Escribe Dani Rodrik
Los países en desarrollo ya no podrán seguir las
viejas recetas que garantizaron la industrialización en el Norte global o en
algunos países asiáticos. Los cambios tecnológicos y comerciales cierran esas
vías. Pero lograr bienestar social a través de los servicios, sin haber
alcanzado antes altos niveles de productividad, no es una tarea fácil. Por
ello, la dirigencia política enfrenta un desafío completamente nuevo en
relación con el futuro del trabajo.
Brevísima síntesis de la
historia del trabajo
Trabajar suele ser desagradable. Los países se vuelven
ricos haciendo mucho trabajo desagradable. Y porque se vuelven ricos, más
personas pueden hacer trabajos agradables. Esto resume bastante bien la
historia económica desde la perspectiva del «trabajo para el desarrollo
humano».
Al principio, había agricultores y criadores de
animales. La vida era dura, brutal y corta. Los impuestos, la corvea y otras
exigencias de los jefes, los terratenientes o el Estado eran onerosos. Muchas
personas eran siervos o esclavos, carentes de autonomía y dignidad. La pobreza
y la injusticia eran la norma, a excepción de unos pocos afortunados. Luego
tuvo lugar la Revolución Industrial, primero en Gran Bretaña y luego en Europa
occidental y América del Norte. Hombres y mujeres acudieron en masa desde el
campo hacia las ciudades para satisfacer la creciente demanda de mano de obra
de las fábricas. Las nuevas tecnologías en textiles de algodón, hierro, acero y
transporte produjeron niveles crecientes de productividad laboral. Pero durante
décadas, pocos de estos beneficios llegaron a los propios trabajadores.
Trabajaban muchas horas en condiciones opresivas, vivían hacinados y recibían
bajos ingresos. Algunos indicadores, como la altura promedio de los
trabajadores, sugieren que los niveles de vida pueden incluso haber disminuido
por un tiempo.
Con el paso de los años, el capitalismo se transformó
y sus ganancias comenzaron a estar más repartidas. Esto se debió en parte a
que, naturalmente, los salarios comenzaron a subir a medida que se agotaba el
excedente de trabajadores provenientes del campo. Pero también es cierto que
los trabajadores se organizaron para reclamar por sus derechos. No fueron solo
sus quejas las que imprimieron urgencia a sus demandas. También las condiciones
de la producción industrial moderna hicieron más difícil a las elites seguir
con su habitual política de «divide y reinarás». El trabajo en las fábricas,
concentrado en las principales ciudades, facilitó la coordinación entre los
trabajadores, la movilización de masas y el activismo militante.
Por temor a la revolución, los industriales cedieron.
Los derechos políticos, y entre ellos el derecho al sufragio, se extendieron a
la clase obrera. Y, poco a poco, la democracia domesticó al capitalismo. Las
condiciones en el lugar de trabajo mejoraron a medida que los acuerdos
ordenados o negociados por el Estado permitieron reducir las horas de trabajo,
mejorar la seguridad y las vacaciones, las compensaciones familiares, la
atención de la salud y otros beneficios. La inversión pública en educación y
capacitación hizo que los trabajadores fueran más productivos y más libres para
elegir. La participación de los trabajadores en los superávits de las empresas
aumentó. Trabajar en una fábrica nunca dejó de ser algo desagradable. Pero al
menos el trabajo de cuello azul permitía la existencia de una clase media, con
todas sus posibilidades de consumo y oportunidades en cuanto a estilo de vida.
El progreso tecnológico fomentó el capitalismo
industrial, pero luego iba a socavarlo. La productividad laboral en las
industrias manufactureras aumentó mucho más rápido que en el resto de la
economía. Eso significaba que podía fabricarse la misma o mayor cantidad de
acero, automóviles y productos electrónicos con muchos menos trabajadores. La
participación de las manufacturas en el empleo total comenzó a disminuir
constantemente en todos los países industrializados avanzados en algún momento
después de la Segunda Guerra Mundial. Los trabajadores se trasladaron a las
industrias de servicios: educación, salud, entretenimiento, administración
pública. Así nació la economía postindustrial.
