En la Rambla de Mataró. Mucho
calor y humedad asfixiante. Hablo con un joven sobre la figura señera de Joan Peiró, el gran
sindicalista de la CNT, que renovó el sindicalismo confederal en tiempos
antiguos. Una señora de mi quinta se acerca a saludarme. Y sin más protocolo me
pregunta si soy independentista. Le respondo con un inequívoco que «de ninguna
de las maneras». Cara de estupor que seguramente ha aprendido de los emoticones
de su ordenador. «Lástima –me dice emoticonadamente-- con lo que luchamos cuando éramos jóvenes».
Me contengo para no perder la compostura y gestiono convenientemente mis malas
pulgas. La dama sigue parloteando de aquellos tiempos hasta que llega un
momento en que necesito acabar con su verborrea.
Le digo: «No te vi en la calle
en aquellos tiempos. No pasa nada, pero es inadmisible que presumas de haber
estado donde no estabas y, más todavía, que vincules aquellas luchas con la
independencia de Cataluña. Es más, ni siquiera te atreviste a llevarme un
paquete de celtas corto a la cárcel de Mataró».
La dama se pone roja como una amapola. Y se va por donde ha venido.
Mi joven amigo me dice que he
hecho una exhibición gratuita. Que de mis palabras infiere que concedo más
dimensión moral y ética a quienes luchamos contra la Dictadura y sufrimos
represión. No tengo más remedio que contestarle sin perifollos. Le digo: «No tal. Me
he limitado a señalarle que la autobiografía de la dama es más falsa que un
duro sevillano. Que ni estuvo, ni quiso estar donde ha dicho que estuvo. Es
más, nunca he exhibido mis detenciones ni mi tiempo en las cárceles de Mataró,
Barcelona y Soria. Hice simplemente lo que me mandaba mi forma de ser. Si esta
mujer quiere ser independentista con su pan se lo coma, pero eso no le da
derecho a inventarse su pasado».
Y seguimos hablando de Joan
Peiró. Sigue el calor y el bochorno.
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