Ayer
me lavé las manos prácticamente cada hora. Esta es una micro novedad de mis
costumbres. Esta mañana –ahora son las nueve y media— también he mantenido la
frecuencia. Miedo o cautela, no sabría decir. Alguien me dijo que, para ser
eficazmente preventivo, el lavado de manos debe durar por lo menos quince
segundos. Aproximadamente –me dijo-- lo que dura cantar la primera estrofa de
la Internacional con el estribillo. Mi padre hubiera recomendado la duración de
los cinco primeros versos de Los campanilleros, que inmortalizó la Niña de la Puebla. (En cierta ocasión la Niña nos
tumbó a Carles Navales y a mí mismo bebiendo güisqui,
una noche en Cornellá).
Me
pareció curioso que el tiempo de la recomendación no lo planteara medido por un
reloj. Mi amigo hizo referencia al canto de la Internacional, cuando los
trabajadores se la entonaban y se la sabían de corrido. Una recomendación que
me hizo volver a mi niñez cuando mi madre adoptiva decía que el tiempo
necesario para hacer los huevos duros era el rezo de cinco credos. El tiempo medido en
términos sagrados. Para mi amigo la Internacional también es cosa sagrada.
Sagrada
es también la relación entre la feligresía del independentismo cátaro con su
presidente, ese Torra no incalificable sino abundosamente descalificable. Esta es una corrección que me digo sobre la
personalidad de este caballero. Del que ya podemos atribuirle la paternidad un
síndrome. El síndrome de Torra: mentir espasmódica y descaradamente sin importarle las consecuencias cuando se
demuestra la falsedad de sus palabras. Sus declaraciones a la BBC merecerían
que se le abriera expediente de incapacitación mental. En Santa Fe diríamos
mentir a cosica hecha.
De
momento no acierto a entender por qué algunos comentan este confinamiento con
la angustia que ellos comparan con la de los habitantes de Orán, según relata Albert Camus en La peste. Y menos entiendo todavía la
coz que Vargas Llosa le
propina al francés: «es una novela mediocre». Los premios Nobel de Literatura,
por lo que se ve, son una cofradía un tantico pendenciera.
En
fin, Pineda de Marx sigue silenciosamente ´vacía´. Tan sólo se rompe el
silencio a las ocho –a las ocho en punto— de la tarde, ya anochecida. Las
palmas en robusto homenaje a los profesionales de la sanidad.
Punto
final. Agradezco a Enric Juliana su regalo, que
--¡vaya puntería!-- llegó el día de mi
onomástica, san José. Es su último libro: “Aquí no hem vingut a estudiar”. Un
homenaje a los presos políticos comunistas del Penal de Burgos.
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