El trabajo se volvió más agradable para algunos, pero
no para todos. Para aquellos con habilidades, capital y experiencia para
prosperar en la era postindustrial, los servicios ofrecían oportunidades
inmensas. Los banqueros, consultores e ingenieros ganaban salarios mucho más
altos. Lo que es igualmente importante, el trabajo en la oficina permitió un
grado de libertad y autonomía personal que el trabajo en la fábrica nunca había
proporcionado. Si bien con jornadas acaso más largas que las de la fábrica, los
profesionales de los servicios disfrutaron de un mayor control sobre su vida
diaria y sobre las decisiones en el lugar de trabajo. A los docentes,
enfermeros y camareros no se les pagaba tan bien, pero fueron liberados de la monotonía
mecánica de los talleres. Por otro lado, para los trabajadores menos
calificados, los empleos en el sector de servicios significaban renunciar a los
beneficios negociados del capitalismo industrial. La transición a una economía
de servicios a menudo fue acompañada por el declive de los sindicatos, las
protecciones laborales y las normas de equidad remunerativa, lo que debilitó
enormemente el poder de negociación de los trabajadores y la seguridad laboral.
Por lo tanto, la economía postindustrial abrió un
nuevo abismo entre quienes tienen buenos empleos en servicios (estables, bien
remunerados, gratificantes) y aquellos con malos empleos (fugaces, mal pagos,
insatisfactorios). Dos cosas determinaron la combinación entre estos dos tipos
de trabajos y el grado de desigualdad que produjo la transición postindustrial.
Primero, cuanto mayor era el nivel de educación y habilidades de la fuerza
laboral, mayor era el nivel de salarios en general. En segundo lugar, cuanto
mayor era la institucionalización de los mercados de trabajo en los servicios
(además de la manufactura), mayor era la calidad de los empleos en el sector
servicios en general. Así, la desigualdad, la exclusión y la dualidad se
hicieron más marcadas en los países donde las calificaciones laborales estaban
mal distribuidas, y muchos servicios se aproximaron al «ideal» de los manuales
de los mercados al contado (spot markets).
Estados Unidos, donde muchos trabajadores se ven obligados a desempeñar
múltiples trabajos para ganarse la vida adecuadamente, sigue siendo el ejemplo
canónico de este modelo.
¿Qué pasa con los países en
desarrollo?
La historia que he contado hasta ahora es
principalmente la de los países avanzados y occidentales. Unos pocos lugares en
el mundo no occidental han experimentado una evolución similar. Los casos más
notables son Japón, la República de Corea y la provincia china de Taiwán. Cada
uno de ellos ha experimentado una importante industrialización, y luego,
desindustrialización. Ahora comparten con otros países avanzados la
característica de ser economías postindustriales en las que la naturaleza de
los empleos está determinada por la interacción entre la productividad y las
prácticas del mercado del trabajo en el sector de servicios. La alta
productividad combinada con protecciones del mercado de trabajo redunda en
buenos empleos. La baja productividad combinada con mercados laborales
atomizados es una receta para tener trabajos de mala calidad.
Es tentador extrapolar esta historia directamente a
los países que han quedado hasta ahora rezagados. Son los países de ingresos
bajos y medios en los que vive la mayoría de los trabajadores del mundo. La
receta para ellos parecería clara. Fomente una rápida industrialización para
poder crecer. Invierta en buenas instituciones y capital humano para tener una
fuerza laboral productiva, asegurándose de que nadie se quede atrás. Y cuando
la desindustrialización se establezca naturalmente, no le oponga resistencia.
En su lugar, asegúrese de que el marco legal y regulatorio en el que operan los
servicios proporciona protecciones adecuadas para los empleados.
Podrían plantearse dos objeciones a tal extrapolación.
Una tiene que ver con la conveniencia de emular la experiencia histórica de los
países avanzados de la actualidad. La otra, con la viabilidad de hacerlo.
Permítame concentrarme primero en una y luego en la otra.
¿Deben los países en desarrollo de hoy emular el patrón
histórico? Hay que recordar que la historia enseña que las primeras etapas de
la industrialización rara vez produjeron una mejora en las condiciones de vida
de la mayoría de los trabajadores. Hubo un retraso significativo entre el
inicio de la industrialización y la expansión de sus beneficios a grandes
sectores de la población. Un retraso similar es visible en muchos países de
bajos ingresos que han logrado incursionar con éxito en los mercados mundiales
de manufacturas en las últimas décadas. Esto ha dado lugar a un debate sobre
los talleres clandestinos en algunos países exportadores. Según ciertos
activistas de los derechos laborales, las ganancias por exportaciones se deben
a la explotación de trabajadores, a menudo mujeres, que ganan muy poco y trabajan
largas jornadas en condiciones peligrosas. Y en este marco, el uso de trabajo
infantil es un motivo de controversia particularmente sensible.
