Los ´argumentos´ del apostolado independentista de mayor calado
han sido dos a lo largo de los últimos años. Uno, Europa nos recibirá con los
brazos abiertos; dos, la independencia no tendrá costes. Cuantas veces se han
repetido, otras tantas se han desmentido. Sin embargo, el desparpajo se ha ido
manteniendo y, a estas alturas, es posible que alguna alma bendita siga
creyéndolo.
1.-- Hace tiempo conversaba con
un destacado independentista. Sostenía de manera militante que, una vez
proclamada la independencia, Cataluña no tardaría ni cinco minutos en ingresar
en la Unión Europea. «Lo ha dicho Romeva, que conoce el paño», afirmaba mi interlocutor con la
misma fe que los santos padres de la Iglesia se citan los unos a los otros. Le
objeté que antes había un paso previo: que Cataluña fuera independiente. Me
miró perdonándome la vida: «Hombre de poca fe», exclamó, «eso es pan comido,
las cancillerías europeas están con nosotros». Entendí que lo creía a pies
juntillas. La fe es así de chocante.
Nadie con cara y ojos ha apoyado
el proceso catalán. No obstante, se mantenía la mandanga. A pesar de que el
divino Romeva seguía en sus trece se mantiene la mandanga. Los desmentidos de
la Unión –y especialmente de quien manda realmente— se han multiplicado y
reiterado. Aunque ahora se vuelve a otra martingala: si Rajoy aplica el 155 la
Unión estará con nosotros. No han tomado nota de que, desde 1998, el Reino
Unido ha suspendido cuatro veces la autonomía de Irlanda del Norte y nadie
movió un dedo.
2.-- La segunda mandanga: la independencia de
Cataluña no tendrá costes. No lo sabemos, pero sí estamos al corriente de que
la antesala a una (hipotética) independencia está costando lo suyo. De momento,
el intangible de la división vertical en dos comunidades cada vez más
antagónicas. Y, también de momento, la marcha de la razón social de casi
seiscientas empresas y, entre ellas, algunas huídas de la sede fiscal. Las
autoridades independentistas nunca creyeron –o fingieron no creer-- que eso sucedería. Incluso más, cuando
empezaron los primeros movimientos de dio éxodo algunos testarudos le restaron
importancia. Hoy Cataluña es altamente sospechosa de inestabilidad. Una triste
fama ganada a pulso por el apostolado independentista. La política de campanario
acostumbra a ser estúpidamente orgullosa. Y lo que es peor: ocurra lo que
ocurra en la próxima semana esa malquerencia de los mercados a Cataluña se
mantendrá. No valdrán las balandronadas de unos y las jaculatorias de otros. A
eso nos ha llevado el choque entre los hunos y los hotros. Pero --¡oído,
cocina-- sabemos, desde Joan Fuster, que «un fracaso no se improvisa nunca,
sino que se construye».
3.-- Así las cosas, Puigdemont debe optar por la respuesta menos
mala para la ciudadanía. Si opta por el enfrentamiento con el Estado
perjudicará a todo el pueblo de Cataluña; si responde que no proclamó la
independencia, cosa que formalmente es cierto, provocará un desaguisado mayúsculo,
pero sólo en las élites del soberanismo. Que siempre tendrá el consuelo
político de haber conducido una operación que ha llevado al independentismo a
las cotas más altas de su historia. De ahí que Puigdemont debería leer
adecuadamente lo que dejó dicho Platón hace
ya muchos siglos: «el objetivo de la salud no son los médicos sino los
pacientes». Es decir, el objetivo de la política no son los políticos sino la
ciudadanía.
4.-- ¿Qué pasará mañana? Lo mejor es seguir el
famoso consejo de don Juan de Mena, ilustre
cordobés pre renacentista «Non los agüeros, los fechos sigamos». Laberinto de
Fortuna.
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