Son
las 7 y media de la mañana. Estoy haciendo cola en la puerta de la panadería.
Todos estamos enmascarillados. De repente un coche aparca frente a nosotros:
del interior sale una música discotequera, que por su intensidad es impropia a
cualquier hora del día. Se baja el conductor: ojos todavía pitañosos del sueño,
barrigón sospechosamente cervecero, calzones cortos de un color entre guarro y
sucio, con descosidos y sietes como
si fuera un pollo--pera quinceañero, camisa de colores de los mares del sur,
cuarentón que vive para beber y no bebe para vivir. Se coloca en la fila, tras
un servidor. Ni siquiera nos ha dado los buenos días.
Le
pregunto intrigado: «¿A qué viene esa intensidad ruidosa a estas horas de la mañana?».
Me mira con una sorpresa que refleja que nunca se ha sentido interpelado. Su
respuesta indica que, de vez en cuando, ha oído a algún tertuliano de garrafón.
Me contesta con cara de pocos amigos: «¿Me está usted impidiendo el uso de mi
libertad?». No vale la pena darle una charla acerca de la libertad, según los
antiguos, los modernos y los postmodernos. Desecho explicarle qué es la
libertad según Norberto Bobbio. Así es que,
yendo inmisericorde por lo derecho, le suelto: «Oiga, una cosa es la libertad y
otra es dar por culillo, que es lo que usted está haciendo». El hombre ruidoso
pone los ojos como si fueran acentos circunflejos, enseña unos dientes de
sospechoso color de caliqueño añejo y –desprevenido por mi vandálica respuesta—
calla; el resto de los clientes no dice ni oxte ni moxte.
La
música sigue sonando y dando por culillo.
La
respuesta del quídam fue rápida. Y su relación con la libertad indica hasta qué punto está triunfando –espero que
provisionalmente-- la organizada
confusión referida a la «libertad». Organizada, digo, desde arriba. ´Quién me tiene que decirme si
debo beber vino, y cuánto, antes de conducir y a qué velocidad debo ir´.
´Quiénes son esos que me ordenan que guarde las distancias y me retire a casa a
una hora prudente´. Unos mensajes que vienen de las derechas libertarianas que
te conceden la libertad de lo inane
para negarte la libertad de lo fundamental.
Punto
final: no me sorprenden estas situaciones, pero sí me inquieta el silencio y la
indiferencia del resto de los que estábamos en la cola. Antonio Gramsci, en su día, habló de los indiferentes.
Ya
no está Roser para contárselo. Antes, cuando le
explicaba mis pejiguerías, me decía: «Un día te calentarán la cara».
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