«La
democracia está por encima del Estado de Derecho» es una idea—fuerza del
independentismo onírico. Jordi
Cuixart, uno de los líderes que han sido juzgados recientemente, la ha
repetido en incontables ocasiones. La aparición de esta inquietante máxima en
el libro de recetas del independentismo hay que situarla ya en los primeros
pasos del hombre de Waterloo y que con sumo provecho heredó su Enviado en la
Tierra, Quim Torra.
En
unos primeros momentos pensé que quienes manoseaban dicho constructo («la democracia
está por encima del Estado de Derecho») eran unos auténticos analfabetos,
gentes indoctas, cuyas únicas lecturas habían sido Marcial
Lafuente Estefanía y la prolífica Corín
Tellado. Algunos habrá de esa estirpe. Pero sus dirigentes –los que
están en el puente de mando-- usan la
máxima a sabiendas y queriendas de que es tan falsa como falsos fueron los
viejos duros sevillanos, que circularon impunemente en España a finales del
siglo XIX.
El
independentismo catalán ha querido auto legitimarse contraponiendo Estado de
Derecho a democracia. La democracia, en esa ciencia ficción, sería: los
independentistas, o sea, Cataluña, somos la democracia; España es el Estado, y depende de qué cofradía
independentista será Estado de Derecho o –en palabras de Waterloo-- Estado fallido (sic).
Democracia
y Estado de Derecho son inseparables. Lo que comporta que la democracia tenga
obligatoriamente sus normas y procedimientos. En caso contrario estaremos en la
turba o conjunto de turbas sin orden ni concierto. Sería la oclocracia. De este
han hablado largo y tendido juristas de la talla de Hans
Kelsen y Norberto Bobbio, y más
recientemente Boaventura de Sousa.
La
oclocracia, decimos. Es decir, la turba no juiciosa dirigida irracionalmente
por un cabecilla, que sabe bien lo que se trae entre manos. En concreto, la
corrosión del carácter de la política.
Nota.-- El caballero de la foto es Norberto Bobbio.
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