A
veces la pasión política, como en ocasiones la razón, produce monstruos. Una
pasión y una sinrazón que nace en las alturas y acaba permeando a los que están
al pie de la Torre del Homenaje. Es el resultado de una consigna que substituye
el «amaos los unos a los otros» por el «quemaos los hunos a los hotros». Las
grandes masas deben pelearse entre sí para que los de arriba puedan chicolear
entre ellos.
En
un pueblo andaluz se quema al hombre de Waterloo en forma de trapo y, después,
se le fusila. Antes, en otro pueblo de Cataluña, se quemaron retratos de otras
personalidades de la vida política. La yesca substituye a la palabra. Todo en
nombre de las certezas que, en unos casos, se disfrazan de tradición y, en
otras ocasiones, en nombre de la única verdad verdadera. Tal es la ira que el
mandato de aquel entrenador «al enemigo, ni agua» es en comparación una
jaculatoria franciscana.
Se
quema, así pues, en un país donde en tiempos antiguos se achicharró a
heterodoxos, precursores de las luces con el aplauso de amplios sectores del
pueblo que, así las cosas, era en esos momentos lisa y llanamente populacho.
Por lo que se ve es más cómodo coger un mechero de yesca que leer un libro,
aunque su lectura no sea condición suficiente para no pegarle fuego a quien sea.
Naturalmente
cada élite justifica el fuego de sus parroquianos. Algo así como para qué vamos
a razonar si podemos pegarles fuego a los hotros. Que, a su vez, hace el
consenso de los hunos frente a sus adversarios. La unidad de los pueblos queda
convertida en la batalla de los populachos. Es la grotesquez de la pasión
política cuando ésta pierde la chaveta.
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