Cada
vez que sale a relucir la cuestión he mostrado mi escasísima simpatía por el
método que comúnmente llamamos primarias
para elegir al líder del partido. No me gusta ese tipo de plebiscitos y no
han sido pocas las veces que he escrito sobre ello. Está técnica apareció como
un elemento que pretendía renovar la vida interna de las organizaciones
políticas y –se decía— fomentar la participación de los inscritos. Andando el
tiempo, sin embargo, se han ido confirmando mis intuiciones sobre el
particular: quien es elegido de esta guisa acaba siendo investido
indirectamente de unos poderes omnímodos que se usarán muy directamente a las primeras de
cambio. El caso más reciente, el más estridente es el de Pablo Casado.
En
efecto, el primer dirigente del Partido
Popular ha cesado fulminantemente a Alfonso Alonso, presidente del
partido en el País Vasco. Los motivos los hemos explicado en días anteriores en
este mismo blog. Lo que nos importa en esta ocasión es el estilo. Ya saben
ustedes que estilo viene de estilete. El estilo por el que Casado eliminó brutalmente
a Alonso es la expresión directa del imperium,
esto es, el poder de mando y castigo, que aparece como resultado de unas
atribuciones que, en unos casos, son estatutarias y, en la mayoría, son la
conclusión de unos poderes discrecionales nunca concedidos explícitamente por
la organización, pero que se han ido admitiendo –primero rutinariamente,
después como uso ya convencional-- como prerrogativas del líder. Téngase en
cuenta lo siguiente: Alonso es designado candidato a lehendakari por el comité
electoral del partido, con sede en Madrid. Pero quien lo despeña, pocos días
después, no es dicho comité sino la mano larga de Casado.
Así
pues, la técnica de las primarias ha
venido a empeorar más las cosas, estropeando aquello que voluntaristamente pretendía
resolver. Más todavía, se han quedado en una performance que disfraza una gallina en un pavo real.
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