Pablo Casado,
cuando era niño chico, no entendió de una de las enseñanzas del francés Jean de La Fontaine que divulgó en nuestros pagos el
vascongado Félix María de Samaniego. El niño Casado, todo lo más, se echó a llorar cuando
se le rompió el cántaro a la lechera fantasiosa. Normal, la moraleja era
demasiado áspera para un niño de buena familia, que nunca fue pandillero.
Normal, porque como es bien sabio los cuentos y fábulas para niños son en
realidad mensajes para gentes con espolones y varios lustros bajo sus espaldas.
Ahora
bien, el Casado de hoy todavía no ha entendido el cuento de la lechera y sus enseñanzas,
lo sigue interpretando compasivamente: pobre lechera. Más todavía, ni siquiera
ha reparado en que él mismo es la lechera, que lleva en su cántaro todas sus figuraciones
ilusas. «Se ha abierto –afirma— un cambio de ciclo». Y lo dice cuando los
conflictos internos de su patio de Monipodio se amplían. Lo repite, lo del
cambio de ciclo, cuando su capataz, el sutil Teodoro, no
da pie con bola en una pugna a ver quién de los dos, Aznar y Rajoy, eran más corruptos. Error caballuno el de Teodoro: no
te enfrentes a la vez con los dos próceres de tu partido. Un error que pagará
el murciano y dejará tocado al hombre de Palencia.
El
cuento de la lechera de Casado: montaremos un pollo electoral durante 2022,
ganaremos en Castilla—León, en Andalucía y en la Patagonia; es la línea recta
que une el ahora mismo con mi entrada triunfal en La Moncloa. Lo que muestra no
sólo su dificultad de leer las moralejas de La Fontaine y Samaniego sino el aturdimiento
cerebral del jefe del chinchorro y su cómitre.
El
cambio de ciclo: el acuerdo sobre la reforma laboral y todas sus sobrias moralejas.
Oro puro, mientras que el oro de Casado es del que cagó el moro.