Hasta
ayer por la mañana el archipiélago político catalán era un saco de nervios,
algunos de ellos muy subidos de tono. Por la noche en algunos sectores del
independentismo milenarista apareció la epilepsia. Cataluña despide 2019 con la
misma ebullición que ha mantenido durante todo el año.
La
situación epiléptica se ha formado por una serie de capas superpuestas que son
la expresión del itinerario político irredento de todo el independentismo. Pero
que ha afectado más al de naturaleza mesiánica que se propaga desde Waterloo.
Ahora, estando a la espera de que el grupo dirigente de ERC sancione el
preacuerdo del partido con el PSOE para la investidura de Pedro Sánchez, los
nervios de los post post post convergentes pueden alcanzar niveles de
trastornos de pánico. El pacto abrirá una brecha más grande, si cabe, en el
interior del independentismo; situará a Waterloo y sus franquicias como
bronquistas de bareto vintage y a
Puigdemont como pintoresco profeta desarmado.
Esta
epilepsia en casa de los post post post convergentes se agudiza por la tensión
entre Quim Torra y gran parte de ese extraño comistrajo institucional que es su
partido. Porque, si se observa bien el tenor de los susurros, escasamente
caritativos de sus aparentes fieles, lo que se más le achaca al presidente
vicario no es tanto su congénita holgazanería sino su probada incompetencia
política. Torra, nacido para liarla.
Los
post post post convergentes tienen un problema de gran envergadura: si
mantienen a Torra en el puente de mando, el partido se convierte en virutas; si
lo quitan de en medio están reconociendo que su incompetencia le ha llevado a
la inhabilitación y, por extensión, ha conducido al partido a otro cambio de
nombre y domicilio.
En
todo caso, asistiremos a una nueva versión de El Asombro de Damasco. Waterloo gesticulando como las derechas de
secano y orinal españolas, hablando –unos y otros-- como el Manifiesto de los Persas. El posible
nuevo gobierno es un peligro.
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