Miquel Àngel Falguera Baró (TSJ Cataluña)
La Exposición de Motivos de la Ley 3/2012 –con el
precedente del Decreto-Ley homónimo- aducía una doble justificación: acabar con
la alta tasa de paro entonces existente y dotar a las relaciones laborales de
mecanismos ágiles de flexibilidad. Más de cinco años después de la reforma
laboral que puso en marcha el anterior Gobierno del PP se ha convertido en una
especie de mantra –en diversas instancias españolas e internacionales- la
afirmación que esos objetivos se están cumpliendo en base a datos estadísticos
macroeconómicos.
Sin embargo, una cosa es la “foto” estadística; otra,
muy distinta, la realidad que vivimos cada día en los juzgados y tribunales. O
la que vemos cada día como meros ciudadanos. Es lo que tiene el discurso
meramente economicista basado en estadísticas: el retrato no es verídico, en
tanto que se basa en cifras, no en personas. La reducción del paro se
sustenta hoy en empleo de muy baja calidad –contratación temporal desmesurada y
un amplio porcentaje de trabajo a tiempo parcial-. Y en la práctica la supuesta
“mayor flexibilidad” no es otra cosa que una “precarización” de las condiciones
de trabajo, al haberse incrementado exponencialmente las competencias
decisorias de los empleadores en el marco del contrato de trabajo. Es
recurrente hoy la figura de los “pobres con trabajo”, lo que no es otra cosa
que hablar de un mayor número de personas que se encuentran en muy difíciles
situaciones económicas, mientras que la riqueza de unos pocos ha aumentado
exponencialmente. La “mejora económico” beneficia a los poderosos, no al
conjunto de la ciudadanía. Una realidad ciertamente alejada del mandato
constitucional a los poderes públicos para promover una igualdad “real y
efectiva”.
De hecho, pese al triunfalismo en las declaraciones,
parece obvio que el conglomerado de cambios normativos que dieron lugar a la
reforma laboral de 2012/2013 se sustentaba en una serie de pilares ocultos, a
saber: a) incrementar las competencias decisorias de los empresarios
(dotándoles de mayores atribuciones en aspectos como la movilidad funcional o
la modificación sustancial de las condiciones de trabajo, eliminando la
autorización administrativa en los despidos colectivos, etc.); b) una reversión
negativa de derechos de las personas asalariadas (reducción de la indemnización
por despido, el contrato indefinido de apoyo a los emprendedores, menor control
judicial sobre las extinciones, descenso de las garantía del FOGASA,
revisión a la baja del sistema de pensiones, etc.); y c) una disminución
significativa de los mecanismos de control de la empresa, internos y externos
(cláusulas de inaplicación de convenio con arbitraje forzoso, potenciación de
los convenios de empresa, etc.). Esos eran, en el fondo, los objetivos
buscados con dicha reforma normativa.
Aunque ese panorama se base en discursos aparentemente
tecnocráticos, la realidad es otra: se trata de mera ideología. Los teórico
neoliberales están convencidos que la desigualdad crea riqueza (lo que no deja
de ser parcialmente cierto: la genera para los ricos) y que es el único camino.
No es cierto: al menos en el terreno de las relaciones laborales las
experiencias de otros países –en especial, los septentrionales europeos- ponen en
evidencia como es perfectamente posible combinar las tutelas de las personas
asalariadas y pensionistas con estándares suficientes de igualdad que no
afectan negativamente al crecimiento. A lo que cabrá añadir un efecto
adicional: son los sectores productivos que menos valor añadido aportan en
términos de recursos humanos y crecimiento personal los que precisan de
precarización; por el contrario, los modelos de industria y servicios más
especializados requieren mano de obra más calificada y formada, lo que redunda
en beneficio de las condiciones contractuales. El tan reiterado “cambio
del modelo productivo” exige previamente una efectiva modificación del sistema
de relaciones laborales, así como una mayor formación profesional de los
ciudadanos.
