Nos
acordamos de Santa Bárbara cuando truena y de Keynes cuando vienen mal dadas.
De lo primero ni entro ni salgo, allá cada cual con sus creencias o
increencias. De lo segundo hay que hablar un tantico.
Cuando
las cosas van a la gran dumón (para unos cuantos, la verdad sea dicha) Keynes
es una antigualla, algo que en el mejor de los casos se soporta con fastidio.
Cuando el paisaje económico se llena de toxicidad algunos empiezan a invocar a
don John Maynard Keynes como mi tía Pilar, que cuando tenía problemas, se dirigía
suplicante al Santo Cristo del Paño que se venera en Moclín,
castillo famoso. Y hasta los más reacios, en momentos de peligro, no tienen otra
opción que acudir a su mano de santo: la de Keynes, naturalmente. Hasta ese galifardeu de Trump no ha tenido más remedio que echar mano de
don John, solo una pizca para no infundir sospechas. Y de forma torticera: dando dinero a las empresas sin exigir
ningún compromiso, como ya han denunciado los demócratas.
En
concreto, Keynes como solución a lo que la negativa a Keynes ha provocado. No
es cosa chocante. Es --llamadme antiguo—
lucha de clases.
Llamadme
antiguo porque algo de esto dejó sentado Maquiavelo:
«Yo digo que quienes condenan los
tumultos entre los nobles y la plebe atacan lo que fue la causa
principal de la libertad de Roma, y que se fijan más en los ruidos y gritos que
nacían de esos tumultos que en los buenos efectos que produjeron. En toda
República hay dos espíritus contrapuestos, el de los grandes y el del
pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la
desunión de ambos». Textual de “Los discursos sobre la primera década de Tito
Livio”. ¿Antiguo? No, clásico. Que no es
lo mismo.
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