Escribe Juan Ignacio Marín
Mi amigo Rafael Pillado me pregunta sobre la situación de los trabajadores
en la Cataluña
de ahora. Lo primero que se me ocurre decir es que están desaparecidos. No es que
no se les vea, porque siguen trabajando –los que pueden y en las condiciones
que pueden-, sino que están oscurecidos como clase. Parece como si sus
problemas hubieran dejado de existir y la realidad es que sus intereses como
asalariados no cuentan en una sociedad alienada. Intentaré explicar por qué.
Ya se sabe que la amenaza más importante a los derechos de los
trabajadores es, en particular desde la última crisis, el desmantelamiento del
Estado social, esencial en el modelo de convivencia europeo. La embestida
neoconservadora por la privatización de la sanidad, la educación o el sistema
de seguridad social pretende además que la relativa seguridad conquistada por
los trabajadores desaparezca, y, tras ella, su capacidad reivindicativa.
A menudo se oculta que el concepto de democracia política como se
conoce hoy es obra de la acción de los trabajadores desde hace más de un siglo:
democracia es sinónimo de igualdad. Cuando la izquierda comprendió que el
objetivo de los trabajadores no era la destrucción del Estado, sino su
democratización para convertirlo en instrumento de redistribución, había ganado
una batalla histórica. Tras muchos años de luchas y organización política y
sindical, los trabajadores habían conseguido hacer valer su peso como clase. Se
había impuesto una visión del Estado como garante de la seguridad de los más
débiles. La Constitución
de 1931 fue el primer paso en España y, tras la larga noche del franquismo, se
consiguió definitivamente en la
Constitución de 1978. Los que vivimos aquella época sabemos,
aunque ahora esté tan de moda denostar nuestra democracia, el papel que jugó la
clase obrera organizada en la transición. Las libertades políticas y sindicales
han permitido a lo largo de cuarenta años el mayor periodo de progreso en las condiciones
de vida y de trabajo en toda nuestra historia. Hemos construido también en
España un espacio de libertad y de democracia que nadie nos ha regalado y que
compite sin problemas con las democracias más desarrolladas del mundo. El
segundo paso decisivo para la consolidación de nuestro modelo de convivencia se
produjo con nuestra integración europea. A pesar de todas las contradicciones,
de todos los retrocesos, Europa sigue siendo –al menos por ahora- un ámbito
privilegiado de democracia en el contexto del mundo actual.
Nadie vea en lo que digo ningún atisbo de triunfalismo. Ni todo
está bien, ni estamos a salvo de retrocesos. Sólo trato de combatir un vicio
muy arraigado en la izquierda, que las derechas siempre celebran, como es la
infravaloración sistemática de nuestros avances, con la suicida y ahistórica
manía de querer comenzar siempre de cero, como si las generaciones anteriores
estuvieran equivocadas por definición.
La crisis engendra miedo entre los más débiles. La amenaza del
paro, la precarización y el cuarteamiento de la clase son sus consecuencias
conocidas. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo. Sabemos que las tendencias
conservadoras se agudizan y que el individualismo crece. Pero también sabemos
que nuestra arma es la insistencia en la solidaridad de clase, en la defensa de
los valores colectivos y en el rearme sindical y político, a pesar de todas las
dificultades. Pero cuando se confunde, como ahora, la acción (o inacción)
política de un gobierno de la derecha con el sistema o con el Estado, las
consecuencias son desastrosas para los trabajadores, que somos los más
interesados en su defensa.
Lo cierto es que el conservadurismo va ganado la batalla. Se
impone la huida del derecho del trabajo, el trasvase de las rentas de los
trabajadores a las del capital, la involución en el respeto de dos de los
derechos básicos de los trabajadores: el de negociación colectiva, dejando
inermes a los trabajadores, y el de huelga con las nuevas amenazas punitivas
del código penal. La izquierda política no es capaz de hacer frente a esta
ofensiva. Primero, por su inconcebible división en el diagnóstico de lo
esencial, que debería ser la recuperación de la presencia y la fuerza
organizada de los trabajadores para recuperar su peso como clase en la sociedad.
Segundo, por la incomprensible deriva de una parte de esa izquierda que
sustenta la idea de que nuestra democracia es herencia directa del franquismo.
O no saben lo que fue o se equivocan profundamente: la principal tarea hoy de
la izquierda española –y europea- debería ser la defensa de nuestro Estado
social y democrático de derecho, que tanta lucha y esfuerzo costó conseguir.
Socavarlo, contribuyendo a esa especie de que España es una democracia fallida
o poco menos, solo favorece a la derecha económica y política más ultramontana,
interesada en todo lo que huela a deterioro del Estado.
Si en el conjunto de España las políticas desarrolladas durante la
crisis han supuesto un retroceso de las condiciones de vida y trabajo y de las
organizaciones obreras, en Cataluña han tenido más éxito que en ningún otro
lugar. El proceso secesionista tiene su origen en la necesidad de la burguesía
catalana de perpetuarse en el poder en el momento en que en Cataluña se ponían
en práctica los más brutales recortes sociales como continuación de la para
entonces consolidada deriva privatizadora de la enseñanza y la sanidad pública.