Otros, sobre todo economistas, responden argumentando
que los llamados talleres clandestinos son simplemente un trampolín en el
camino al desarrollo económico e incluso humano. Por malos que parezcan, estos
talleres representarían una mejora en comparación con las alternativas que
tiene la mayoría de los trabajadores: una existencia precaria en la agricultura
de subsistencia, tal vez, o peores empleos urbanos. Y la baja remuneración y
las malas condiciones de trabajo reflejan la baja productividad de los
trabajadores. Además, ¿no es así exactamente como se enriquecieron los países
avanzados que conocemos hoy?
El interrogante que plantea este debate es si los
beneficios de la protección laboral no pueden estar disponibles en etapas de
desarrollo anteriores en comparación con lo que históricamente ha ocurrido.
¿Existe una ley inquebrantable que dicta que los buenos estándares laborales
deben ir a la zaga del desarrollo? Esta pregunta es similar a aquella sobre si
la democracia política requiere desarrollo económico como condición previa.
La respuesta a la última pregunta sugiere la respuesta
a la primera. Históricamente, la democracia vino después de la Revolución
Industrial y el aumento de los ingresos. Pero no hay razón para pensar que los
países no pueden volverse democráticos en etapas mucho más tempranas de
desarrollo. La participación y la discusión política son valores intrínsecos.
También sirven a un propósito instrumental: la investigación empírica ha
determinado que los gobiernos democráticos posiblemente se desempeñan mejor que
los regímenes autoritarios y producen, además, una mayor estabilidad.
Dos modelos brillantes de democracia en escenarios de
bajos ingresos ejemplifican este asunto: la India y Mauricio. Estos Estados
difieren mucho en tamaño, pero los dos son países altamente heterogéneos que
nacieron en medio de conflictos étnicos y violencia. En ambos casos, la
democracia moderó en una fase temprana el conflicto social y permitió la
estabilidad política. Mauricio creció rápidamente varios años después de la
independencia. El crecimiento de la India se demoró hasta la década de 1980,
pero desde entonces ha sido más que aceptable, e incluso ha superado el de
China mientras se escriben estas palabras.
No hay ninguna razón por la cual los trabajadores de
los países de bajos ingresos deban ser privados de los derechos laborales
fundamentales por el desarrollo industrial y el desempeño de las exportaciones.
Estos derechos incluyen la libertad sindical y la negociación colectiva,
condiciones de trabajo razonablemente seguras, no discriminación, jornada
laboral máxima y restricciones al despido arbitrario. Al igual que con la
democracia, estos son requisitos básicos de una sociedad digna. Su efecto de
primer orden es nivelar la relación de negociación entre empleadores y
empleados, antes que elevar los costos generales de producción. E incluso
cuando los costos se vean afectados, cualquier efecto adverso podría
compensarse fácilmente con una mejora de la moral, mejores incentivos y una
menor rotación en la fuerza laboral.
Los salarios mínimos son algo diferente porque elevan
directamente el costo de la mano de obra. Los salarios mínimos que no están muy
lejos del nivel competitivo del mercado no pueden hacer mucho daño al empleo en
general, al tiempo que mejoran las condiciones laborales. No se puede decir lo
mismo de los salarios mínimos que son muy superiores a ese nivel. El peligro
entonces es que a muchos de quienes buscan trabajo se les denieguen
oportunidades de empleo porque el mercado no les podrá pagar. El dualismo del
mercado laboral, por el cual una minoría comparativamente pequeña de insiders protege sus privilegios garantizados por el
Estado a expensas de una gran mayoría de outsiders,
es lamentablemente una característica común de las economías de todo el mundo.
Esto frena tanto el desarrollo humano como las perspectivas de crecimiento.
Sin embargo, lo concreto es que los derechos laborales
básicos, tal como se resumen en los convenios fundamentales de la Organización
Internacional del Trabajo (oit),
por ejemplo, no son un impedimento para el desarrollo económico. No es
necesario que se pospongan hasta que el despegue económico se produzca y se
afiance. En este sentido, no tenemos por qué dejarnos guiar por la historia.
¿Emularán los países en
desarrollo de la actualidad el patrón histórico?
Las manufacturas son una escalera mecánica para los
países pobres por varias razones importantes. Primero, en muchas industrias
manufactureras hay una tendencia a una dinámica de productividad positiva1.
Si se establece una cabecera de playa en uno de los sectores de manufactura
«fáciles» –como las prendas de vestir–, es probable que se experimenten
aumentos constantes en la productividad y que, a la larga, se pueda saltar a
otras industrias más sofisticadas. En segundo lugar, las manufacturas son un
sector comercializable. Esto significa que las industrias manufactureras
exitosas pueden expandirse casi indefinidamente, al ganar cuotas de mercado en
los mercados mundiales, sin encontrarse con restricciones de demanda. Tercero,
la manufactura absorbe mucha mano de obra no calificada, el recurso más
abundante de un país de bajos ingresos. Actividades como el ensamblaje de
prendas de vestir, calzado, juguetes y productos electrónicos requieren pocas
habilidades, por lo que los agricultores pueden transformarse fácilmente en trabajadores
de una línea de ensamblaje.
