Habla Paco
Rodríguez de Lecea
Desde el
título, La ciudad del trabajo, hasta el encabezamiento de este
último capítulo, Trabajo y
ciudadanía, la idea que
recorre el libro de Trentin que estamos acabando de comentar, José Luis, es la
necesidad apremiante de conquistar para el mundo del trabajo subordinado y
heterodirigido los mismos derechos que conforman el estatuto normal del
ciudadano en una democracia moderna: derechos a recibir información y
formación, a ser consultado, a participar en la forma y el nivel que se
establezca en las decisiones que afectan al trabajo propio.
Porque esa es
la contradicción sangrante en la que nos encontramos: el trabajador tiene
garantizado en principio el acceso a la participación en el gobierno de la
'ciudad', o sea del estado; y en cambio se le niega toda participación en las
decisiones que afectan a su propio trabajo y a la forma de desarrollarlo.
Si todo
empezó con la invención de la ciudad, de la 'polis' como lugar de la
'política', en la Grecia
antigua, habremos de convenir que en este asunto hubo una aberración, un pecado
original contra natura, como lo consideró el joven Marx: la ciudad y la
sociedad civil que la sostiene se edificaron sobre la base inamovible de la
propiedad privada. La ciudadanía plena se configuró en la antigüedad a partir
del censo de propiedades. Quienes tenían voto en las asambleas fueron los
varones propietarios; los esclavos y las mujeres quedaron excluidos, y también,
por ejemplo, los extranjeros, los artesanos y los mercaderes, que no tenían
medios de producción suficientes.
Muchos siglos
después, cuando la esclavitud ha sido abolida e impera el sufragio universal,
todavía sigue abierta una escisión conceptual entre el trabajador, sujeto de derechos,
y el trabajo que realiza, el cual tiene la
consideración de una mercancía, un objeto 'abstracto' que el comprador de mano
de obra maneja sin trabas, a su entera voluntad. El trabajador taylorizado no
vende, como podía suceder en épocas enteriores, un producto acabado, ni una
prestación de carácter personal controlada en las formas, las cantidades y los
tiempos por su propio saber hacer, su experiencia y su diligencia; sino una
actividad a la que toda su persona se ve sometida sin condiciones y que le
exige una intensidad y una concentración al límite. Una actividad mecánica,
fungible, parcelada y ciega. Deshumanizadora.
En general
las izquierdas (por lo menos las izquierdas triunfantes, vuelve a precisar
Trentin) han aplazado la superación de esa situación dañina hasta el momento
futuro de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción; y
han confiado al estado todopoderoso la misión de conducir al conjunto de la
sociedad, a través de un período de tiempo incierto, hasta ese punto de no
retorno. En el proceso, medios y fines se han invertido: a la conquista de la
libertad se ha contrapuesto la conquista del estado. Mientras llega la
redención, las distintas teorías han ofrecido al trabajador heterodirigido
paños calientes de naturaleza diversa: desde la 'autocoerción' hasta la
'felicidad' fuera de la fábrica.
Pero de la
afirmación de Rosa Luxemburgo de que la única libertad que importa es la de
quien piensa diferente, podemos extraer el corolario de que la libertad no
existe si no es completa, para todos y en todos los aspectos de la vida. La
exigencia de un trabajo más libre y creativo es razonable. «Más libertad y no
más estado», es un lema que tiene sentido cuando la crisis del fordismo y la
quema apresurada de etapas en la introducción de nuevas tecnologías ponen sobre
el tapete una nueva importancia de la calidad del trabajo por encima de la
cantidad. Y cuando, de otro lado, lo único que nos ofrecen hoy el estado y la
unión europea a los ciudadanos es la desaparición masiva de puestos de trabajo,
el crecimiento imparable del paro no subsidiado, los recortes de todas las
prestaciones sociales, y sacrificios sin cuento para mantener al precio que sea
una tasa de acumulación de beneficios que asegure la felicidad de los
banqueros.
O eso me
parece a mí.
Habla un servidor, JLLB
Totalmente de acuerdo con lo que explicas. Y, además
de las contradicciones que señalas (“el trabajador tiene garantizado en principio el acceso a la
participación en el gobierno de la 'ciudad', o sea del estado; y en cambio se
le niega toda participación en las decisiones que afectan a su propio trabajo y
a la forma de desarrollarlo”) nuestro amigo, el
maestro Umberto Romagnoli, se interroga algo que tiene mucha miga. Esto es, la
paradoja de los regímenes democráticos, basados en la alternancia, mientras que
en la no existe ese recambio. Especialmente en los modernos centros de trabajo
y en la empresa moderna que busca una relegitimación definitiva. En ese sentido
te está esperando un libro magnífico de nuestro Antonio Baylos: Derecho del trabajo, modelo para armar. Que,
escrito hace dos décadas, tiene hoy toda
su actualidad.
Y dándole
vueltas a las cosas que están pasando hoy, que tú señalas al final de la carta,
me permito un ligero contraste con Josep Fontana. En repetidas ocasiones, y muy
en especial en su MÁS ALLÁ DE LA CRISIS, viene a decir el maestro que, hace poco, la burguesía dejó de
tener miedo a las clases trabajadoras. Yo, querido Paco, veo las cosas de otra
manera. Me explico.
Las
conquistas del movimiento de los trabajadores y de su expresión organizada más
directa, el sindicalismo confederal –más allá de las limitaciones que siempre
señaló Trentin-- consiguieron, tras la
segunda posguerra, un amplio abanico de bienes democráticos, de poderes. No sólo
en su aspecto cuantitativo sino en la nueva cualidad que representaba el Estado
de bienestar. Así las cosas, tras la gran convulsión de la revolución tecnológica,
el neoliberalismo sumergido se echa las manos a la cabeza y explica,
pacientemente, que: las conquistas sociales han ido demasiado lejos, que es
preciso un golpe de timón para que la nueva revolución tecnológica depare un
nuevo proceso de acumulación capitalista, pero que los controles sociales deben
ser eliminados para mayor gloria de los beneficios. Rizando el rizo, pues,
pienso que esta ofensiva neoliberal es también una expresión –posiblemente parcial—
del miedo o prevención de que la jugada no les salga bien.
En resumidas
cuentas, pienso que la reacción
neoliberal tiene una pizca de miedo al avance del movimiento democrático: al
control (cierto, insuficiente) del sindicalismo y de la legislación tuitiva así
de los trabajadores individual y colectivamente (también insuficientes), además
de los derechos sindicales.
Acabo,
también te espera una joya de primer orden: la parte de la biografía de Giorgio
Amendola cuando, recién casado vuelve clandestinamente a Italia, y es detenido y
deportado a Ponza. El libro se llama, precisamente, Un´isola. Muy refrescante para estas calores veraniegas.
Tuyo en los
Refrescos, JL