Nos lo dice Andreu Claret: «Cuando
empezaba la llamada
a ocupar trincheras, Torra despachó los titubeos políticos
de Hurtado con un "no quiso involucrarse", una actitud que
atribuye, lean bien, al hecho de que "la política catalana exigía y exige
una voluntad de destrucción y un dogmatismo de hierro, sentimientos por los
cuales (Hurtado) tenía una repugnancia profunda".» (1) La política
catalana lo exigía y, según el presidente vicario, lo sigue exigiendo.
La abundante literatura –periodística y
tuitera—de Torra tiene ese itinerario. Este fragmento es, también, la
consagración de lo estrafalario, de lo que ha llevado a Cataluña en algunas
ocasiones a sonoras derrotas. Voluntad de destrucción y dogmatismo de hierro.
Es la rauxa elevada a la enésima
potencia, que ponía de los nervios a Jaume Vicens Vives.
En todo caso, vale la pena hacer notar que el
planteamiento de Torra es desgraciadamente coherente: la voluntad de
destrucción aparece vinculada al dogmatismo. Que son las claves centrales del
pensamiento del torrismo. No fue casual que el hombre de Berlín lo nombrase su
Enviado en la Tierra. El torrismo como fase violenta del independentismo es la
Vulgata de lo que ha dejado de ser política para convertirse en teología
tenebrosa, sustentada por la fe del carbonero. Un extraño comistrajo que aúna
las más perniciosas patologías políticas que en el mundo han sido.
Por lo demás, lo dramático de todo ello es que
esta Vulgata es la que se está imponiendo ideológicamente en el independentismo
catalán: un bodrio de tapas variadas de neoliberalismo, opusdeísmo, legitimismo
y otros retales menores. Camino de la
decadencia, si no se remedia.
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