El
PNV ha puesto las luces largas. En concreto propone que se abra un proceso de
reforma de la Constitución. La forma sería ésta: una Convención de estudiosos y
especialistas en la materia elaboraría un texto indicativo que, posteriormente,
sería la materia prima de una comisión parlamentaria creada ad hoc. Me parece
una idea adecuada.
Muchas
cosas han pasado desde la aprobación de la Carta Magna de 1978. Son las grandes
transformaciones de la innovación y restructuración en un mundo global, los
cambios en la estructura de la población, el ingreso de España en la Unión
Europea y, sobre todo, la crisis territorial en España, que no es un problema
técnico sino político. Político de gran envergadura. Todo ello ha llevado a
nuestro país a un cambio de metabolismo que nada tiene que ver con la España de
aquellos entonces.
Las
derechas españolas nunca han visto con buenos ojos la reforma de la
Constitución. Es el atávico miedo a lo nuevo y a sus consecuencias –en este
caso-- en el reparto de poder. La
izquierda mayoritaria tampoco se distinguió por sus simpatías sobre este
particular. Asumió el contagio de las rutinas. Y las izquierdas que se
autocalifican de alternativas siempre han creído que dicha reforma podría ser
un nuevo terreno para levantar mejor sus cabezas. Pero ninguna de estas razones
justifica, por si mismas, que se elabore una nueva Carta Magna. Tan sólo tiene
sentido, en mi opinión, la que pueda relacionar las exigencias de las novedades
y discontinuidades que se han dado en España con dicha reforma.
La
Convención que propone el PNV no podrá evitar, ciertamente, determinados grados
de politización partidaria. Pero, podemos suponer, que cada personalidad tendrá
muy presente la salvaguarda del prestigio académico y el rigor de sus
planteamientos. En eso hay una cierta diferencia entre el experto en la materia
y el político (jabalí o no) que siempre estaría más dispuesto al barullo que a un trabajo concienzudo.
El
peligro de esta Convención es que acabe siendo una torre de marfil y se cueza
en su propia salsa. Es un riesgo, naturalmente. Pero los riesgos, si se es
consciente de ello, están para ser superados. Por ejemplo, a través de la
conexión de la Convención con la sociedad.
En todo caso, el peligro no está en los riesgos sino en la cultura rutinaria
de considerar que las cosas están dadas definitivamente y para siempre.
Una
sugerencia en base a un ejemplo: las autoridades europeas encargaron a un grupo
de expertos que redactara el texto de su Constitución. Entre los designados
figuraba un sindicalista de mucho fuste, Emilio
Gabaglio, que había sido presidente de la Confederación Europea de
Sindicatos. Pues bien, ¿sería mucho pedir que Antonio
Gutiérrez y José María Zufiaur formaran
parte de esa Convención?
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