Mi
sospecha: Alberto Rivera prefiere
tener fama de político a hacer política. Lo cual lleva implícito que ser o
aparentar ser un político no comporta hacer política. Esta sospecha me acompaña
desde los primeros tiempos de Rivera en la escena pública. Lo que no puedo
negarle al caballero es su habilidad para vender el producto –él mismo-- con la misma eficacia del vendedor de tóxicos
bancarios que fue en su corta biografía laboral.
Ahora,
nuevamente, este Rivera intenta ostentar fama de político. Casi en tiempo de
descuento lanza un producto de inversión de chichinabo –ustedes ya conocen la
oferta-- que, de ser aceptado por
Sánchez y Casado, se facilitaría la investidura de Sánchez mediante la
abstención de Ciudadanos
y el Partido Popular.
Un juego de pizpirigañas. Pero que, en todo caso, merecería una reflexión.
También la ineficacia de Rivera merece
una reflexión.
Rivera
ha estado asediado por los poderes fácticos del parné que le incitaban a pactar
con Sánchez un gobierno de coalición. Rivera se ha negado peligrosamente, pues
ahora está en deuda con sus otrora generosos donantes. Por lo que el caballero
necesitaba hacer un gesto que pareciera que devolvía los favores prestados. Al
tiempo que era un guiño a dichos poderes para que siguieran manteniéndole en
las coyundas presentes y venideras. Ahora bien, Rivera olvida que el mundo del
parné tiene los colmillos retorcíos y
no se traga esos camelos de colegial.
Mucho
me temo que la generación de la nueva política esté todavía en el jardín de
infancia, que antiguamente en La Vega de Granada llamábamos «la miga», con o
sin dodotis, según el poder adquisitivo de sus papás. La actual generación de nueva política
ha sido un espejismo.
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