Mientras Carles Puigdemont se instala
confortablemente en Waterloo, el universo independentista sigue con sus vueltas
y revueltas para encontrar una solución que desemboque en la investidura y la
formación de un nuevo gobierno. Sigue, pues, la absurda dramaturgia de diversos
personajes en busca de autor. El hombre de Bruselas tiene ya su personal
Peñíscola para mantenerse, como aquel Benedicto, en sus trece. Porque ¿qué es un presidente sin su
propio palacio? Un palacio, además
costeado, en el mejor de los casos, con dinero privado. Se dice que el
millonario gerundense Josep
Maria Matamala
corre con los gastos; de donde –tensando, pero no distorsionando la cosa-- llegamos a la conclusión de que la
presidencia simbólica estaría privatizada.
La solución, dispensen el uso
del término, que se atisba es la
siguiente: se elige a un presidente simbólico, a través de un artificio
parlamentario sin validez jurídica y, así mismo, se elige a un presidente
efectivo. La ficción en Waterloo y la
realidad en Barcelona. Chocante coexistencia. Es sorprendente que, a estas
alturas, sigan pensando algunos que el Estado va a permitirles tamaña chapuza.
Como sorprendente es que el
independentismo siga subordinado a una sola persona. Los fieles de Puigdemont
lo están porque siguen viviendo en la ficción de un cantar de gesta; Esquerra Republicana de Catalunya
vive sin vivir en ella porque sabe perfectamente que, al menos un 40 por ciento
de sus votantes, son partidarios de la investidura del hombre de Bruselas. Unos
y otros atrapados en la acendrada práctica del perro del hortelano. Pero
todavía no son conscientes de haber perdido capacidad de intimidación al
Estado.
Waterloo podría querer
significar que su inquilino no tiene ningunas ganas de regresar. Y, por tanto,
se dispone a una larga estancia en la que pueda exhibir su músculo legitimista.
Sus poderes burocráticos serían el twitter y otros aperos telemáticos para
seguir manteniendo el rescoldo de sus parciales. En todo caso, el ilustre
inquilino no parece tener en cuenta que a medio plazo sus intereses podrían no coincidir
con los del «gobierno efectivo» en cuyos pucheros también está el Señor.
Mientras tanto, seguirá lloviendo arrobas de confusión.
En resumidas cuentas, Waterloo y
su inquilino tienen toda la pinta de recordarnos aquel famoso personaje
barojiano, el rey de la Patagonia, que paseaba su soledad por los salones
parisinos. Aunque probablemente alguien
considere más adecuada la referencia a Esperando
a Godot:
«Vladimir:
¡Qué! ¿Nos vamos?
Estragon: Sí,
vámonos.
(No se
mueven).»
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