Estas son las razones por las cuales la
industrialización ha sido históricamente el motor principal del rápido
crecimiento económico. La convergencia de la productividad, la expansión de las
exportaciones y la absorción de mano de obra crea un ciclo virtuoso que impulsa
la economía hacia adelante hasta que se cierra la brecha con la frontera
mundial y las demandas de progreso tecnológico se vuelven sustancialmente
mayores.
Así es como funcionaron las cosas en el pasado. En
general, se opina que los países con bajos ingresos de África, Asia y América
Latina tendrán que hacer algo similar si desean experimentar un crecimiento
económico rápido y sostenido. Pero esta expectativa podría no cumplirse. El
nuestro es un mundo muy diferente. Las fuerzas de la globalización y el
progreso tecnológico se han combinado para alterar la naturaleza del trabajo
manufacturero de manera tal que hace que sea muy difícil, si no imposible, que
los «recién llegados» emulen la experiencia de industrialización de los
«tigres» del Este asiático, o las economías de Europa y América del Norte antes
de ellos.
Consideremos algunos hechos. Desde 1960, cada década
ha traído niveles más bajos de empleo industrial y producción industrial como
porcentaje de la economía en los países en desarrollo, controlando el ingreso
medio y los factores determinantes demográficos. Los niveles máximos de
industrialización son más bajos que nunca y se alcanzan para una fracción de
los ingresos que lograban los países industrializados anteriores. Esto
significa que muchas (si no la mayoría) de las naciones en desarrollo se están
convirtiendo en economías de servicios sin haber tenido una verdadera
experiencia de industrialización, un proceso que he denominado «desindustrialización
prematura». Mientras que los primeros países industrializados lograron colocar
30% o más de su fuerza laboral en la manufactura, los últimos de los recién
llegados rara vez han logrado esa hazaña. El empleo manufacturero de Brasil
alcanzó un máximo de 16% y el de México, 20%. En la India, el empleo en la
industria manufacturera comenzó a perder terreno en términos relativos después
de haber alcanzado el 13%2.
América Latina parece ser la región más afectada. Pero
lo que también resulta preocupante es que hay tendencias similares en el África
subsahariana, donde, para empezar, pocos países han tenido una buena
industrialización. Los únicos que parecen haber escapado a la maldición de la
desindustrialización prematura son un grupo relativamente pequeño de países
asiáticos exportadores de manufacturas. Los propios países avanzados han
experimentado una importante desindustrialización del empleo. Pero la
producción de manufacturas a precios constantes se ha mantenido relativamente
bien en el mundo avanzado, algo que por lo general se pasa por alto, ya que
gran parte de la discusión sobre la desindustrialización se centra en valores
nominales más que en valores reales.
Las razones detrás de estas tendencias se vinculan a
la tecnología y el comercio. El rápido progreso tecnológico global en la
fabricación ha reducido los precios de los bienes manufacturados en relación
con los servicios, lo que ha desalentado el ingreso de los recién llegados en
el grupo de países en desarrollo. Al mismo tiempo, la manufactura se ha vuelto
mucho más intensiva tanto en capital como en calificación laboral, por lo cual
este sector ha reducido sustancialmente el potencial de absorción de mano de
obra de trabajadores provenientes de la agricultura u ocupaciones informales.
En el frente comercial, la competencia de China y otros exportadores exitosos
combinada con la reducción en los niveles de protección significa que pocos
países pobres tienen ahora la oportunidad de desarrollar manufacturas simples
para el consumo doméstico. El margen para la sustitución de importaciones se ha
agotado.
Por lo tanto, no es arriesgado conjeturar que las
economías de los «tigres asiáticos» serán acaso las últimas en experimentar la
industrialización de la manera en que la historia económica nos ha
acostumbrado. Si es así, resulta una mala noticia para el crecimiento económico
por todas las razones descritas anteriormente. También es una mala noticia para
la equidad. El abismo existente en cuanto a ingresos y condiciones de trabajo
entre banqueros y gerentes, por un lado, y quienes realizan actividades
informales, como el comercio de pequeña escala o el trabajo doméstico, por
otro, es incomparablemente mayor en los países en desarrollo. La transición
precoz a los servicios, antes de la acumulación sustancial de capital humano y
capacidades institucionales, exacerba en gran medida los problemas de
desigualdad y exclusión en el mercado laboral que enfrentan las economías
avanzadas.
