Hoy
está el mundo mejor que ayer. Tenemos un problema menos, su solución no estaba
garantizada. Lo han adivinado: Donald
Trump, el Hombre—bronca, ha dado permiso para que sus colaboradores
faciliten el cambio de Administración. Genio y figura: no reconoce su derrota y
no felicita al vencedor. La solución que ha encontrado para no tirar
formalmente la toalla y desdecirse de los disparates que ha dicho ha sido decir
´oiga, que nos vamos´, como si la iniciativa la hubiera tomado él mismo. Tanto
da. El más avisado de sus consejeros sabe que, primero, ha perdido las
elecciones; segundo, la comunidad internacional ha reconocido a Biden – Harris como
ganadores de los comicios; tercero, los jueces de cada estado no han admitido a
trámite las denuncias por fraude que cocinó el ladino Giuliani; y, cuarto, Wall Street se dispara
hacia arriba. Así, pues, el mundo está más seguro hoy que ayer. Un conflicto
menos. Lo decimos con cautela, porque nunca se sabe de lo que es capaz ese
Trump.
En
todo caso, de los Estados Unidos de América nos llegan mensajes a punta pala. En primer lugar, que cuando
irrumpen millones de ciudadanos en la política puede haber solución al problema
que ha provocado esa reacción contraria. Retengo, por lo tanto, que cuando esa
experiencia se produce en un país tan relevante como los Estados Unidos, se
facilita su contagio positivo a las sociedades que lo reciben. No quiero
esconder, de todas formas, que eso vale también para la expansión del trumpismo
en todo el mundo --ese populismo de derechas, groseramente despótico-- que ha
sido avalado allí por millones de votos, aunque no haya salido vencedor. Hemos
recibido de allí simultáneamente el ámbar y el azufre.
Es
la primera vez que EE.UU. ´exporta´ ese material populista. Y, más todavía, no
cabe duda que el mandato de Trump ha dado alas a gentes de su parentela como Bolsonaro y los mandatarios
de Hungría y Polonia. También, en cierto sentido, los usos y costumbres del
Hombre—bronca han influenciado, al menos parcialmente, el comportamiento de las
derechas políticas y mediáticas españolas.
Xavier Vidal—Folch escribe en El País que entramos en
una «era post populista». Ojalá. Entiendo que todavía es apresurado afirmar una
cosa así, porque las brasas de ese conglomerado siguen calentando pasiones.
Por
lo demás, a la nueva Administración le esperan grandes desafíos: son los
problemas anteriores a Trump y los que surgieron con él. Me imagino que Biden
procurará que Harris no sea el florero que tradicionalmente son los
vicepresidentes norteamericanos. Dick Cheney –dispensen que lo haya traído a colación— no fue un
paragüero. Otra cosa será que el Partido demócrata esté interesado en que
Harris sea la candidata a la próxima presidencia; en ese partido hay muchos
paquirrines y no pocos pantojos. Es probable que la hijísima de Trump aspire a
serlo por el Partido republicano en las próximas elecciones.
Va
clareando el día. «Amanece, que no es poco». También aquí, en casa, estamos mejor
hoy. De momento las placas tectónicas desobedecen a José María Aznar y se niegan a romper España. La
geología lo constata así. Esa ciencia retiene que ahora le sobran votos al
Gobierno para que se aprueben los presupuestos generales. En resumidas cuentas:
el mundo está mejor y también nuestro campanario español.
Diré
algo que no es apto para taquicárdicos. Si padecen de eso, sáltense estas
líneas. No entiendo que Podemos
esté interesado en que Ciudadanos
no vote los Presupuestos Generales del Estado. No comprendo esa actitud
porque ello comportaría querer que Ciudadanos siga en el triángulo escaleno de
la plaza de Colón. Pablo
Iglesias el Joven debería propiciar justamente lo contrario, a saber, la
desvinculación de Arrimadas de sus querencias derechistas. Es más, por ese
flanco ¿qué puede temer Podemos? Por favor, Iglesias, lea usted a Palmiro Togliatti.
Mientras
medito sobre estas cuestiones recibo, todavía a lomos de mi ambulancia, una
llamada telefónica: ´No venga usted hoy al hospital, la máquina no está en
condiciones. Hasta mañana.´ Volvemos grupas, hoy tengo recreo.
Post
scriptum.--- Don Venancio Sacristán repetía a sus amigos, siempre que viniera a
cuento, que «Lo primero es antes». Todo un tratado político de primera
magnitud.
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