Primer
domingo de confinamiento: tarde de cine.
Tengo
unos escasos conocimientos de cine. La primera vez que dije que no me gustaba
Bergman al ver que mis contertulios se escandalizaron me puse más colorado que
una amapola. Incluso se sintieron avergonzados cuando les dije que donde se
pusiera Calabuig se quitara El séptimo sello. Cada
vez que he comentado estos asuntos con Pere Portabella
me miraba poniendo los ojos como acentos circunflejos. Me callé por
compañerismo que sus películas tampoco me gustaban.
Sería
bastante larga la lista de los considerados santones del cine que no me dicen
gran cosa o que, incluso, me aburren. Ahora he aprendido a no ponerme colorado
cuando digo estas cosas. Al fin y al cabo cada cual tiene los gustos y
preferencias que le convienen. Por ejemplo, leí que Baroja (no uno de sus
personajes) decía que la Alhambra le parecía un ambigú. Se lo comenté a mi
padre adoptivo; al maestro confitero Ceferino Isla,
no le extrañó porque consideraba a los del 98 como una cofradía de chuchurríos.
Pues bien, si Baroja se toma esas licencias estéticas no veo la razón para
avergonzarme de mis opiniones sobre Bergman y otros cineastas. Lo digo porque
ayer –Primer domingo de confinamiento--
decidimos ver algunas películas que teníamos almacenadas. Cine que no
nos procurara complicaciones. Cine amable. Y sin ninguna discusión quedamos en
revisitar El Gatopardo. La única pena es que no
teníamos el reclinatorio para verla como corresponde. Yo no sé nada de cine, ya
lo he dicho. Pero considero que Visconti es el Dante redivivo. «Amor che nulla amato amar perdona» y la
escena del baile entre Lancaster y la Cardinale. Bailan el príncipe de Salina y
la nieta de Peppe Mmerda: el pacto entre la aristocracia declinante y la burguesía
terrateniente en ascenso. Con eso tengo vitaminas espirituales contra el
coronavirus durante, al menos, una semana.
Paréntesis: durante la película –cerca de tres horas-- me lavé las manos cuatro veces con la
duración prescrita: la primera estrofa y el estribillo de la Internacional. Creo que es justo que todo el mundo
sepa que el autor de la letra es Eugène Pottier y
la música es de Pierre Degeyter. El primero,
francés; el segundo, belga.
Canto
la primera estrofa de la Internacional como tiempo prescrito –la durée— para que el lavado de manos sea
eficaz contra el virus. Y, dicho con Johan Cruyff,
«en un momento dado» caigo en la cuenta de la licencia que se tomó el traductor
castellano: «el género humano es la Internacional»; el original francés
dice: «L’Internationale sera le genre humain». El autor escribe
como objetivo: que la Internacional será el género humano. El traductor español
se lía la manta a la cabeza y afirma que ya «es». Sería cosa que un gramático,
el profesor Javier Aristu, y un historiador, Javier Tébar, aclararan a qué es debido esa corrección de objetivos. Ni
qué decir que es exigible que un poeta y músico como Jordi Ribó i Flos tercie en el asunto. Mis preguntas: ¿son
exigencias de la métrica? ¿es la licencia del traduttore traditore? ¿O, finalmente, es una diferencia en el
«análisis concreto de la situación concreta» del que éramos talabarteros los
marxistas chusqueros, los marxistas licenciados y los marxistas cajón de
sastre?
En algo debe uno matar el tiempo en este primer
domingo de confinamiento.
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