Caminos futuros
¿Puede este proceso de desindustrialización prematura,
sin embargo, resultar una bendición encubierta? Indiqué anteriormente algunas
de las ventajas de los servicios en términos de autonomía personal y libertad.
James C. Scott señala que un porcentaje muy alto de trabajadores industriales
en eeuu preferiría abrir
una tienda o restaurante o trabajar en una granja. «El tema unificador de estos
sueños es la libertad, liberarse de la rígida supervisión, y la autonomía de la
jornada laboral que, en su mente, compensa con creces las largas jornadas y los
riesgos de este tipo de pequeños negocios». Scott contrasta esto con el trabajo
en el marco de una fábrica, «donde la cadena de montaje está ajustada al
detalle a fin de reducir la autonomía hasta el punto de hacerla desaparecer»3.
¿Pueden los trabajadores en el mundo en desarrollo de alguna manera tomar un
atajo y evitar el trabajo monótono de la manufactura?
Quizás, pero no está claro cómo se puede construir ese
futuro. Una sociedad en la que la mayoría de los trabajadores son sus propios
jefes (comerciantes, profesionales independientes, artistas) y establecen sus
propios términos de empleo, al tiempo que llevan una vida aceptable, solo es
factible cuando la productividad es muy alta. La alta productividad permite la
generación de una demanda abundante de estos servicios y, en consecuencia,
altos ingresos para propietarios independientes. El problema es que los
servicios, en su conjunto, no han experimentado a lo largo de la historia un
aumento de la productividad como sí lo han hecho las manufacturas; hoy se
necesitan tantos camareros para explotar un restaurante como hace un siglo.
Así, depende de la industrialización el proporcionar los altos ingresos y la
alta demanda para el resto de la economía.
Lo que está claro, por lo tanto, es que la dirigencia
política enfrentará un desafío completamente nuevo cuando encare el futuro del
trabajo y del desarrollo humano. Una mayor cuota de crecimiento económico
tendrá que provenir de una mejora de la productividad en los servicios. Esto
significa, a su vez, que los enfoques parciales y sectoriales que funcionaron
tan bien para estimular la industrialización orientada a la exportación durante
las primeras etapas del rápido crecimiento en Asia y más allá tendrán que ser
reemplazados (o al menos complementados) por inversiones masivas de la economía
en capital humano e instituciones. Cuando las manufacturas son el motor de la
economía, las reformas selectivas, como los incentivos a la exportación, las
zonas económicas especiales o los incentivos a los inversores extranjeros,
pueden ser muy efectivas. Después de todo, cuando se enfrenta una demanda casi
infinita en los mercados mundiales, es suficiente tener algunos éxitos de
exportación para impulsar la economía. Pero cuando el crecimiento tiene que
depender de servicios (en su mayoría) no transables, los esfuerzos selectivos
no funcionarán. Los esfuerzos en las reformas deberán ser más integrales y
apuntar al crecimiento de la productividad en todos los servicios
simultáneamente.
Marx imaginó una sociedad en la que sería posible que
una persona «hiciera una cosa hoy y otra mañana, cazar por la mañana, pescar por
la tarde, después criar ganado, hacer una crítica después de la cena (...) sin
llegar a ser cazador, pescador, pastor o crítico». Una condición previa para
esto, sin embargo, era que las fuerzas productivas de la economía se
desarrollaran lo suficiente. Hasta la fecha, el capitalismo industrial ha sido
prácticamente el único camino hacia una sociedad productiva. El trabajo en las
fábricas no era agradable y generó tensiones sociales significativas, como
destacó Marx, pero logró productividad.
Hoy, este camino parece menos deseable y menos
factible. Habrá que inventar uno nuevo. Los rasgos básicos de esta alternativa
son fáciles de exponer. Será un modelo basado en servicios. Se centrará más en
infraestructura blanda (aprendizaje y capacidades institucionales) y menos en
acumulación de capital físico (plantas y equipos en industrias manufactureras).
Más allá de eso, sin embargo, queda mucho en juego.
Nota: este artículo fue
comisionado originalmente por la Oficina del Informe sobre Desarrollo Humano
del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y se publicó por
primera vez en el Informe sobre Desarrollo Humano
2015. Trabajo y desarrollo humano. Esta traducción al español no ha sido revisada ni
aprobada por el PNUD y el artículo original en inglés está disponible en hdr.undp.org.
Traducción de Carlos Díaz Rocca.
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