajo.
Entre 1963 y 1967 trabajé de oficial
ajustador en un pequeño taller situado en los bajos de un edificio de la Ronda
de San Pablo. En él construíamos maquinaria para laboratorio. Antes de irme a
la "mili" había varios grupos de ajustadores. Cada grupo construía y
montaba por completo un complejo de máquinas. Y con lo que aportaban torneros,
fresadores, mandrinadora y proveedores externos. Los complejos eran variados y
adecuados a las necesidades del cliente. Habitualmente consistía en transporte
mecanizado, llenado de envases con líquidos, o con pastillas que previamente se
prensaban en un complejo matricial dosificado, etiquetado, etc. Cuando el
complejo de máquinas se ponía a punto en el taller y en marcha en el local del
cliente no solían haber problemas. Y si los había se solucionaban
inmediatamente. Todos los ajustadores conocían perfectamente el sistema que
habían construido. Cuando volví de la "mili" se había dividido el
trabajo. Unos ajustadores construían piezas, otros montaban el sistema de
transporte, otros el de llenado de líquidos, otros los sistemas de prensado,
etc. Producía tristeza ver las dificultades que aparecían en la puesta a punto
y en la puesta en marcha. Tal vez se habrían abaratado costes, pero se había
perdido calidad. Y sobre todo conocimiento e información en los trabajadores.
Ya no éramos tan imprescindibles como antes. El control, la información y el
conocimiento del trabajo cambiaba de manos.
Entre 1972 y 1974 trabajé en una
consultora de ingeniería. En la sección de organización industrial. En diversas
empresas diseñé distribuciones en planta, sistemas de métodos y tiempos,
programación, cálculo de costes, control de stocks, etc. Viene al caso una
tornillería de Anzuola. En el taller habría unas 70 máquinas. Cada operario
tenía a su cargo cinco máquinas automáticas. Instalaba las matrices y demás
utillaje de estampación y roscado cuando cambiaba el tornillo o la tuerca a
fabricar, alimentaba de material cuando se acababa y se ocupaba de solucionar
las posibles averías e imprevistos. Cuando, por cualquier causa, una de esas
máquinas cesaba de producir, se decía que estaba en paro, y el operario atendía
la causa. Si se paraba más de una a la vez se decía que la primera estaba en
paro, atendida, y la otra u otras, que no podían atenderse, se decía que
estaban en interferencia. Cuando al principio estudié el taller, vi que las
maquinas en interferencia eran atendidas, en ocasiones, por operarios cuyas
máquinas se encontraban todas en funcionamiento. El control y la producción
estaban en manos de los operarios. El cálculo de interferencias de máquinas y
la programación centralizada vino a corregir esa situación. Pasando el control
y la exigencia de productividad a manos del empresario. Para obtener las
variables que influyen en el cálculo y en la programación tuve que apoderarme
de los conocimientos y de la experiencia de aquellos trabajadores. A los que se
les “compensó” aumentándoles la carga, la saturación de su tiempo de trabajo y
despojándolos del poder de gestionar las interferencias.
Del expolio y de la utilización
espuria de la información y de los conocimientos de los trabajadores podría
relatar decenas de casos flagrantes. Porque así como a los artesanos se les
arrebató la posibilidad de adquirir directamente la materia prima y de vender
su producto acabado, a los obreros se les viene arrebatando el conocimiento y
el control del trabajo. "El brazo en el taller y el cerebro en la
oficina". Pero transmitiendo conocimiento del taller a la oficina
continuamente. A fin de obtener el control total de la producción. Tendiendo a
que el trabajador se convierta, cada vez más, en un simple apéndice del
sistema, prescindible y de fácil sustitución. Por lo que no es necesario que
tengan más formación que la que precisen para servir al puesto de trabajo. A la
espera de ser sustituido por un robot el obrero o por un algoritmo el técnico.
Formas de organizar el trabajo
con el protagonismo del trabajador.
Pero esa no es esa la única forma de
organizar el trabajo. Cuando empecé a colaborar con la asesoría jurídica de
Albert Fina y Montserrat Avilés en 1975 me di cuenta de que estaban desbordados
de trabajo. Eran cuatro abogados y seis administrativos. En una semana hubo que
presentar más de 12.000 demandas en la Magistratura del Trabajo, por sanciones
a trabajadores de la SEAT. Se organizó con la ayuda de sus sindicalistas y la
colaboración de todos. Sin jefes y con absoluta descentralización. Con un orden
y una pulcritud esmeradísima. Con los documentos que habían diseñado los
abogados. Finalizado ese conflicto vi que, en los días de visita, los
trabajadores del despacho acababan de trabajar después de la 12 de la noche,
cuando los clientes desistían de la espera. Y que la gran cantidad de trabajo
que tenían pronto les podría provocar el colapso. Les ofrecí mis servicios de
organización. Aceptaron. Cambiamos de despacho y se diseñó la distribución en
planta para atender adecuadamente todas las funciones. Pronto superamos la
docena de abogados, dos economistas, dos médicos, cuatro sindicalistas y cinco
administrativos. El trabajo en los días de visita se acababa sobre las 8 de
tarde. No existían los ordenadores personales. Para el mecanografiado de los
escritos, demandas, recursos, adquirimos unas máquinas que memorizaban las
partes comunes, a las que se añadían las particulares que decidían los abogados
y demás facultativos. Todos participaban, además de realizar el trabajo, en las
tareas de dirección, programación, coordinación y control de la actividad.
Aquel despacho funcionó como un reloj. Con asamblea los sábados por la mañana.
Sin más autoridad y centralización que la orientación jurídica y la
supervisión, poco más que moral, de Albert y de Montserrat. Todo el
funcionamiento estaba en manos de los trabajadores, de su solidaridad y
profesionalidad. Evidentemente se les habían facilitado los instrumentos
organizativos adecuados para ello. Claro, eran personas a las que no se les
pretendía limitar su conocimiento utilizable sino impulsarlo al máximo.
La primera tarea de envergadura a la que
hubo que hacer frente, cuando entré a trabajar de administrador de centro en la
UAB en 1988, fue el traslado de la Facultad de Veterinaria a su nuevo edificio.
Sus dependencias estaban repartidas entre la Facultad de Ciencias y la de
Medicina. Animales vivos estabulados en laboratorios de investigación. Animales
muertos y huesos en Anatomía. Maquinaria y mobiliario de todas clases, incluso
alguna en la que se podían utilizar isótopos radioactivos. Más de mil alumnos,
más de cien profesores, unas cincuenta personas de administración y servicios.
El reparto de espacios entre los departamentos se hizo en una Junta de
Facultad. Solo hubo que codificar los distintos laboratorios, despachos, aulas,
planta de tecnología de alimentos, granjas, hospital clínico, entregar los
planos y diseñar un impreso de coordinación del traslado. Con la cooperación
autónoma de todos, incluidas las empresas de transportes contratadas al efecto,
el traslado se realizó sin un solo inconveniente. Solo se perdió un día de
docencia. Si se hubiese intentado una dirección centralizada y controladora, en
vez de la autonomía, la cooperación, la responsabilidad y la profesionalidad de
las personas, hubiese sido un auténtico caos. Claro, la formación de esas
personas debía tender a la excelencia, que no se podía limitar porque,
precisamente, su misión es crear y transmitir conocimiento.
Dos formas de organización del
trabajo. Una la que impide el crecimiento profesional del trabajador,
apropiándose de los saberes que tiene. Otra la que fomenta y utiliza los
conocimientos, las capacidades y la experiencia de los trabajadores,
haciéndoles participes de la dirección, la coordinación, la programación, la
ejecución y el control.