domingo, 16 de junio de 2019

La derrota barcelonesa del independentismo



El independentismo está que trina: la pretendida joya de su corona les salió rana. Barcelona seguirá en manos de Ada Colau. El segundo Maragall tendrá que esperar cuatro años para aspirar al bastón de mando.

Don Ernest tiene malas pulgas. Sabedor de que no sería alcalde organizó un descomunal quilombo. Sus irascibles parciales acudieron a la plaza de Sant Jaume a chillar a Colau, Collboni y Valls. Gentes de los barrios altos barceloneses con caras de pocos amigos, recién bien comidos y bien bebidos, llamando fachas a veteranos trabajadores --antiguos inquilinos forzados de comisarías  y cárceles franquistas--  que celebraban el triunfo de Colau. Son las sonrisas del independentismo. Es, ante todo, la reacción del segundo Maragall, cuyo rencor es directamente proporcional a su incompetencia política y profesional. Ahora bien, la ira del independentismo por la pérdida de «su Alhama»  es consecuencia directa de su fuerte creencia de que las instituciones catalanas son de su propiedad. Lo que no es independentismo es un tumor.

No obstante, las cosas se complican en el independentismo cuando, entre ellos, dirimen quién es el propietario de la institución en cuestión.  Es, por ejemplo, el caso del campanario taifal de Sant Cugat. Pugna entre los seguidores de Waterloo y los de Junqueras. Vencen estos últimos tras su pacto con el PSC. La bronca es mayúscula: los waterlorianos gritan a pleno pulmón «155»; los junquerianos responden con precisión matemática: «3 por ciento». O sea, entre independentistas no reza el mandamiento del Nuevo Testamento: «amaos los unos a los otros».



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