Cataluña es, de lejos, la comunidad autónoma con la administración más corrupta
durante decenios. Si Artur Mas, el adalid de los recortes y máximo dirigente de
los convergentes, no quería entrar de nuevo en el Parlament bajando de un
helicóptero quería hacer olvidar los estragos del 3%, tenía que agitar un
espantajo: “España nos roba” y si somos independientes viviremos estupendamente
sin el lastre de los españoles. No es de extrañar que la burguesía catalana,
con gran tradición de brutalidad con los trabajadores – la misma que les
perseguía a tiros en los años veinte y que se aprovechó como ninguna otra con
las ventajas del franquismo- se pusiera inmediatamente manos a la obra. Y que
el miedo de las clases medias catalanas a las consecuencias de la crisis, bien
agitado por la propaganda institucional, hiciera el resto del trabajo. La
agitación de los más bajos instintos supremacistas e insolidarios siempre es
rentable para las derechas en momentos de crisis.
De manera paulatina pero constante, el objetivo ha sido el
desgaste y la demolición del Estado para construir un enemigo externo. La
provocación continua, el doble lenguaje y la insistencia en la diferencia
(naturalmente, la superioridad frente a todo lo español) han sido el mensaje
avasallador en una sociedad, al principio perpleja y después, en una parte,
beligerante. La grosera sustitución de la perspectiva de clase por la nacional
durante seis largos años ha permitido llenar de bruma las relaciones sociales
en Cataluña. Esta pseudo-revolución de ricos contra pobres ha conseguido
desviar la atención de los verdaderos problemas. Porque no se trata sólo de los
“pobres” españoles, sino sobre todo de una acción política calculada y
perseverante contra los trabajadores catalanes, hasta el punto de que su voz ha
quedado callada, sus problemas inéditos y sus organizaciones de clase mareadas
en un papel subsidiario de los intereses de las clases dominantes. No se olvide
que la emancipación no puede ir nunca de la mano de la insolidaridad y que
democracia es incompatible con desigualdad.
No ha bastado con el golpe antidemocrático de septiembre,
aprobando vergonzosamente en el Parlament la derogación del Estatuto de
Autonomía y la
Constitución , instituyendo el nombramiento de los jueces por
el Gobierno –estos que hablan de la separación de poderes-o despojando de la
ciudadanía a más de la mitad de los catalanes al erigirse en interpretes únicos
de la voluntad popular. La organización desde el poder público de las llamadas
“huelgas de país” no es sino la versión más reaccionaria y caricaturesca de una
noble acción obrera que tanto costó constitucionalizar. Cuando se asiste a la
llamada de todos los órganos de la Administración pública a que los funcionarios
dejen de trabajar sin perder su sueldo, como un acto patriótico, es difícil
identificar la acción con una huelga.
La resistencia, tras las últimas elecciones, a admitir que la
independencia ilegítima y antidemocráticamente proclamada fue un absoluto
fracaso político, jurídico y de reconocimiento internacional, conduce ahora a
la consolidación de la división y el enfrentamiento social. El victimismo se
recrudece para intentar que quienes a sabiendas rompieron el orden democrático
no asuman su responsabilidad. Las continuas invocaciones totalizadoras al
conjunto del “pueblo de Cataluña”, los repetidos intentos de uniformización de
la sociedad en el altar de la patria, sólo pretenden enmascarar un nuevo bonapartismo
del que su principal víctima son, como siempre, las clases trabajadoras. El
nuevo culto al líder, ahora en la persona de un aventurero como Puigdemont,
junto con la asfixiante intimidación del disidente, produce escalofríos en
quienes conservamos la memoria.
Y estos son los que van diciendo que España no es un país
democrático. Han engañado a muchos y tienen a su favor el desastre de gobierno
del Partido Popular que todos padecemos. Confundir un gobierno de derechas, por
muy inútil que sea, con un Estado democrático puede ser un buen argumento de
propaganda que, si se repite muchas veces puede llegar a ser creído. Creer que
por invocar la república (su furor de apropiación no tiene límites) son
herederos de los valores republicanos, -basados, estos sí, en los derechos de
los ciudadanos y no de los territorios, y en el respeto, la igualdad y la
solidaridad- puede contentar a los que se han creído la mentira de que la
guerra del 36 la libró España contra Cataluña y no las clases trabajadoras de
toda España contra la reacción y el fascismo, presentes -y bien presentes-
también en Cataluña. Pensar que la división de los trabajadores en una Europa
constantemente amenazada en su modelo de democracia social es un buen negocio,
puede ser compartido por gentes como la Liga Norte , la ultraderecha europea o los
conservadores del Brexit. Pero que la izquierda caiga en esas trampas no sólo
es inconcebible, sino que constituiría una grave traición a la clase que dice
defender. Sustituir el avance democrático en la igualdad por el debate
identitario ha sido -y es aún- la mayor victoria en años de la derecha
económica y política catalana sobre los trabajadores. ¿Seguiremos así o nos
caeremos del guindo alguna vez?
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