Mi
tía Angelicas fue siempre la gran matrona de la
familia. Por lo menos le llevaba a mi padre veinte años. Una mujer fuerte de la
Vega de Granada. Estaba casada con el que, tal vez, fuera el maestro de obras
más reputado de aquellos contornos. Se le conocía con el mote de Pepe
Espantamulos. Federico García Lorca lo
inmortalizó en Los títeres de Cachiporra,
llamándole Espantanublos, quizá porque le pareció más eufónico, en
agradecimiento –se decía— porque Pepe construyó la Huerta de San Vicente.
Mi
tía Angelicas hizo el viaje de novios a Barcelona a finales de la primera
década del siglo pasado. Viniera o no a cuento nos hablaba de Barcelona.
Solamente de las Ramblas. Y con ese lenguaje pormenorizado de las mujeres
santaferinas era capaz de relatar los detalles de la avenida. Los kioskos de
las floristas, las casas, la gente paseando. Cien veces más grande que el Paseo
de la Carrera de Granada.
Un
día, mi padre que era muy entrometido (dichosa la rama que al tronco sale) le
dijo: «Angelicas, ¿tú sabes que Federico dijo que
la Rambla no debería tener un final y recorrer todo el mundo?». La tita
Angelicas respondió, «Pues a mí no me importaría que pasara por Santa Fe». Y yo
me imaginaba que la Rambla entraba por el Arco de Granada y salía por el de
Loja camino de Fuentevaqueros.
Angelicas
habría llorado a mares, si hubiera vivido ahora, al saber el atentado.
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