El maestro Josep Fontana ha dedicado sus últimas obras
(entre ellas, el imprescindible “Por el bien del Imperio” o la más reciente,
“El siglo de la revolución”) a explicarnos lo que está ocurriendo. Su
tesis es simple y obvia: la fase del denominado Estado del Bienestar –que,
desde el punto del iuslaboralismo es también coincidente con la
constitucionalización de las grandes instituciones de nuestra disciplina- no
obedecía a una voluntad graciable de los poderosos, sino a su miedo. De esta
forma el gran pacto social de postguerras en Europa (que en España tuvo un
trasunto tardío en los denominados Pactos de la Moncloa) respondía al temor de
las clases acomodadas a la existencia en media Europa de otro modelo social y
la constatación del hartazgo del estatus quo vigente por las clases asalariadas
tras haber sacrificado dos generaciones en sendas guerras mundiales. Pero
a finales de la década de los setenta y principios de los ochenta del pasado
siglo la debacle del modelo soviético era ya constatable, lo que fue acompañado
de otros fenómenos paralelos: la creciente hegemonía del denominado
“capitalismo popular”, el cambio en el modelo productivo, la revolución
tecnológica y la globalización productiva y de servicios. En el nuevo paradigma
resultante los poderosos ya no tenían –ya no tienen- miedo; de ahí que
empezaran a reclamar la devolución, con los correspondientes intereses,
del trozo del pastel que en su día sus temores les hicieron soltar. En
otras palabras: el contrato social welfariano se dio por finiquitado. Se trata
de recortar las conquistas sociales de civilidad democrática, de revertir
negativamente las rentas, de eliminar controles internos y externos al poder
(también en la empresa) y de articular un discurso social hegemónico en el que
el núcleo esencial de la ciudadanía ya no se base en el trabajo, sino en la
“emprenduría”.
Si se parte de esa constatación la reforma laboral del
2012/2013 halla una plena lógica explicativa: el “empleo” y la “flexibilidad”
no son más que simples pantallas de las intenciones ideológicas reales
subyacentes. La crisis económica reciente se convirtió en la gran excusa para
avanzar por esa senda. Y el miedo cambió de bando.
En esa tesitura no deja de ser sorprendente el
discurso de los distintos colectivos que se oponen a esa reversión democrática.
En ocasiones se tiene la impresión que aquello que se reclama no es otra cosa
que el cumplimiento por los poderosos del contrato social del que surgió el
Estado del Bienestar, obviando que las circunstancias han cambiado. Pero de nada
sirve invocar el principio “pacta sunt servanda”, cuando la contraparte ha
aplicado unilateralmente el de “rebus sic stantibus” y no hay tribunal con
jurisdicción para componer el conflicto de intereses.
Los viejos tiempos no van a volver. Guste o no, el
pasado es pasado: es inútil empeñarse en reivindicarlo. Por eso no
entiendo que, ante la situación actual del mercado de trabajo el discurso de la
izquierda política, social y los sindicatos se centre esencialmente en reclamar
la derogación de la última reforma laboral, sin grandes matizaciones. ¿Se trata
de volver al modelo previo después de la reforma del último Gobierno Zapatero,
que no fue más que un precedente del vigente marco normativo? O si no,
¿seguimos retrocediendo en el tiempo hasta el Estatuto de los Trabajadores de
1980?...
La solución es otra: empezar a construir un discurso
alternativo en clave democrática, igualitaria y fraternal para ir generando
hegemonía en el discurso social. Y ello requiere ineludiblemente articular un
nuevo desiderátum de relaciones laborales y de protección social. Por tanto,
diseñar un modelo de contrato de trabajo menos descompensado que el actual (y
que el previo al mismo), un sistema más democrático de relaciones laborales con
nuevos mecanismos de control interno y externo de la empresa, de qué se produce
y cómo se produce (resituar el debate sobre el poder en la empresa), la
adaptación de nuestra disciplina al cambio de modelo superando la visión
unidireccional de la flexibilidad contractual para pasar a otra bidireccional y
regulando la flexibilidad en la producción (externalización, empresas
multiservicios, ubereconomía, etc.), en la organización de la empresa
(grupos de empresa, empresas-red, etc.) y en los medios de producción
informáticos (su uso en el trabajo, sus efectos sobre el derecho de huelga,
etc.), así como de dar una nueva respuesta a los distintos estados de necesidad
que nuestra sociedad genera (superando, por qué no, el modelo de Seguridad
Social esencialmente profesional).
Sólo un discurso alternativo y posible puede generar
el miedo de los poderosos necesario para soslayar la actual degradación de las
tutelas democráticas. Por eso, la simple exigencia de derogación de la reforma
laboral no es nada más que poner paños calientes sobre una herida infectada: es
inútil, sin alternativas, para parar nuevos embates en la degradación de la
igualdad y la reversión de rentas y de poder.