Se
han cumplido cien días del Gobierno de Quim Torra. Cien días de vacío legislativo: tan sólo se han
aprobado en el Parlament de Catalunya cuatro proyectos de ley, que habían sido
elaborados por el legislativo y que, a causa del 155, estaban paralizados. Eso
sí, han sido cien días de bronca al por mayor bajo la batuta de un hooligang
del gol norte. Estas son las credenciales del Enviado de Waterloo en la Tierra.
Ahora,
en plena conmemoración de la masacre de Agosto del año pasado, el caballero
saca la lengua a paseo y exclama en la puerta de la cárcel de Lladoners: «No
nos tenemos que defender de nada, hemos de atacar al Estado español». Fue pocas
horas después del acto de Barcelona.
Exageraron
quienes decían que se percibía un talante negociador por parte de este Torra
tras su entrevista con Pedro Sánchez. Son analistas que confundieron los deseos
con la realidad o que no querían cargar excesivamente las tintas por mor de no
ser acusados de agoreros o pesimistas. Y
también exageraron quienes le calificaron muy generosamente como
intelectual. Al menos de lo que
convencionalmente se tiene como tal. Es más bien un Carlos María Isidro, patriarca del carlismo que
osó, con sus ojalateros, levantar un ejército de garrulos contra el Estado
liberal.
Una
afirmación como esa -«hemos de atacar al Estado español»- propone dos conclusiones: a) la sesera de
quien lo ha manifestado no goza del equilibrio mental necesario para el
ejercicio de su cargo, y b) la incitación a atacar al Estado no se orienta sólo
a la pugna entre las instituciones (la liberal y la carlista) sino urbe et
orbe, es decir, a la feligresía ojalatera que no siendo mayoritaria en Cataluña
tiene unas proporciones no irrelevantes.
Digamos
las cosas claras: atacar al Estado no es un pronto calenturiento, sino el
resultado de una biografía cuya exaltación supera lo imaginable en un político.
Mejor dicho, en un hombre público. Atacar al Estado no es, pues, una boutade
sino –fracasado el procés-- pasar a otra dimensión.
Inquietante
este caballero. Más lo es todavía que siga contando con una legión de
incondicionales, que parecen seguir la famosa máxima del apologeta Tertuliano: «Creo porque es
absurdo». Y preocupante que ninguno de
sus ojalateros le haya plantado cara con un hasta aquí hemos llegado.
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