AUTOR:
MIQUEL ÀNGEL FALGUERA BARÓ
Magistrado especialista TSJ Cataluña
La pasada semana la señora Fátima
Báñez declaró ante la prensa que “es
el momento de que los salarios acompañen la recuperación del empleo”; para
proseguir “la mejora del empleo tiene que ir acompañada de una ganancia de
poder adquisitivo para los trabajadores”. Y todo como consejo al largo
proceso de concertación entre agentes sociales a efectos de un posible pacto
salarial. Sin embargo, no acabo de entender por qué fía el incremento de rentas
salariales únicamente a los convenios colectivos, en forma tal que los poderes
públicos sean una especie de observadores externos, sin competencias. Como si
ese loable desiderátum no fuera con ella.
Habrá que celebrar, en primer lugar, esas
declaraciones de la señora Ministra, porque significan un cambio de tendencia.
Llevamos décadas asistiendo a constantes presiones de organismos económicos
internacionales, de grupos de presión, de potentes thinks tanks económicos o de
los sucesivos presidentes del Banco de España reclamando una reducción
retributiva. Ha sido ésa una dinámica general a lo largo de la crisis (la
denominada “devaluación interna”), pero paradójicamente también lo fue
en la época previa de las “vacas gordas”. La moderación salarial ha sido
la receta mágica que se ha postulado para el incremento de la competitividad y
la productividad a lo largo de muchos años, en los buenos y en los malos
tiempos. Parece que ya no es así, si creemos a la señora Ministra. Tal vez
porque los datos estadísticos del crecimiento de la desigualdad en España, la
baja calidad del empleo creado y el deterioro económico del sistema de
Seguridad Social ponen en evidencia que detrás de la receta “moderativa“
neoliberal no existía más que una mera ideología que perseguía la distribución
negativa de rentas. En otras palabras: la señora Ministra parece reconocer que
esa política era errónea y ha tenido efectos catastróficos sobre una buena
parte de la ciudanía.
Sin embargo, ya puestos, habrá que
reclamarle que dé un paso más; esto es: que reconozca la necesidad de que el
Estado intervenga en el mercado de trabajo a dichos fines y abandone la mera
pasividad y el “laisser faire”. De hecho, ese intervencionismo ni
constituye un anatema, ni es tan complicado: es lo que se ha venido haciendo en
las sucesivas reformas laborales reduciendo derechos de las personas
asalariadas o capitidisminuyendo las competencias de control en la empresa y en
la negociación colectiva. O congelando o incrementado en forma ridícula el SMI
(pese al mandato del artículo 35.1 de la Constitución); o mirando hacia otra
parte ante el uso fraudulento de la contratación temporal y la externalización.
Una cosa es la necesidad de flexibilizar y adaptar el marco contractual a las
necesidades productivas –cosa que hoy nadie discute-; otras, muy distinta,
favorecer la precarización.
El deterioro de las rentas salariales no
obedece sólo al contenido de los convenios. La práctica iuslaboralista pone en
evidencia como en buena medida se halla también en las condiciones de trabajo
que derivan de la Ley y del ejercicio de las competencias del Estado. Por eso,
no estaría de más que también el Estado interviniera en el mercado laboral a
dichos efectos. Ahí van varios ejemplos: un incremento significativo del
SMI anual –y, de paso, del IPREM, congelado desde 2012 y que este año ha tenido
un ridículo incremento del 1 por ciento-; y/o una ley de descentralización
productiva que fije los límites de la externalización (entre otras: las
denominadas empresas multiservicios), regule los contenidos contractuales y
retributivos de las personas que prestan servicios en otras empresas y sancione
los abusos ; y/o una nueva regulación de la contratación temporal que ponga fin
al constante fraude de ley (por ejemplo: incrementando exponencialmente la
indemnización por extinción en estos casos o regulando la forzosa readmisión),
derogando el contrato indefinido de apoyo a los emprendedores; y/o la
potenciación de la negociación colectiva, suprimiendo entre otros aspectos, la
primacía aplicativa de los convenios colectivos de empresa y el régimen de
ultractividad impuestos por la reforma laboral elaborada por el equipo de la
señora Ministra; y/o el fortalecimiento del poder de los órganos de
representación en la empresa y del sindicato; y/o dotando de medios a la
Inspección de Trabajo y Seguridad Social para el control del abuso en las
condiciones de trabajo; y/o la ampliación del número de juzgados de lo social;
y/o una nueva regulación clara –y “honrada”- del modelo de despido; y/o
un incremento de la retribución de los empleados públicos, con efecto arrastre
sobre el sector privado.
Habrá que indicar que el origen de los
bajos salarios no reside únicamente en los convenios. También se halla en la
compensación de poderes entre empresarios y trabajadores en la empresa y en la
voluntad y capacidad de control por la Administración pública. El deterioro
salarial se encuentra en gran medida en el aumento descompensado de las
competencias decisorias sobre el contrato para una de las partes que han
propiciado las varias reformas laborales –y no sólo, la del 2012-. De hecho, ha
sido común a lo largo de muchos años oír eso de que “los trabajadores –y el
sindicato- tenían demasiados derechos”, lo que se ponía en conexión directa
con los salarios supuestamente demasiado elevados (sic). Pues bien, de la misma
forma que se ha intervenido en forma continuada con dichos fines, habrá que
reclamar una “contrarreforma” laboral, con el propósito contrario.
Aun siendo positivo que la señora Fátima
parezca poner fin a la doctrina de la moderación salarial, hay que animarla a
que dé un paso más. Por tanto, que como Ministra utilice sus atribuciones para
incrementar la “ganancia de poder adquisitivo para los trabajadores”, como
lo hizo previamente en sentido contrario. ¿O es que el intervencionismo del
Estado sólo es malo cuando favorece a una de las partes?
Publicado por JpD Comisión Social
No hay comentarios:
Publicar un comentario